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Actualidad

28 Noviembre 2022

El «Pozo Julia», en Fabero del Bierzo (León), explotación minera convertida en museo

Mineros de Fabero posando con sus equipamientos habituales.La vida a 270 metros bajo el suelo.

Joaquín Sabina dice en su canción «Peces de Ciudad» que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Es una máxima que siempre he cumplido, excepto este verano cuando, tras 25 años, regresé de visita a Fabero del Bierzo (León) como parte de un camino personal de vuelta a los orígenes. Abandoné la cuenca berciana en el verano de 1998 dejando atrás un pueblo de calles cubiertas con la fina capa gris de la antracita que escapaba de los numerosos camiones que circulaban por sus calles, con fachadas oscurecidas, la Plaza del Minero sin terminar de construir, las calles del Poblado de Diego Pérez sin asfaltar y un ambiente generalizado de apatía derivada de la decadencia de la minería. Sin embargo, este verano de 2022 he encontrado un lugar pulcro, acogedor y esperanzado, pletórico de vida, en el que se ha hecho una importante inversión en la protección del patrimonio cultural minero y en la divulgación de tan duro trabajo. Por eso, no he dudado cuando el director de la revista que el lector tiene en sus manos me pidió que escribiese un artículo para difundir la actividad que durante décadas realizaron tantas personas a lo largo de los cientos de kilómetros de galerías que se ocultan bajo los pueblos de la cuenca minera de El Bierzo. Sirva este trabajo como homenaje y recuerdo a todas ellas.

Darío Fajardo Galván

Antes de que la pica contactara con el carbón por primera vez, esta zona de El Bierzo pertenecía al monasterio benedictino de San Andrés de Espinareda, pero durante la época de la desamortización de Mendizábal (mediados del siglo XIX) se dividió en cinco localidades: Fabero del Bierzo, Otero de Naraguantes, el castro prerromano de Lillo del Bierzo, la pedanía de Fontoria y Bárcena de la Abadía. En 1960 se uniría San Pedro de Paradela.

A raíz de la desamortización se crearon los Chamizos, pequeñas explotaciones casi familiares de los yacimientos carboníferos más superficiales. Más tarde, durante el periodo de la Gran Guerra, debido a que las importaciones de carbón de Inglaterra se paralizaron, se produjo en España el fenómeno conocido como Orgía Hullera, en el que hubo un importante desarrollo de la minería, pasando de ser un país importador a una potencia exportadora de esta roca energética. Sin embargo, la cuenca del Sil tuvo dificultades para desa rrollarse debido a su aislada situación geográfica, con una significativa falta de sistemas de comunicación. Esto no impidió que, durante la primera mitad del siglo XX, la población de esta zona aumentase con los trabajadores llegados de Asturias, Galicia y Andalucía. La ausencia de una línea de ferrocarril (proyectada pero nunca llevada a cabo) fomentó que las diferentes compañías construyesen líneas aéreas con vagonetas, es decir, un sistema similar al teleférico que llegó a transportar, en el año 1942, 380 toneladas de carbón cada ocho horas gracias a sus 246 vagonetas.

LA PROGRESIVA SUSTITUCIÓN DEL CARBÓN POR EL PETRÓLEO Y EL COSTE ELEVADO DE SU EXTRACCIÓN PROVOCARON QUE SE FUESEN CERRANDO LENTAMENTE LAS MINAS.

Tras la Guerra Civil esta zona se convirtió en un campo de trabajo para reducir las penas de los presos. En 1949, en Ponferrada, Endesa construyó la Central Térmica de Compostilla que requería un consumo de 800 gramos de carbón para generar un kilovatio por hora (su potencia total llegó a ser de 167000 kW). Esto provocó que entre 1955 y 1960 aumentase la población de la cuenca berciana hasta los cerca de 8000 habitantes, debido a que las minas de la zona empleaban a más de 3000 trabajadores. Este aumento de la población se alimentó principalmente de familias portuguesas que inmigraron aprovechando la oferta de trabajo. El crecimiento fue tan inesperado que los habitantes de Fabero y sus alrededores alquilaban sus casas a los nuevos trabajadores y se crearon barracones que funcionaban como “camas calientes” donde se alternaban los mineros para dormir. Todo esto desembocó en la construcción de distintos poblados, siendo el más significativo el Poblado de Diego Pérez, que debe su nombre al fundador de Antracitas de Fabero, S.A.

