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Actualidad

01 May 2021

Un entrañable recuerdo. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

A lo largo de mi vida profesional me ha quedado una estela de extraordinarios amigos, algunos ya fallecidos, a los que me acercó y distanció mi actividad profesional. Algunos los perdí de vista definitivamente pero, tras tantos años, sigo sintiendo por ellos la misma estima y han permanecido en mi memoria como entrañables recuerdos y juraría que ni el posible Alzheimer, si un día viene a por mí, conseguirá borrarlos de ella. Con algunos se han producido acercamientos y alejamientos alternativos por los cambios producidos en su vida profesional o en la mía. Uno de ellos muy especial fue un vasco, Jesús Lavín.

Jesús era facultativo de minas y abogado. La segunda carrera la cursó a la vez que su hijo, del que decía haber sido compañero de pupitre en la universidad, en aquellas clases en las que los alumnos estaban sentados por orden alfabético.

Junto con la actividad como abogado, Jesús repartía su tiempo con otras varias, entre las que se encontraba la dirección de la explotación de Peña Lemona, una importante cantera de caliza para una cementera en las cercanías del pueblo de Lemona.

Conocí a Jesús al terminar mi carrera, cuando comencé a trabajar en Unión Española de Explosivos (UEE) allá por el año setenta o setenta y uno. Luego, pasados unos años, nos perdimos de vista cuando yo marché de UEE y volvimos a retomar nuestro trato cuando trabajé en Río Blast, y más tarde en Ibernobel, una empresa competidora de UEE.

Nuestro primer contacto tuvo lugar precisamente en aquella cantera de Peña Lemona, donde colaboré junto a otro compañero de promoción, Fernando Sánchez, a ayudar en la carga de la primera voladura en la que participé. La perforación se realizaba con un equipo Stenuik, un chasis sobre neumáticos provisto de una cabeza de rotación neumática. Utilizaba martillo en fondo y, si no recuerdo mal, con brocas de cuatro pulgadas de diámetro. Los bancos de trabajo eran de gran altura, creo recordar que de unos treinta o treinta y cinco metros. La velocidad de perforación era muy baja, por lo que cada barreno tardaba en perforarse varios días. Las últimas voladuras habían dejado algunos repiés, que se trataban de eliminar con aquella voladura mediante zapateras (barrenos horizontales al piso del banco).

Jesús era el director de “traje y corbata” y su lugar de trabajo eran las oficinas de la empresa en Bilbao. En la cantera contaba con un director facultativo a pie de tajo, aunque él disponía también de despacho, pero no era de cargar voladuras. Existía una muy estrecha relación entre la cantera y la fábrica de explosivos de Galdácano, pues UEE ofrecía a aquella su asesoramiento técnico como un cliente preferencial, pero lo que comenzó como una relación entre empresas, culminó en una relación personal de amistad y camaradería entre los miembros de estas, que aprovechaban cada voladura para mantener algún encuentro, culminado con una comida de confraternización.

En aquella ocasión nos acompañaba Carlos Iceta, subdirector de la fábrica de UEE de Galdácano y jefe de fabricación de detonadores; Jaime Ríos, otro compañero de UEE, que luego fue consejero delegado de Río Blast, de la que yo fui director; Luis Letona, un facultativo también de UEE de su departamento técnico; y Manuel Zurro, que era entonces jefe de minas de Vizcaya. Jesús era imparable, siempre contando anécdotas, siempre con bromas, radiante con inmejorable humor. Le rebosaba la vida y sobrepasaba con creces la ilusión de muchos jóvenes de su entorno.

EL CURA ENTRÓ Y, TRAS UN SECO SALUDO, COMENZÓ LA CONVERSACIÓN ECHÁNDOLE EN CARA EL QUE EN LA VOLADURA DEL DÍA ANTERIOR SE HUBIERAN PRODUCIDO PROYECCIONES DE PEDRUSCOS QUE HABÍAN ALCANZADO DE NUEVO AL PUEBLO.

Tras la voladura, la cantera invitó a comer a los presentes, de los que nos habíamos ganado el sustento los que la cargamos, o sea, su facultativo y operarios, Luis Letona, Fernando Sánchez y este que escribe, porque todos los demás resultaron espectadores, viendo nuestros esfuerzos para cargar aquellos barrenos horizontales, cartucho a cartucho empujando cada uno con un atacador como un ariete. En nada se parecía el esfuerzo necesario para cargar una zapatera, al requerido para la carga de un barreno vertical en el que los cartuchos descienden solos en él.

