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Actualidad

02 Julio 2019

Su eminencia Torres Quevedo

Torres Quevedo (1852-1936). Retrato de Eulogia Merle. 2011Un genio renacentista considerado el «Leonardo» español del siglo XX.

Primitivo Fajardo.

Leonardo Torres Quevedo (Santa Cruz de Iguña, 1852-Madrid, 1936) fue una figura eminente en el mundo de la ingeniería, no solo en España sino internacionalmente. Entre los reconocimientos a su trayectoria científica figuran el premio Echegaray, concedido en 1916 por el rey Alfonso XIII, la Gran Cruz de Carlos III, su ingreso en 1920 en la Real Academia Española sustituyendo a Benito Pérez Galdós en la silla N, y el nombramiento como Doctor Honoris Causa por la Sorbona de París, en 1922. Consiguió, con 34 votos frente a los cuatro de Ernest Rutherford, Premio Nobel de Química en 1908, o los dos de Santiago Ramón y Cajal, Premio Nobel de Medicina en 1906, su ingreso en la Academia de Ciencias de París, en 1927. En nuestro país, salvo en su Cantabria natal y la ascendiente vasca, y salvando el museo que lleva su nombre y algunas dedicatorias que le engrandecen en el territorio de la ciencia, no se le ha hecho suficiente justicia ni ha alcanzado su personalidad el renombre que por categoría le corresponde. La peculiar idiosincrasia de los españoles desdeña la ciencia como cultura y la circunscribe a la literatura, el teatro o la poesía. Torres Quevedo se adelantó demasiado a su tiempo y dejó con sus inventos una contribución tan desmesurada que no es fácil valorar el alcance de su talento y exige un gran esfuerzo de síntesis poder explicar su legado y la trascendencia futura de tan originales creaciones. Trataremos de resumir tan ingente trabajo centrando el foco en el más sobresaliente en ingeniería civil: el funicular del río Niágara, que un siglo después sigue en funcionamiento.

Torres Quevedo fue uno de los más geniales inventores de finales del siglo XIX y principios del XX.

Nació Leonardo Torres Quevedo un 28 de diciembre de 1852 en Santa Cruz de Iguña, Molledo (Cantabria), de donde era su madre, Valentina de Quevedo y Maza, aunque la familia residía habitualmente en Bilbao, donde había nacido su padre, Luis Torres Vildósola. Se le puso por nombre Leonardo José Luis Inocencio Torres Quevedo.

Eran los tiempos convulsos del siglo XIX y reinaba en España Isabel II, a la que el cura Merino trató de dar matarile unos meses antes. En Bilbao estudió el bachillerato y durante estos años, debido a los desplazamientos de su padre, ingeniero de caminos, vivió por temporadas en casa de las linajudas y solteras hermanas Barrenechea, hasta los 16 años, que le nombraron heredero universal de su inmensa fortuna, desahogo financiero que le permitió posteriormente dedicarse a la investigación por cuenta propia sin sobresaltos económicos.

Acabado el Bachiller, su padre le envió a París dos años (1868-1870) a completar los primeros estudios con los Hermanos de la Doctrina Cristiana. De París volvió a Bilbao y en 1870, por traslado del padre, que trabajaba en la empresa del ferrocarril Sevilla-Cádiz, la familia fue a radicarse en Madrid, en cuya Escuela Oficial del Cuerpo de Ingenieros de Caminos cursó Leonardo la carrera en 1871, que culminó en 1876 quedando cuarto de una promoción de siete alumnos. Al graduarse trabajó un tiempo en la empresa de ferrocarriles de su padre y viajó por Europa para conocer el progreso técnico de la época en que empezaba a “alumbrar” la electricidad, antes de dedicarse por completo a la actividad científica e inventora, primero en Santander, donde se casó en 1885 con doña Luz Polanco, con la que tuvo ocho hijos, y posteriormente en Madrid, a donde se trasladó la familia en 1899.

En 1893 había presentado su primer trabajo científico y en 1901, con un discurso sobre “Máquinas algébricas”, tomó posesión como académico en la Real Academia de Ciencias Exactas, institución de la que llegaría a ser presidente desde 1928 hasta 1934. Este ingreso le supuso el reconocimiento a su trabajo y la financiación oficial para sus proyectos, materializados en la creación por parte del Estado del Centro de Ensayos de Aeronáutica (1904) y del Laboratorio de Mecánica Aplicada (1907), que después sería el Laboratorio de Automática. Es a partir de aquí, y en las tres décadas siguientes, hasta su muerte, acaecida el 18 de diciembre de 1936, recién comenzada la Guerra Civil española y a punto de cumplir 84 años, cuando desarrolló la mayor parte de sus creaciones.

Torres Quevedo publicó en 1914 su obra «Ensayos sobre automática», en donde estudiaba la aplicación de autómatas y robots a la industria.