La progresiva sustitución del carbón por otras fuentes energéticas como el petróleo, junto con el coste elevado de su extracción, provocaron que, paulatinamente, se fuesen cerrando estas minas hasta la clausura definitiva de la minería subterránea en el año 2002 y de la explotación a cielo abierto de la “Gran Corta” en 2018.

Conociendo la historia de esta zona de El Bierzo, cabría preguntarse: ¿cómo funcionaba una explotación minera en activo? Tomaremos el caso del Pozo Julia, uno de las más importantes tanto por su producción (llegando a un máximo de 393873 toneladas de carbón en 1958) como de plantilla (3600 trabajadores hasta la mecanización de la mina en 1962), que estuvo en funcionamiento entre 1950 y 1991, instaurado por la sociedad anónima Antracitas de Fabero. Hubo otras explotaciones en la zona, tanto en Fabero del Bierzo (Pozo Viejo), a las afueras de dicho pueblo (Mina de Negrín, Combustibles de Fabero y Minas del Bierzo), en Bárcena de la Abadía (Valcarreiro, El Fontanal, Minas Lauro y Pacita), en Lillo del Bierzo (La Pozaca, Corradinas, Mina Marrón y La Jarrina) y la mina de Fontoria, que dejaron cientos de kilómetros de túneles y galerías en el subsuelo del valle.

Los vestuarios
Lo primero que llama la atención del visitante que pasea por Fabero es el icónico castillete del Pozo Julia. Ahora oxidado, este elemento se asemeja en su simbolismo a la chimenea de la central nuclear de Pripyat (Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, Chernóbil): una amalgama herrumbrosa congelada en otra época, testigo del sufrimiento y la dureza de lo que acontecía en los tres niveles de galerías subterráneas (a 50 m, 100 m y 270 metros).

EL POZO JULIA FUE UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES TANTO POR SU PRODUCCIÓN (UN MÁXIMO DE 393873 T DE CARBÓN EN 1958) COMO DE PLANTILLA (3600 TRABAJADORES HASTA LA MECANIZACIÓN DE LA MINA EN 1962).

Cerca se encuentra el edificio de los vestuarios, un pabellón con diferentes entradas según el estamento laboral a que perteneciera el trabajador. Lo más llamativo son las taquillas, llamadas palancanas, que nada tienen que ver con lo que nos imaginamos al oír esta palabra y el uso que conlleva. Se trataba de unas estructuras de hierro que, por medio de cables y poleas, se elevaban por encima de los asientos de cemento dentro de unas salas ventiladas con aerocalentadores de carbón. Este ingenioso sistema permitía que la ropa de los trabajadores, empapada por el sudor y la humedad de la mina, se pudiera secar de un turno al siguiente al quedar colgada en la altura.

Las zonas de palancanas se encontraban tanto en el área de los trabajadores (picadores, barrenistas y estempleros) como en la de los vigilantes y facultativos, con la diferencia de que, en la sala de los primeros, las paredes estaban forradas de carteles sindicales al ser ese espacio el utilizado para las asambleas por la lucha de sus derechos. Hasta tal punto fue importante el movimiento sindicalista de la minería que dio origen al sindicato de Comisiones Obreras a raíz de las huelgas de 1962 y 1963, lo que permitió ciertas mejoras en las condiciones laborales de los mineros.

Desde el vestuario se accede a las duchas, donde se observan claras diferencias entre los distintos estamentos. Mientras que los trabajadores y aprendices tenían duchas colectivas (posteriormente añadirían duchas individuales que, aun así, acababan compartiendo), los vigilantes y los facultativos tenían unos espacios más amplios con duchas individuales en una zona de acceso restringido y con lavabos con espejo. A mayor escalafón, mayores comodidades disfrutaban, incluyendo entrada individual a ese espacio, servicio de lavandería personal, taquillas amplias, bañera...

