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Actualidad

19 Marzo 2021

La vigilancia en las obras

Cuidado de Obras Dos modelos de protección.

La costumbre de “apatrullar” la urbe con ojos críticos de inspector municipal, ora tributario, ora de limpieza, ora de abastos, es disciplina notable si se pone el afilado colmillo fiscalizador en los tajos urbanísticos, como vulgares y ociosos jubiletas. Da mucho juego el cotilleo, igual da las obras de un bloque de dos plantas que una urbanización en ciernes o el inmenso estadio Santiago Bernabéu, el paraíso de las grúas.

En ese deambular sin norte, conviene reflexionar sobre lo que se va viendo, que generalmente son obras de nueva construcción o de rehabilitación de edificios en cuyas alambradas cuelga la cartelería que avisa de las precauciones a tomar y de los peligros de adentrarse sin la debida autorización. Y entre tanta señal normativa encontramos carteles indicadores de que la obra se halla protegida y vigilada. Normal, bien sabemos cómo la gastan los buitres de lo ajeno, que al menor descuido no dejan ni un tornillo del utillaje. Se trata de salvaguardar las obras de sustracciones y daños.

Eso nos lleva a deducir que hay profesiones tan antiguas como la que presume de ser la más antigua. Pongamos por caso las que se enraízan en nuestro sector: alfarero, pedrero, mampostero, tejero, cantero, plomero, calero, peón, alarife, albañil, maestro... oficios de la tradicional actividad constructora.

Pues bien, cosida a estas como pespunte obligado se halla la de “vigilante de obras”. Ya en la construcción de los jardines colgantes de Babilonia hubo quien se ocupó de mantener bajo control los aperos del personal. Y qué decir del levantamiento de las pirámides de Egipto... eso debió ser un berenjenal en el que había que controlar que los cleptómanos –profesión tan antigua como la que más y que llevan como pulsión en la sangre nuestros políticos– no se confiscaran del material de obra.

HAY DOS MODELOS DE PROTECCIÓN: LAS COMPAÑÍAS «SERIAS», QUE CUENTAN CON MEDIOS PARA EJERCER SU MISIÓN, Y UNA COMPETENCIA MÁS MODESTA, PIRATA Y RACIAL: LOS CLANES GITANOS.

Han pasado los siglos y seguimos construyendo inmuebles que han de ser vigilados para protegerlos del decomiso involuntario. En los tiempos del boom inmobiliario de los 60 y 70 había tajos donde los propios obreros se turnaban de noche y los fines de semana para cuidar de la herramienta y el material. Luego, con el crecimiento disparatado de la población, las cosas se complicaron y el aumento de los choris hizo que surgieran empresas de seguridad privada para evitar los hurtos. Una vez superado el siglo, la especialización en el control de las obras se ha profesionalizado para atajar no solo los robos sino los daños en las infraestructuras y, la última moda, evitar la ocupación de los terrenos.

Dándole a la molondra –lejos de nosotros la funesta manía de pensar, pero hasta el mejor escribano echa un borrón–, meditabundos ante los carteles de marras, venimos observando dos modelos de protección: las compañías “serias”, grandes empresas que cuentan con medios sofisticados, personal especializado y todos los permisos para ejercer legalmente su misión de blindaje del cliente, y, como para compensar, una competencia sin medios, más modesta, pirata y racial, especializada en las obras de menor tamaño: los clanes gitanos.

Resulta que en las edificaciones promovidas por pequeños y medianos contratistas, que por la dimensión del tajo no soportan el coste de otra protección o seguridad más onerosa, la profesión de vigilante ha quedado a la fuerza en manos de las mafias de etnia gitana, que se encargan de extorsionar a los empresarios del ramo mediante amenazas para hacerse con el pingüe beneficio que ello reporta.

Estos clanes adjudicatarios de la concesión por la fuerza disuasoria del garrote se ofrecen a custodiar las instalaciones a cambio de una tarifa que oscila según el emplazamiento y la categoría de la obra, pero que, por lo que hemos averiguado, se puede estimar en el entorno de los 2000 a 3000 euros al mes. Si el indefenso contratista no pasa por el aro y se opone a abonar el convoluto estipulado –no tanto por la vigilancia, que no hay tal, pues solo aparece el responsable a cobrar a fin de mes, como por evitar que le pase algo malo a la obra– se arriesga a la sustracción de la maquinaria, a la “deconstrucción” de parte del tinglado levantado –más costosa que el peaje solicitado– o a que el jefe de la infraestructura sea apiolado por insumiso a los designios del clan (esto lo decimos por darle un toque tremendista y lírico al relato, pero tampoco debe ser para tanto, no hay pruebas).

