Skip to main content

Actualidad

01 Enero 2024

Voladuras submarinas en Almería (3). Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Tras la hinca de pilotes en Almería de la que se ha dado cumplida cuenta, como parte de la obra completa, era necesaria la realización de un dragado en la zona de atraque para aumentar el calado, permitiendo el paso de barcos de mayor tonelaje al muelle de carga. Esa zona era una continuación de la estructura geológica de las arenas y conglomerados con las que habíamos tenido que vernos las caras en la hinca de pilotes. Echando humo de nuevo por la cabeza y, dado que se trataba de una zona amplia, propusimos solucionar el tema como siempre, con explosivos, pero con una aplicación más especial aún: sin realizar perforación alguna.

En primer lugar se realizaría el dragado de las arenas sueltas y luego se aplicaría sobre el conglomerado unas cargas huecas para producir su fragmentación, con un esquema prefijado, y entonces se dragaría sin problema. Y... ¡Prueba superada! ¡Íbamos a triunfar de nuevo!

La propuesta gustó. La propiedad la aprobó, igualmente el contratista principal (creo recordar que se trataba de Cindra) y la ingeniería de obra, de cuyo nombre no me acuerdo pero sí que estaba representada por unos jovencitos inex pertos. De nuevo a aprender cobrando.

Pero en verdad aquí íbamos a aprender todos. Nos pusimos manos a la obra. Confeccionamos el proyecto de voladuras, en el que incluimos teorías, fórmulas, dibujos monos y conclusiones para justificar que aquello serviría para alcanzar el objetivo propuesto. Parecía un cómic de ciencia ficción, pero valdría para que D. Francisco Pérez Sánchez, Director Provincial de Industria de Almería, si se creía lo allí expuesto, diera su visto bueno. Difícil, pero no imposible. Contra todo pronóstico, lo aprobó. Ese fue su terrible error, su perdición.

Luego preparamos el equipo humano. Como jefe de obra, un facultativo apellidado Montoya (apellido con rima), conocido como “Zapatones” (también con rima). Este rimaba por los cuatro costados. Era muy bajito, pero sus zapatos eran del tamaño de unos “raquetones” esquimales para la nieve, de suelas más gruesas que las de las botas de Frankenstein y en los que metía además calzas para parecer más alto. Con los pies juntos parecía una imagen con peana.

El encargado fue Carlos Pozuelo, uno de los mejores tipos que han pasado por este mundo y dejado huella en todos los que le conocimos, con un excelente humor y grandes dosis de experiencia y sensatez. Merecería tener una estatua en Almería, pues gracias a su prudencia aquello no alcanzó dimensiones de desastre y la ciudad aún existe. Como director de obra contamos con mi buen amigo Santiago Plaza, compañero de promoción y tipo extraordinario, que nuestro director general había mandado al grupo de los doce del patíbulo (Grupo Trabajos Especiales de Cavosa) como castigo por no hacerle suficientemente la pelota. Luego estaba yo, este que os escribe, director de la pandilla. El que faltaba.

TODO EL MUNDO ATENTO. CUENTA ATRÁS Y... ¡¡¡PUUUUUUUUM!!! LO PRIMERO QUE SENTIMOS FUE UN BRUTAL MOVIMIENTO DEL TERRENO. UN TERREMOTO. EL SONIDO, SORDO, SECO Y AMORTIGUADO POR EL AGUA, LLEGÓ DESPUÉS. YO ME FUI DE BRUCES AL SUELO.

Como había trabajado con anterioridad en Unión Española de Explosivos, me puse inmediatamente en contacto con antiguos compañeros que, interesados en la idea, procedieron a ofrecernos unas cargas de demolición de uso militar que fabricaban para su filial Expal y que nos servirían para una prueba. Pensamos en unas 30 carguitas para la primera prueba. Poca cosa.

Daremos una descripción somera sobre su funcionamiento, que entendemos servirán para que los profanos en la materia puedan hacerse una ligera idea de éste. La envuelta de este tipo de cargas está formada por un recipiente metálico en forma de tronco de cono. La cara o tapa superior (el circulo menor del tronco del cono) es plana, pero su cara inferior, la de mayor diámetro, se cierra mediante un cono invertido, generalmente de cobre, y el recipiente se rellena con un explosivo fundido de alta potencia.