Celebramos la comida en el restaurante El Cojo. Así se llamaba y se sigue llamando el sitio. Comer mal en el país vasco es casi imposible, pero El Cojo, en Amorebieta, era un lugar especial por la cantidad y calidad excepcional de sus platos caseros. En aquella comida escuché la primera historia jocosa de labios de Jesús. Contaba que, en cierta ocasión, mientras andaba por el monte ataviado con traje, corbata y gabardina, tratando de localizar una finca con intención de adquirirla con vistas a la futura ampliación de la cantera, se le arrancó un perro lobo de un caserío cercano ladrando ferozmente.

Jesús pensó que lo mejor era poner tierra de por medio y puso en práctica la idea, pero el perro le seguía a la carrera, ganando terreno a ritmo poco tranquilizador mientras oía las voces de una paisana, supuestamente la dueña del perro.

—¡No corra! ¡No corra! –gritaba la mujer para tranquilizarle–. ¡No tenga miedo, que está capao!

—¡No me joda señora, llámelo y agárrelo! –respondía Jesús también gritando mientras seguía corriendo–. ¡Que a mí no me importa que me dé por culo, lo que me importa es que me muerda!

No recuerdo si al final el perro le mordió o no porque de aquella historia eso era lo de menos, las risotadas acababan con el relato.

Como solía decir un amigo mío para representar la saciedad, nos pusimos de comida y bebida hasta las “cartolas”. Para quien no lo sepa, diremos que las “cartolas” son los suplementos laterales que se ponen a la caja de algún vehículo de transporte para poder aumentar su capacidad, al aumentar la altura de su “vaso”.

Recuerdo que cuando nos encontrábamos con las barrigas tensionadas por el excesivo llenado, que nos obligaba a mantenernos “estirados” en las sillas por la dificultad de doblar el cuerpo en posición de sentados, saciados de comida, hartos de orujo y fumándonos unos puros “Matacristos” (como llamábamos a los Montecristo del nº 5), escuchamos un gran bullicio que provenía del exterior de local.

—¡Es una carrera ciclista! –oímos gritar a alguien.

Salimos a la puerta del restaurante y nos apostamos en la acera con los pantalones desabrochados, alguno hasta la bragueta, para liberar la presión sobre nuestras barrigas, produciendo algún intempestivo regüeldo apestando a orujo, con los puros en la boca, y animando a los ciclistas.

—¡Hala chavales...! ¡Dadle fuerte...! ¡Viva el deporte...! ¡No desfallezcas, campeón...!

Las miradas de aquellos esforzados deportistas nos avergonzaron.

Pasado un tiempo, perdí de vista a Jesús, hasta que comencé a trabajar en una ingeniería de explosivos, formada por Cavosa y Explosivos Río Tinto (antes UEE). Una de nuestras actividades consistía en la impartición de cursos de formación para el manejo de explosivos para artilleros y técnicos como un servicio de la marca, muchos de ellos en Bilbao, a los que Jesús se apuntaba regularmente, disfrutando, como yo, de nuestros encuentros.

En cada evento que incluyera comida o cena siempre tratábamos de coincidir en la misma mesa, mientras el resto de los amigos o conocidos competían para ocupar las plazas restantes, porque sabían que en aquella el jolgorio iba a ser el plato principal del menú.

Tras la ingestión de los “manjares”, durante la que ya habían comenzado los chistes y chirigotas, se entraba en la fase del café y las copas, momento en el que se relajaba drásticamente la etiqueta de la comida y otros comensales comenzaban a arrastrar sus sillas hasta nuestra mesa, formándose círculos concéntricos alrededor de ella.

Allí se obligaba a los camareros a mantener a los reunidos debidamente aprovisionados de bebidas espirituosas para acompañar la segura juerga que inexorablemente se producía, con los relatos de Jesús y mis chistes, entre los que se mezclaban los esporádicos requerimientos de algún asistente ubicado en el círculo más externo.

—¡Cagüendiós, más alto, que no se oye, pues! –gritaba alguno.

—¡Cagüenlostia, ya salió el blasfemo de los cojones, oye! —espetaba otro, fomentando el cachondeo.

Entre los relatos de Jesús destacaban varios que, no por repetidos, perdían su capacidad para divertir a todos los presentes, sobre todo por la original forma de exposición de estos por su parte. Contaba que al terminar la carrera de derecho le asignaron en el reparto de oficio la defensa de un individuo acusado por algo que no recuerdo, ni viene al caso, dado que lo destacado de este era la homosexualidad del defendido y el aspecto de “adicto al régimen” del juez que le tocó en suerte, con una pinta de “facha” de mucho cuidado.