El 8 de agosto de 1916 se inauguró el «Spanish Aerocar» cerca de las cataratas del Niágara, aún hoy operativo, construido por la compañía española The Niagara Spanish Aerocar Co. Limited.Sus colosales inventos
Torres Quevedo publicó en 1914 su obra Ensayos sobre Automática. Su definición. Extensión teórica de sus aplicaciones, que se convertirá en un clásico en este campo. En ella estudió los robots y sus aplicaciones a la industria y construyó algunos autómatas, entre los que destacan sus dos “ajedrecistas”. El primero fue construido en 1912 y presentado en La Sorbona en 1914. El ajedrecista solo jugaba finales de torre y rey contra rey, pero resultaba siempre ganador sin mediar intervención humana alguna, lo que despertó gran expectación en la época. En 1920 fabricó el segundo ajedrecista, que presentó en París dos años más tarde. Este autómata sustituía los brazos mecánicos del modelo inicial por unos imanes que movían las piezas, lo que resultaba más realista. La máquina daba la alarma si el contrincante llevaba a cabo jugadas antirreglamentarias.

Construyó otros muchos dispositivos, como el primer prototipo de ordenador con poleas, conmutadores y electroimanes, una primigenia calculadora analógica con capacidad autónoma. capaz de resolver ecuaciones de segundo grado con coeficientes complejos, el aritmómetro, precursor de la computación, la máquina de escribir Torres, competencia de la famosa Adler, el puntero telescópico, un proyector didáctico para presentaciones, un dispositivo para pasar las páginas de los libros, etc. Y, puesto que era ingeniero de caminos, incluso patentó un detonador por control remoto muy parecido a un mando a distancia como los que se usan con los actuales televisores. Los trabajos de Torres Quevedo, entre los que cuentan la introducción del concepto de coma flotante, le convirtieron en uno de los precursores tanto de la informática como de la cibernética a nivel mundial. Pero esto no es todo lo que salió del próvido intelecto de este genio universal. Tres de sus inventos trascendentales le llevarían al reconocimiento internacional: el Telekino, los dirigibles y los funiculares.

El primero es el germen de los mandos a distancia, del control remoto y un antecesor de los drones actuales. La Vanguardia detalló en una crónica de noviembre de 1905 las cualidades del Telekino y el desarrollo de la demostración con el bote Vizcaya dirigido por su inventor desde la terraza del Club Marítimo del Abra: “Un aparato receptor de telégrafos sistema morse, transformado hábilmente, pone en comunicación a la estación receptora con dos termo-motores, uno de los cuales hace mover la hélice y el otro hace mover el timón. Según los contactos que da la estación transmisora, se hacen las ondas hertzianas, llegan a la estación receptora, actúan sobre los termo-motores y funcionan la hélice y el timón en todos los sentidos”.

En septiembre de 1906, ante el desprecio de su invento por parte de la Marina, se celebró en el Abra de Bilbao, en presencia del Rey Alfonso XIII y de una grande y curiosa multitud, la prueba oficial del Telekino, resultando un completo éxito.

Dotado de una gran capacidad inventiva, sus trabajos se adentraron en campos tan dispares como la ingeniería civil, la aeronáutica o el álgebra.

El transbordador del Niágara
Torres Quevedo realizó en Portolín (Santander), donde se trasladó a vivir al casarse en 1885, ensayos con diversos transbordadores a tracción animal, salvando 40 m, 200 m y 2 km de luz, si bien no encontró la acogida esperada. Instaló otro sobre el río León, “un sistema de funicular aéreo de alambres múltiples” impulsado por un motor, y lo patentó en 1887 en Alemania, Suiza, Francia, Reino Unido, España, Estados Unidos, Austria-Hungría, Prusia e Italia. Este proyecto de transbordador con su diseño más perfeccionado lo presentó en Suiza, pero fue rechazado burlonamente por los científicos de la época.

Como romántico hombre orquesta, Torres Quevedo centró su atención en otros frentes, pero nunca tiró la toalla y volvió a retomar el estudio del transbordador veinte años después. El 30 de septiembre de 1907 inauguró en el monte Ulía, en San Sebastián, el primer tranvía aéreo apto para el transporte público de personas. Con él le llovieron las solicitudes (Chamonix, Río de Janeiro...), lo que le dio cierta fama y la posibilidad de ganar un concurso internacional convocado para la construcción de un funicular sobre las cataratas del río Niágara, en Canadá. Para ello perfeccionó el diseño del utilizado en el monte Ulía, que incorporaba un sistema muy ingenioso en el que la rotura de uno de los seis cables que aguantan el aparato no aumentaba la tensión en los cinco restantes, por lo que no se incrementaba el peligro de rotura de los demás y era extremadamente seguro. El Spanish Aerocar fue su tercer funicular y tuvo una gran acogida, siendo el invento que le dio mayor fama, aunque desde un punto de vista científico no haya sido el más importante. A la tercera va la vencida.