Por consiguiente, para neutralizar a los intrusos que pretendan robar o sabotear el curso de la construcción y con ello se aumenten los costes y la inseguridad de la obra –no es “sano” quedarse sin protección y al albur del primero que pase–, los empresarios de las subcontratas han de elegir entre la opción legal que ofrecen las firmas especializadas, más cara, o la alternativa barata del guarda gitano. Ambas son igual de efectivas, pero la del gitano ofrece la ventaja de neutralizar con su efecto disuasorio a otros gitanos, puesto que los clanes tienen repartida la geografía por barrios y entre bomberos no se pisan la manguera.

Desde luego, si se opta por apoquinar a los clanes, no faltará nada en la obra ni habrá que registrar altercado alguno. Incluso algún caso se ha dado de llegar a constituirse el clan en empresa de seguridad legal. Lógico, llevan muchos años en el oficio y se las saben todas. La experiencia es un grado.

EN LAS EDIFICACIONES PROMOVIDAS POR PEQUEÑOS Y MEDIANOS CONTRATISTAS, LA PROFESIÓN DE VIGILANTE HA QUEDADO A LA FUERZA EN MANOS DE LAS MAFIAS GITANAS.

Para colmo, la presión mafiosa se sufre con total indefensión por parte del extorsionado, que lo es con acatamiento explícito, pues aunque se negara a tragar con la estafa, tampoco podría denunciar nada a las autoridades.

Si los gitanos no pueden llevarse lo fungible ni la maquinaria ligera porque de noche se halle esta a buen recaudo fuera de la obra, causarán los destrozos pertinentes, que por muy importantes y costosos que sean tienen otro tratamiento jurídico y la pena para los malhechores es muy laxa.

Total, estamos finiquitando el primer cuarto del siglo XXI con una pandemia sobre nuestras hijuelas que amenaza con arrasar con todo el orbe conocido, pero ni en estos tiempos de oprobio y peste ha dejado de ejercerse el oficio más antiguo, ni los gobernantes de tocarle los pelendengues al sufrido contribuyente, ni los gitanos de vigilar las obras. A pesar de todo, la vida sigue igual, como ya preconizó Julio Iglesias. ¡Yeahhh.


EL GUARDA GITANO

Primitivo Fajardo

EL viandante se echa a la calle para recorrer pausadamente la ciudad. Se lo aconsejó el endocrino por eso de combatir la diabetes del tipo 2. El viandante es un ser humano como cualquiera y obedece ciegamente al galeno, y también como cualquiera pasea su soledad en medio de la vorágine urbana, capitidisminuida ahora por el maldito y letal coronavirus. En su singladura diaria el viandante se topa, así de cuajo, como si tal cosa, en un rincón inesperado del barrio donde habita, con una construcción de pisos, una modesta obra urbanística, una más de tantas que pululan como ratas hambrientas por todos los rincones del gran queso capitalino. El viandante está jubilado y no tiene mejor cosa que hacer que comprar el pan, leer el periódico en un banco junto a un pino piñonero, tomarse un par de cañas a eso de la una en el bar de Paco, sito a los pies de su casa, y esperar sentado a que la parienta le plante sobre la mesa con disgusto un solemne plato de sopa con fideos.

Goza de tiempo y se siente imantado por el edifico a medio hacer, al que se aproxima sigiloso para cotillear el trabajo de los albañiles. Tiene costumbre y diríase que de tanto observar ha adquirido conocimientos de encargado de obra, hasta se atrevería a dirigir perfectamente el tajo a esa distancia. Alguna vez ha tenido la tentación de advertir a los peones que por ahí no iban bien cuajando pasteras, retacando junturas o cuadrando rasillas. Mas, en rea lidad, no tiene mayor pretensión que matar el tiempo hasta que el mediodía lo devuelva como a un borrico al tedio casero, al bodrio televisivo y a las broncas con su señora, que ya no le soporta porque la arteriosclerosis le está borrando el discernimiento y han pasado de estar a partir un piñón a tirarse los trastos a la cabeza al menor sobresalto.