NOS ENCONTRÁBAMOS CON LAS BARRIGAS TENSIONADAS POR EL EXCESIVO LLENADO, QUE NOS OBLIGABA A MANTENERNOS «ESTIRADOS» EN LAS SILLAS POR LA DIFICULTAD DE DOBLAR EL CUERPO EN POSICIÓN DE SENTADOS, SACIADOS DE COMIDA, HARTOS DE ORUJO Y FUMÁNDONOS UNOS PUROS «MATACRISTOS».

Uñas hechas y barnizadas, pelo corto, bigote recortado con exactamente el mismo número de pelos a cada lado, camisa blanca, corbata oscura sujeta con alfiler de oro, traje gris y zapatos negros lisos con cordones brillantes como espejos. Solo le faltaba tararear por lo bajini durante los recesos del juicio el Cara al sol.

—Señor juez –Jesús se dirigió a “su señoría”–, ocurre que, como mi defendido es homosexual...

—No abogado, no –le interrumpió el juez–. Su defendido no es homosexual. Su defendido es maricón.

—Bien, señoría, verá –Jesús lo intentó de nuevo–, como mi defendido es gay...

—¡Que no, abogado, coño! –de nuevo le corrigió el juez–. ¡Que su defendido no es gay; que su defendido es maricón!

—¡Joder, anda que mi defendido lo lleva claro! –se decía para sí Jesús viendo la postura del juez. Este termina como Miguel de Molina cantando la Bien paga en la Argentina.

Naturalmente perdió el juicio, aunque no supo concretar si su defendido marchó a Argentina, al Uruguay o permaneció en España, ensanchando el círculo de sus amistades en la clandestinidad a la espera de cambios en el tratamiento legal de la homosexualidad.

Las voladuras de la cantera producían proyecciones que en alguna ocasión habían alcanzado al cercano pueblo de Lemona, lo que no hacía las delicias de los lugareños que tenían muy poca simpatía por la explotación, siendo el cura del pueblo especialmente beligerante en la guerra que mantenían contra la cantera y que manifestaba una antipatía declarada contra Jesús. La altura del cerro sobre el pueblo ya concedía a la cantera una posición privilegiada para atizarle pedradas sin mucho esfuerzo y, aunque la perforación con martillo en fondo es el sistema que da lugar a menos desviaciones de los barrenos, la gran altura de los bancos de trabajo daba lugar a que una mínima desviación en el emboquille produjera importantes desviaciones en el fondo del barreno, provocando proyecciones si se reducía la piedra (distancia del fondo del barreno al frente), o repiés si se incrementaba.

Relataba Jesús, en palabras entrecortadas por las súbitas risotadas que no conseguía contener, que en cierta ocasión su secretaria entró a su despacho advirtiéndole que el cura del pueblo estaba en el antedespacho con un paquete en la mano, esperando para verle. Jesús le hizo pasar. El cura entró y, tras un seco saludo, comenzó la conversación echándole en cara el que en la voladura del día anterior se hubieran producido proyecciones de pedruscos que habían alcanzado de nuevo al pueblo.

—Imposible, yo estaba presente –Jesús Lavín negó la mayor– y comprobé personalmente que todo había salido a la perfección.

El cura puso trabajosamente el paquete sobre su mesa, lo abrió con sumo cuidado y preguntó:

—¿Entonces, quiere usted hacerme el favor de explicarme cómo coño ha llegado esto al tejado de mi iglesia?

El contenido del paquete era un pedrusco del tamaño de un buen melón, pero de roca caliza, claramente procedente de la cantera.

—¡Joder que si era mía, pues! –decía Jesús–. Claro que era de la cantera. Anda que no las conocía yo, oye.

Naturalmente, tuvo que envainársela y arreglar el tejado de la iglesia.

Jesús tenía una idea muy personal sobre los descubrimientos paleontológicos que se producían en terrenos particulares, basada en su propia experiencia. Reconocía que el que apareciera en una cantera cualquier tipo de fósil o restos de antiguas construcciones era una absoluta maldición, pues cualquier hallazgo de este tipo cuyo conocimiento pudiera llegar a la Administración supondría, sin más, la paralización de todos los trabajos.

Como ejemplo de ello, recordaba que en una ocasión le habían parado la cantera porque habían aparecido en ella un par de “caracoles muy gordos”, pegados, uno encima de otro. Naturalmente eran dos fósiles, a la vista de los cuales, un docto funcionario vasco habría exclamado algo como:

—¡Cagüenlostia, a estos ya les pillaría el Mioceno follando, pues! ¡Esto hay que estudiarlo profundamente, oye!