La lampistería
Todo el personal que tuviera que descender a las galerías, independientemente de su rango, tenía que pasar por la lampistería antes de bajar al pozo. La lampistería era el espacio ubicado a la entrada y salida del edificio de vestuarios cuyo encargado, el lampistero, tenía dos funciones de vital importancia. Por un lado, era el encargado de custodiar y mantener en perfectas condiciones el material de iluminación y de protección. En los primeros años entregaba el carburo que alimentaba los candiles de acetileno, pero a medida que evolucionó la técnica de iluminación haciéndose más segura, se tuvo que hacer cargo del cuidado de los distintos modelos hasta llegar a las modernas linternas eléctricas de casco, que tenía que recargar en una estación central de carga. Cuando la empresa comenzó a proporcionar el equipamiento de seguridad, también el lampistero procuraba los cascos de protección a los mineros.

Y es que, en los primeros años, los trabajadores debían comprar todo su equipamiento y utillaje, cobrando a cambio un plus simbólico en su nómina en concepto de “desgaste de herramientas”. Posteriormente, Antracitas de Fabero se hizo cargo de facilitar los útiles, uniformes y equipos de seguridad.

EL TRABAJO EN EL SUBSUELO ERA DESEMPEÑADO POR VARONES, MIENTRAS QUE LAS MUJERES DESARROLLABAN EN EL POZO JULIA TAREAS EN SUPERFICIE.

Por otro lado, este profesional tenía una misión más trascendental, ya que era el encargado de contabilizar que todas las personas que habían bajado a la mina volvieran a subir. Debido a la cantidad de kilómetros que componen los diferentes túneles de la mina y al trabajo solitario de estos, existía la posibilidad de que tuviesen un accidente o quedasen atrapados en la soledad de las galerías. Por ello, el lampistero, durante el cambio de turno, revisaba que tuviese todas las chapas identificativas o, en tiempos más actuales, todas las baterías de las personas que habían descendido (cada una llevaba un código identificativo del minero al que se le había entregado). Una alarma que retumbaba por todo el valle sonaba tres veces al día: a las 14 h, a las 22 h y a las 6 h. Era la señal del cambio de turno. Los habitantes de Fabero recuerdan la angustia que les atenazaba cuando la alarma sonaba fuera de ese horario, puesto que significaba que había ocurrido un accidente.

La Sala de Máquinas
Una vez equipados y bien uniformados, los mineros se dirigían al castillete para descender al oscuro abismo. Lo hacían en dos estrechas jaulas con capacidad para dos vagonetas cargadas con hasta 2300 kilos de material rocoso. Era la única conexión con el exterior (había una escalerilla de mano de emergencia a cierta distancia por si fallaban las jaulas). El responsable del accionamiento de las jaulas era el maquinista.

En la Sala de Máquinas se ubicaba el motor, importado de Inglaterra, encargado de subir y bajar las jaulas. Se componía de dos tambores que por medio de un contrapeso de una jaula a la otra enrollaban o desenrollaban el cable de acero. El maquinista era un profesional con un trabajo muy preciso, puesto que debía saber a qué altura parar las jaulas para que no quedara un escalón dentro de las galerías que impidiera avanzar a las vagonetas. Junto a ese profesional siempre había encargados de lubricar el cable y cuidar que estuviera en perfectas condiciones.

Estos operarios se comunicaban con el interior de las galerías a través del genéfono, comúnmente conocido como guagua por los mineros, que consistía en un teléfono autónomo que funcionaba sin necesidad de una fuente de energía eléctrica y que estaba conectado a un máximo de 10 genéfonos.

La Sala de Compresores
En el edificio contiguo se hallaba la Sala de Compresores, con tres enormes compresores Worthington con motores americanos que enviaban el aire comprimido por un tubo hasta el interior de la mina, donde se repartía hasta llegar a las diferentes herramientas neumáticas para que pudiesen funcionar. Aquí desarrollaban su labor el encargado de la sala y un electricista quienes procuraban que las máquinas recibiesen la potencia que requerían. Para esto, pegado en la parte posterior de la nave, existía una subestación eléctrica alimentada por la energía que le enviaba la central térmica de la zona.