Técnicamente, el transbordador es un funicular aéreo casi horizontal (la diferencia de cota entre los dos extremos es de un metro) que une dos puntos diferentes de la orilla canadiense en un recodo del río Niágara conocido como El Remolino (The Whirpool). Se desplaza con 35 personas a bordo a unos 7,2 km/h (120 m/min), a una altura media de 76,2 metros (83 m en los extremos y 46 m en el centro) y dura el trayecto 8 minutos. La carga por cable vía es de 9 toneladas, con un coeficiente de seguridad de los cables de 4,6. Fue un proyecto completamente español: ideado por un español, con patente española, fabricado por una empresa española en España, The Niagara Spanish Aerocar Co. Limited, con capital español y un coste de 120000 dólares, y dirigidas las obras de construcción por un español: el ingeniero de caminos Gonzalo Torres Polanco, hijo de Torres Quevedo y vicepresidente de la compañía The Niagara Spanish...

Torres Quevedo

La instalación del Aerocar
Los trabajos arrancaron en 1914 y se prolongaron por espacio de dos años, durante el ambiente bélico de la Primera Guerra Mundial. En julio de 1915 se excavó la roca para el montaje de las dos estaciones. La estructura del artilugio estaba constituida por seis cables portadores que se apoyaban en dos torres situadas a 550 metros de distancia, entre las orillas de Colt Point y de Thompson Point. Se aseguró una tensión constante (contrapesos de diez toneladas) y el carro de traslación lo formaba un conjunto de doce ruedas unidas seis a seis por medio de dos ejes horizontales. La barquilla o cesta rectangular medía 6×3 metros, con capacidad para 40 pasajeros: 20 abajo, sentados circundando la barandilla, otros 20 en un pasillo central en un nivel superior. Pesaba algo más de tres toneladas y fue fabricada en los talleres Gasset, en Madrid. Los cables eran de acero de 25 mm, la polea tenía 2,45 m de diámetro y era impulsada por un motor de 75 CV, 440 voltios y 480 rpm. Sobre la barquilla, en abanico se disponía una serie de radios para soportar la cubierta y estabilizar el transbordador en caso de fuerte el viento.

«A su alta capacidad intelectual se unían las más hermosas cualidades morales: bondad ingénita, perfecta rectitud, igualdad inalterable de humor, fiel adhesión a sus amigos, conmovedora sencillez, indefectible modestia».

El transbordador, con pequeñas modificaciones realizados en los años 60, 70 y 80 del siglo pasado, como incorporar a la barquilla un techo para la lluvia, un sistema de tracción y otro de frenado eléctrico, otras medidas de seguridad y el reemplazo de algunos componentes como rodamientos o suspensión, sigue en activo hoy día, sin ningún accidente en un siglo de servicio, constituyendo un atractivo turístico importante, pues ha transportado desde sus orígenes a más de diez millones de personas sobre el peligroso remolino del río.

Se estrenó en pruebas el 15 de febrero de 1916 y se inauguró oficialmente el 8 de agosto de ese año, abriéndose al público al día siguiente. Así rezaba el texto del folleto que hace más un siglo publicitaba una nueva atracción en las cataratas del Niágara: “No deje de montar en el Whirlpool Spanish Aero Car. La auténtica belleza del remolino y los rápidos del río Niágara ahora se abren para los amantes de la naturaleza gracias al Spanish Aerocar, que cruza una distancia de 539,5 metros, se aproxima a 46 metros del agua y ofrece unas vistas magníficas del entorno”. Según el anuncio, el transbordador aéreo español ya había probado su seguridad “durante nueve años en San Sebastián (España) con mucho éxito y sin ningún accidente”. Concluía el folleto afirmando: “La belleza del remolino del Niágara se abre para los amantes de la naturaleza gracias al Spanish Aero Car”.

He aquí parte de la crónica que escribió sobre el acontecimiento un periodista local del Niagara Falls Evening Review: “Poco después de las tres de la tarde, la señora J. Enoch Thomson, esposa del cónsul español en Toronto, inauguró el aerotransbordador rompiendo una botella de champán sobre la puerta en el punto de aterrizaje de la orilla Thompson. El teleférico hizo su primer viaje público. Fue agradable ver el coche ornado con las banderas de Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y España”.

Con ocasión del centenario, en 2016, se solicitó a la Unesco la concesión al transbordador torresquevediano de la consideración de “Patrimonio Industrial de la Humanidad”. En justicia lo merece.