Ambos andan todo el día de bronca y el viandante echa de menos su pueblo, donde vivían mejor de jóvenes y hasta tenían un huertecillo que cuidaba con todo su primor de amante de la naturaleza la señora del viandante. La señora del vian dante, muy profesional en lo suyo, cuando rulaba su salud mental, acariciaba la flor de azahar y la margarita silvestre, regaba la mustia azalea y la flor del cantueso, arrancaba con brío los tojos, los helechos y otras malas hierbas y mimaba con esmero de ama de cría el geranio que usaba vía anal para aliviarse a diario el estreñimiento. Otros tiempos.

PERPLEJO Y A SOLAS CON SU MISMO PASMO ANTE EL CARTELITO DE MARRAS, EL VIANDANTE SE SIENTE SUMIDO EN HONDAS CAVILACIONES.

El viandante abandona la abstracción y regresa a la realidad de los tabiques para observar que, por seguridad ante vecinos y curiosos, circunda el recinto una breve alambrada que delimita la zona pea tonal de la del escombro, los materiales apilados y otros adminículos. De dicha rejilla cuelga un explícito y cutre tablón que con su peculiar “aviso” llama poderosamente la atención del viandante. El burdo cartel reza con espíritu espartano que en la obra “Hay guarda gitano”. Aguzando el ingenio, el viandante se percata al instante de que esta obra no es una de tantas, no como las demás.

Perplejo y a solas con su mismo pasmo ante el cartelito de marras, el viandante se siente sumido en hondas cavilaciones, tan profundas que se le salen quizás fuera de la molondra. Y lo que piensa el viandante, que es hombre ecuánime e informado, que tiene en la lectura del periódico su primera fuente de inspiración e incluso se ilustró con clásicos y con algún librillo de filosofía casera, es que la presencia del guarda se anuncie haciendo hincapié en que este sea “gitano”.

A bote pronto, al viandante no le parece ni bien ni mal que un gitano, en lugar de estar con la fragoneta subastando melones, empujando el carrito de la chatarra, afanando cobre de las catenarias o trapicheando con la droga, vigile la construcción –el viandante es, a veces, un ser ingenuo que se cree todo lo que ve y hasta lo que le cuentan–. Al viandante le da igual, pero tampoco vería mal –hasta lo vería con buenos ojos, con los ojos inocentes de un gurriato– que el guarda fuera de otra raza, condición y profesión: funambulista chino, entomólogo bereber, rentista hindú, moro legionario o cura negro y bujarrón. Qué más da mientras cumpla su tarea y guarde bien la obra... Y, en cualquier caso, tres cojones le importa a él la obra y quien pueda vigilarla.

En realidad, y bien mirado, al viandante, desde que se retiró a la edad reglamentaria de su ocupación como jefe de negociado en el Registro de Patentes y Marcas, le da todo lo mismo, siempre y cuando no afecte a su sopa diaria y a las cañas en el bar de Paco, sito a los pies de su casa (esto ya se ha dicho, pero por reforzar).

Será por ello que ahora, ante el cartel, medita con no poco recato y una medida de prudencia sobre tema tan transcendental. Le atemoriza que alguien pudiera escudriñar de algún modo sus pensamientos y procura relajar la mente.

Mas no puede evitarlo porque al viandante, que es hombre responsable, avisado y con su punto de desconfianza –la vida también le ha dejado su marca indeleble en los lomos–, le sobrecoge el ánimo profundizar en el mensaje que encierra, como arcádicos monstruos abisales, esta insulsa pancarta. El viandante, de manos sobre el alambre de la obra, siente, latiéndole a latigacillos por los pulsos, una sensación de pequeñez que le jibariza el ánimo al reconocer la verdadera amenaza, larga, fría y acerada como la reluciente hoja de una cabritera cachicuerna, que encierra la proclama que a modo de pantáculo –el ojo que todo lo ve– recibe al peregrino urbano en este tajo madrileño, que podría ser murciano, vallisoletano, cataláunico o de Cabra.

—¡Andá, egabrense, como la zángana de la vicepresidenta de la memoria histriónica, la que siendo ministra de cultura dijo que el dinero público no es de nadie y otras sandeces –exclama el viandante para sí bajo la mascarilla anticovid.

—¿Egraqué?, ¿qué minijtra, qué parné, pero qué ice ujté, qué hase aquí er payo? –afirma un gitano enorme apostado sin mascarilla a la vera del viandante, quien da un respingo del susto y se queda tieso.