La Sala de Compresores se construyó en la década de los 60, cuando se introdujo la mecanización de la mina. Hasta ese momento, el carbón se extraía gracias al esfuerzo de los mineros. Igualmente, las vagonetas eran empujadas por los trabajadores o por mulas que pasaban su vida bajo tierra hasta que la introducción de herramientas neumáticas agilizó los trabajos permitiendo que aumentara la producción de carbón en el Pozo Julia.

Este avance tecnológico hizo que se prescindiese de gran número de trabajadores. Por ejemplo, las vagonetas autopropulsadas sustituyeron a los animales y a sus cuidadores; los rampleros, que se encargaban de recoger el carbón que los picadores extraían y llevarlo hasta las vagonetas, fueron reemplazados por el pánzer o transportador blindado (una máquina metálica que actuaba como una cinta transportadora) y los propios picadores fueron sustituidos en gran medida por el conocido cepillo.

El cepillo fue uno de los sistemas más innovadores de la época y el Pozo Julia fue la primera mina de España en implantar su utilización. Consistía en una máquina con unas cuchillas en sus lados que se colocaba a lo largo de la capa de carbón e iba rascando el mineral y empujándolo hacia el pánzer. No obstante, el cepillo no podía funcionar en capas de menos de 40 centímetros de altura, siendo necesaria en estos tajos la figura del picador para obtener la preciada roca.

Los trabajadores
Una vez descendían a las galerías, los diferentes trabajadores se dirigían a su tajo en la zona que les tocaba atacar o a otras labores auxiliares. Las galerías principales estaban iluminadas, mientras que las secundarias carecían de luz. La ventilación era posible gracias a las corrientes naturales que se producían entre las galerías de diferentes niveles y las chimeneas creadas artificialmente para la circulación del aire en la vertical.

En primera línea se encontraba la figura del picador, la persona que extraía la antracita de las capas en unas condiciones de trabajo muy duras, con gran exigencia física, a veces tumbado en galerías de menos de medio metro de altura. El arranque de material se realizaba originalmente mediante mazas combinadas con picas o cuñas, y posteriormente con un martillo neumático que normalmente se mantenía en alto durante horas. Los picadores eran propensos a padecer enfermedades osteoarticulares e hipoacusias severas, sin olvidar la temida silicosis.

En las galerías principales solían de sempeñar su trabajo los barrenistas, que realizaban las perforaciones o barrenos en los cuales se introducía el explosivo, de activación eléctrica, para fragmentar y arrancar la roca. Por otra parte, los entibadores eran los responsables de montar los costales, las estructuras de hierro o madera que impedían los derrumbamientos. Junto con los barrenistas, trabajaban en el frente de extracción.

Por último, estaba la figura del estemplero, cuya labor inicial consistía en colocar los estemples o pilares de madera que actuaban como entibación temporal en el hueco creado por la extracción de la capa de carbón y que, con la introducción del cepillo mecánico, pasarían a encargarse directamente del avance de esta máquina, controlando el colapso del hueco una vez el carbón había sido cepillado.

Todos estos trabajadores comenzaban como aprendices, llamados guajes o pinches, y, a pesar de las leyes laborales en vigor, incluido el Estatuto de los Trabajadores, en los primeros años de funcionamiento del Pozo Julia la mayoría de los aprendices tenían 14 años cuando se incorporaban a la plantilla. A medida que adquirían destreza, pasaban a desempeñar algunos de los trabajos antes mencionados. Curiosamente, aquellos que destacaban significativamente en su labor acababan promocionando a vigilantes y se encargaban de supervisar que los trabajadores cumplieran sus funciones y solucionar las dificultades que surgiesen en los tajos. Tristemente, en la década de los 90, coincidiendo con la decadencia de la minería, dejó de utilizarse el criterio de excelencia para la selección de estos trabajadores.