Méritos excepcionales
Finalmente, resaltar la personalidad de un hombre legendario como Leonardo Torres Quevedo con las palabras escritas cinco meses después de su muerte por enfermedad, el 18 de diciembre de 1936, en plena Guerra Civil, por Maurice d'Ocagne, creador de la Nomografía y director de la Ecole des Ponts et Chaussées de París, publicadas en la revista Larousse Mensuel Illustré: “Faltaría un rasgo especial en este rápido bosquejo de la atractiva figura del sabio ingeniero español si no se añadiera que a su alta capacidad intelectual se unían las más hermosas cualidades morales: bondad ingénita, perfecta rectitud de carácter, igualdad inalterable de humor, fiel adhesión a sus amigos, conmovedora sencillez, indefectible modestia. Por esto, no menos que la profunda admiración debida a sus méritos excepcionales, inspiraba desde el principio, de un modo natural, una irresistible simpatía, que se convertía rápidamente en todos los que tenían la suerte de mantener con él relaciones continuadas, en una viva amistad”.


Los dirigibles de Leonardo Torres Quevedo

Entre las múltiples invenciones de Torres Quevedo, y directamente relacionado con los dirigibles, destaca el primer dispositivo de teledirección de la historia, el Telekino, presentado en 1903, un aparato que ejecutaba órdenes mediante ondas hertzianas que puede considerarse el primer aparato de control remoto del mundo y es consecuencia de los estudios de este mago de la tecnología para dirigir sus globos a distancia. Con este aparato quería evitar la muerte innecesaria de seres humanos durante las pruebas de ensayo de los dirigibles. A tal fin, entre 1904 y 1906 realizó múltiples y completas pruebas del funcionamiento del Telekino, que resultaron muy exitosas.

Los dirigibles de Leonardo Torres QuevedoLa aventura aeronáutica de Leonardo Torres Quevedo daría por sí sola para escribir varios tratados voluminosos y está irremisiblemente ligada a los inicios de la aerostación en España, a la Academia de Ingenieros Militares de Guadalajara, conde confluyeron personajes cruciales de la historia de la aviación, como Pedro Vives Vich, Emilio Herrera Linares y Alfredo Kindelán Duany, con los que tuvo relación Torres Quevedo. Ninguno de los proyectos de dirigibles previos a la llegada del ingeniero cántabro al sector pasó del tablero de diseño en España. Esto cambió por completo en 1902, cuando dio a conocer su modelo de dirigible semirrígido Torres Quevedo, que presentó en las academias de Ciencias de Madrid y de París. Este dirigible tenía la ventaja de ser flexible gracias a un armazón de cables que podía hincharse y mantener la rigidez de la envuelta por la presión interior del gas, ofreciendo mejores prestaciones que los dirigibles rígidos del fabricante alemán Zeppelin a mucho menor coste de producción. Además contaba con la innovación de haber hecho el globo trilobulado, con lo que aumentaba la seguridad.

En 1905, con ayuda del capitán Kindelán, emprendió la construcción del primer dirigible español en el Servicio de Aerostación Militar del Ejército. Finalizaron los trabajos con gran éxito y el nuevo dirigible realizó numerosos vuelos de exposición y prueba. Al Torres Quevedo nº 1, que se terminó en julio de 1907, le siguió el nº 2, en 1908, que obtuvo también notable éxito en sus vuelos.

Los dirigibles Astra-Torres
Para su producción en serie, Torres Quevedo se asoció en 1909 con la empresa francesa Astra, que contrató en exclusiva las patentes para la fabricación en 1911 de los Astra-Torres, excepto en España. El primer Astra-Torres, bautizado España, demostró ser más rápido, muy estable y fácil de maniobrar y obtuvo el primer premio en la prueba de velocidad de la Copa Deperdussin, celebrada ese año 2011. Los Astra-Torres (1910-1915) operaron con éxito en misiones de observación en los ejércitos de Francia y Reino Unido durante la Primera Guerra Mundial.

El gran proyecto sobre navegación aérea de Torres Quevedo fue el dirigible Hispania, hecho en colaboración con el ingeniero militar Emilio Herrera, pensado para el transporte de pasajeros y previsto para la realización de la primera travesía aérea del Atlántico, pero por problemas con la financiación y la ventaja de la competencia adelantándose al cruce oceánico, nunca llegó a materializarse.

El sabio siguió aportando nuevos inventos relacionados con la aerostación, como un poste de amarre con plataforma pivotante para sujetar las aeronaves al aire libre, sistema que se convirtió en el modelo estándar que se usó para todos los dirigibles, además de un hangar giratorio terrestre cuya rigidez se conseguía mediante la inyección de aire comprimido en una estructura flexible, lo que evitaba accidentes.

En 1913, Torres Quevedo presentó la memoria de su invento aeronáutico más revolucionario: el buque campamento o portadirigibles, precursor sin duda de los modernos portaaviones.