Y mientras unos cuantos “bandarras” trataban de justificar sus sueldos públicos mareando la perdiz con los fósiles, intentando desvelar qué coño andarían haciendo aquellos dos caracoles de aquella guisa, a él le pararon la explotación una buena temporada.

Volvimos a perder el contacto, pero lo volvimos a recuperar al cabo de los años, cuando yo comencé a trabajar en Ibernobel y realizaba continuos viajes a Bilbao. Jesús ya no colaboraba con la cantera de Peña Lemona y comenzó a colaborar con nosotros en la promoción de nuestros productos explosivos entre las canteras vascas.

Yo utilizaba el tren, el expreso Costa Vasca, viajando de noche en coche-cama. Jesús había hecho correr un par de leyendas eróticas muy graciosas, que transmitía a los asistentes a los diferentes eventos. Una era la dudosa existencia de un negro procedente de un extraño y exótico país que pululaba por Bilbao y comercializaba una raíz con la que se preparaba una cocción con cuya ingestión, en una dosis no mayor de una taza de café, se trempaba de forma rápida y duradera.

En aquella época la viagra era desconocida, al menos para el español medio, y decía que estaba obsesionado con localizar al negro aquél para hacerle un pedido respetable, pero que yo supiera, nunca dio con él. Era seguro que se trataba de una broma que le gastaron algunos de los gamberros que formaban parte de su pandilla.

Otra de sus fantasías era la que alguien le había transmitido sobre la existencia de una serie de chicas que prestaban sus amatorios servicios en el expreso Costa Vasca, que yo utilizaba en mis idas y venidas a Bilbao, aprovechando la noche para viajar y el día para trabajar. Según sus informaciones, existían dos grupos de trabajadoras del amor ferroviario. Uno estaba compuesto por chicas residentes en Bilbao, que trabajaban el Costa Vasca en su recorrido Bilbao-Madrid, y otro del mismo porte formado por residentes en Madrid que alegraban el mismo tren en su trayecto Madrid-Bilbao.

Para el grupo vasco las ciudades claves eran Aranda de Duero como punto de encuentro y Miranda de Ebro como punto de retorno. Jesús decía conocer la mecánica y la logística de actuación. El control de los pedidos corría a cargo del jefe de tren de Wagons Lits, que tomaba nota de estos en la ciudad de origen del convoy, en su caso Bilbao, al recibir a los pasajeros. Las trabajadoras del sexo eran avisadas antes de la salida del tren y esperaban la parada de este en Miranda de Ebro con los bajos lavados y perfumados y lencería y vestimenta acorde con la misión.

EXISTÍAN DOS GRUPOS DE TRABAJADORAS DEL AMOR. UNO ESTABA COMPUESTO POR CHICAS RESIDENTES EN BILBAO, QUE TRABAJABAN EL COSTA VASCA EN SU RECORRIDO BILBAO-MADRID, Y OTRO DEL MISMO PORTE FORMADO POR RESIDENTES EN MADRID QUE ALEGRABAN EL MISMO TREN EN SU TRAYECTO MADRID-BILBAO.

En el recorrido desde Bilbao a Miranda de Ebro los encandilados pasajeros disponían del tiempo necesario para cenar en el vagón restaurante y acomodarse en sus compartimentos preparando su artillería, después de haber ajustado calidad y precio con el jefe de tren, que disponía de un muestrario fotográfico más o menos fiable de las posibles candidatas. A la llegada a Miranda de Ebro, las chicas subían al tren y el jefe de este acomodaba a cada una en el compartimento del correspondiente cliente. El tiempo disponible para el disfrute del pasajero era el del recorrido desde Aranda de Duero hasta Miranda de Ebro, donde, tras terminar el servicio, las chicas se apeaban para coger de nuevo el tren de subida regresando a Bilbao.

No me contó cómo era la combinación de trenes para la prestación del servicio en el trayecto Madrid-Bilbao, pero supongo que sería algo parecido. Insistía en que me informara de la existencia de ese tipo de servicio en alguno de mis viajes y cada vez que nos encontrábamos en Bilbao me preguntaba si me había puesto al corriente.

Nunca lo hice. Nunca supe si aquello era cierto o no, pero no era tan descabellado como para que no fuera posible, aunque echar un polvo en aquellas camas de aquellos compartimentos y con el tren traqueteando por el mal estado de la vía, podría ofrecer bastante morbo, pero muy poca comodidad.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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