Por encima de ellos en el escalafón se encontraban los facultativos, ingenieros técnicos de minas que debían organizar el funcionamiento general de la mina y mejorar su eficiencia. El trabajo en el subsuelo era desempeñado por varones, mientras que las mujeres desarrollaban en el Pozo Julia tareas en superficie. La mayoría de ellas trabajaba en el lavadero de carbón, pero también en tareas de limpieza, costura, plancha o asuntos administrativos. Fue en 1996 cuando se reconoció legalmente la posibilidad de que las mujeres realizasen actividades en el subsuelo como trabajadoras de plantilla.

EN EL ACCIDENTE DE LA MINA DE FABERO DEL BIERZO DEL 19 DE OCTUBRE DE 1984 FALLECIERON OCHO MINEROS POR LA EXPLOSIÓN DE UNA BOLSA DE GRISÚ

La detección del grisú
Independientemente de la labor que cada miembro desempeñara dentro de las galerías, el colectivo minero siempre se ha caracterizado por el compañerismo y el apoyo mutuo, hasta el punto de que cuando fallecía un trabajador dentro de la mina se respetaba un luto de dos días durante los cuales no se bajaba a la mina. Esto se hizo extensible a todos los trabajadores de las minas de León en el accidente de la mina de Fabero del Bierzo del 19 de octubre de 1984, cuando fallecieron ocho mineros por la explosión de una bolsa de grisú, el gas metano altamente inflamable que se forma junto al propio carbón y que a veces se mantiene atrapado en la roca. Bien es cierto que las minas de antracita son menos propensas a presentar grisú, pero forma parte de los protocolos el análisis constante del aire para identificar su presencia y evitar posibles riesgos. Por un lado, ese gas es peligroso para los seres vivos al desplazar el oxígeno del entorno pudiendo provocar asfixia y, por otro, resulta altamente explosivo.

Los métodos de detección han evolucionado desde el famoso canario enjaulado que, gracias a su metabolismo más veloz, mostraba signos de asfixia antes que los seres humanos, pasando por los grisúmetros (faroles estancos que, gracias a las variaciones en el color y la intensidad de la llama, permitían identificar el gas) hasta los modernos detectores digitales.

El lavadero
Todo el carbón que se extraía de las capas era transportado por los pánzer hasta las vagonetas. Estas recorrían kilómetros de galerías hasta llegar al pozo del castillete donde ascendían para proseguir su viaje hasta descargar su contenido en unas tolvas que alimentaban las cintas transportadoras que dirigían el material hasta el lavadero. El personal de este, en su mayoría mujeres, separaba los fragmentos de rocas estériles del resto del material carbonoso en las cintas transportadoras.

En el lavadero, con la ayuda de unas grandes piscinas de agua, el carbón terminaba de separarse de la ganga rocosa al ser menos denso y flotar. Luego, unas cribas separaban el carbón en función de su tamaño. Los productos de mayores dimensiones se utilizaban para el consumo individual, mientras que el menudo se enviaba a las centrales térmicas.

La fragua y el botiquín
Aparte, existía una fragua donde el personal especializado reparaba las herramientas de los mineros y fabricaba réplicas de las piezas de las grandes máquinas cuando era necesario reemplazarlas. Por otro lado, existía un pequeño botiquín con un sanitario especializado en tratar las afecciones habituales de los mineros, principalmente lesiones oculares por las partículas de roca que podían alojarse en los ojos. Si la lesión era mayor, se enviaba al paciente a un hospital. En ese espacio tenían preparados elementos de rescate de los trabajadores en caso de derrumbe, entre los que destacaban una mochila con oxígeno y un aparato para inmovilizar la columna vertebral, conocido como extricador, que se utilizaba para extrer a la persona arrastrándola por las estrechas galerías de la explotación.

Finalmente, la visita al museo minero Pozo Julia, gracias a los guías Mark, Chencho, José, Alegría y Fidel, me ha permitido apreciar más todavía el trabajo que, durante décadas, desempeñaron los mineros para hacer posible que llegase el calor y la electricidad a nuestros hogares e industrias. Además, gracias a ellos pude disfrutar recordando mi infancia en un pueblo magnífico que creció gracias a la minería y al sacrificio de muchas familias, permitiendo que prosperase la comarca de El Bierzo.