En ese momento, la verdad, reforzada con un retortijón del bandujo, ilumina al viandante: seguro que previo pago de una cantidad mensual bajo cuerda, este gitano y su clan “garantizan” al empresario que la obra y sus pertenencias serán respetadas por los cuervos y rapaces de la etnia, otros amantes de la enajenación, variopintos profesionales del hurto y cualquier suerte de depredadores de distinta calaña de los que campan sin respeto por el ancho cañaveral de la ciudad. Que no se preocupe, que ellos se encargan de que nada se altere. Se supone que los raposos que visiten la obra identificarán el expresivo letrero y, si no andan muy escasos de recursos, respetarán lo impreso a pulso y tinta de rotulador en el improvisado aviso a navegantes urbanos.

Por el contrario –cree a pies juntillas el avezado viandante, sujeto al alambre y con el gitano y su garrote pegados a sus costillares–, la elusión del pago o recurrir a otros servicios de protección solo traerá consigo un vía crucis de problemas, robos y toda clase de sabotajes y agresiones a los obreros a lo largo del proceso constructivo, hasta agotar la paciencia del promotor que, al final y sin otra componenda mejor, optará por el trágala.

Así funciona la mafia –que se lo pregunten a los gobernantes, etnia de tarados trincones–. No hay –cree con firmeza de santo sin peana el viandante– ni integración, ni buena voluntad, ni trabajo, ni protección, ni nada de nada. La constructora lo aceptará como un gasto más, un mal menor a sumar a la ristra de costes extras de la obra. Con ello, claro es, se fomenta el negocio y se nutre a los parásitos que promueven la extorsión.

Tras estas lucubraciones, el viandante, que es un alfeñique indefenso que de cuando en vez siente escalofríos en la espina dorsal y se le dilatan hasta las córneas cuando se apodera de su corrugado saco escrotal el incontrolable fantasma del canguelo, empieza a mirar de reojo y con sospechas al moreno henchido y apostado junto a él y al cartel, por si le estuviera leyendo los surcos del cerebro y le fuera a caer encima como una cucaña rellena de bastonazos que le deje el cuerpo molido a palos y el alma hecha jirones.

Porque el viandante, a ojos del gitano, bien pudiera ser un “malaje de la Menetérica” o un “señor guardia” camuflado de ciudadano corriente, ruin y esquirol que a hurtadillas quisiera arrebatarle el chollo del puesto de guarda de obra por el que trinca un pastizal sin dar un palo a un charco porque ni aparece por aquí.

—¡Grrrrr, mecagüentusmueltos, gachó! ¡Malos mengues te trajelen y te salgan sabañones en la cruz de los gayumbos, mardito payo, te vi a sacá las asaduras de cuajo! –en medio del silencio atronador el viandante imagina que el cíngaro le dice cosas.

Con la cara descompuesta y las carnes trufadas del acojone por la amplificación involuntaria de los latidos del corazón cuando pugnan por saltar del pecho, cree escuchar la voz gitana en el retemblar del viento entre las columnas de hormigón, en el ulular de la corriente entre los ladrillos de hueco doble y en el rasguear del aire en el inmenso arpa del edificio.

EL VIANDANTE VE AL CALORRO TIRANDO DE CHEIRA DISPUESTO A SESGARLE LA YUGULAR DEL GAZNATE, LA AORTA DEL SUELO PÉLVICO O A LEVANTARLE DIRECTAMENTE A PUNTAZOS EL DELANTAL DE LOS EPIPLONES.

El gitano ni ha abierto la boca, ha ido al tajo porque es día de cobro. No trae la intención de blandir el garrote contra nadie mientras haya parné para cotizar su “sueldo” de vigilante de obra ausente. Al gitano la presencia del viandante en la valla se la trae al pairo. Pero claro, esto el viandante lo ignora y se siente acorralado cuando le mira el calorro, al que ve tirando de cheira dispuesto a sesgarle la yugular del gaznate, la aorta del suelo pélvico o a levantarle directamente a puntazos el delantal de los epiplones.

Angustiado por un resquemor repentino en la caja torácica y un tembleque en las entumecidas calicatas, con el esfínter excretando yemitas sobre el periné, el viandante ve la luz en el horizonte cuando su instinto de supervivencia, más antiguo que la micción erguida, le recuerda que en sus años mozos fue galgo corredor.

Mira la hora, casi la una. ¡Jodó, las cañas! El viandante mira al gitano, agarra con fuerza el pan y el periódico y, como un resorte, palmea con entusiasmo los metatarsianos y con resuelta y atinada sabiduría oriental pone pies en polvorosa.