La carga dispone de tres patas telescópicas (como un trípode) para sostenerla nivelada sobre el suelo a una distancia prefijada, para conseguir el efecto óptimo. La iniciación se realiza en la zona superior y la onda de detonación del explosivo funde el cono de cobre y lo concentra lanzándolo como un jet o dardo sobre el suelo, produciendo un efecto perforador. Este proceso es similar al de los proyectiles de los lanzagranadas. Una carga hueca que forma ese dardo perforando el blindaje objetivo y permitiendo que los gases del jet pasen al interior del blanco, por ejemplo un carro de combate, donde se produce su expansión y todos los daños derivados de ésta.

En nuestro caso el dardo perforaría el estrato de conglomerados y los gases, al expandirse, actuarían levantándolo y fragmentándolo. Todos estábamos convencidos del éxito, pero Carlos Pozuelo no las tenía todas consigo y mosqueado por las vibraciones que se habían producido en la etapa anterior y la movida de los cartuchos “navegantes” de las voladuras para la hinca de pilotes, recomendaba empezar despacito, manifestando sus temores.

Llegaron las cargas. Preparamos la prueba y allí, aparte del equipo comentado se presentaron un grupo de personas de todo pelaje solicitando butaca de primera fila. Naturalmente, con mi demostrada habilidad de buceador, me elegí a mí mismo por mayoría absoluta para proceder a su colocación.

La angustia de Carlos Pozuelo me preocupó. Repetía una y otra vez que debíamos probar sólo con una carga y ver lo que ocurría. Estaba muy preocupado. Negociamos y al final quedamos en que dispararíamos sólo dos como mucho para poder evaluar el efecto. Creo recordar que cada carga tenía cinco kilos de explosivo y que era exógeno, un explosivo de alta potencia y velocidad de detonación. Era el explosivo ideal para este tipo de cargas.

Nos distribuimos el trabajo. Yo me ocupé de la colocación de las cargas y el disparo. Santiago Plaza y Carlos me las largaron desde el famoso fueraborda, que aun conservábamos, y “Zapatones” había buscado ubicación para el punto de disparo próximo a las oficinas de la propiedad, llevando allí los aperos, corotos y trebejos necesarios: Explosor, comprobador, línea de tiro etc. Las cargas pesaban un huevo, pues a los cinco kilos del explosivo que contenían se sumaba todo el peso de la estructura metálica y las patas, por lo que tuve que llevarlas a rastras hasta su posición. Coloque y conecté los detonadores y salí para conectar la línea al explosor. Santiago se preparó para dar testimonio visual del evento, filmando la superficie del agua en cuyo fondo estaban las cargas. Para ello se había encaramado a una estructura anexa al cargadero, que sobresalía del agua.

Se colocó en posición, de pie, sobre una viga, manteniendo el equilibrio como buenamente podía para no irse al agua, agarrándose a un pilar con una mano y sosteniendo en la otra un “tomavistas”, una cámara de filmación de “Súper 8”, que era lo más avanzado en cámaras domésticas para filmar en película, dispuesto a inmortalizar el evento, como en las bodas y comuniones.

JUANITO OSBORNE ERA UN LÍDER PARA ALIAR ENEMIGOS EN SU CONTRA. LO PEOR ERA QUE NOS TENÍAN RODEADOS Y CADA VEZ LLEGABAN MÁS. YO YA TENÍA POR SEGURO QUE NOS MATABAN Y NOS TIRABAN AL MAR Y SERÍAMOS PASTO DE LOS SALMONETES, PORQUE ALLÍ TIBURONES NO HABÍA.

Mientras me quitaba aquel equipo y me vestía de persona en las oficinas de la propiedad, dejaba volar mi imaginación y hacía mentalmente mis previsiones. Primero, la prueba para condescender con Carlos Pozuelo y tranquilizar a todos, y luego dispararíamos la 28 restantes. ¡Que cerca estábamos de ganar la gloria! Pasaríamos a la historia como “petarderos famosos”.

Salí a la calle y me uní al grupo de disparo. Todo el mundo atento. Cuenta atrás y... ¡¡¡Puuuuuuuum!!! Lo primero que sentimos fue un brutal movimiento del terreno. Un terremoto. El sonido, sordo, seco y amortiguado por el agua, llegó después. Yo me fui de bruces al suelo. Estaba en cuclillas al haber accionado el explosor, pero mientras me iba de morros, alcancé a ver a Santiago que hacía equilibrios en la viga para no caerse al mar. Después, desde la superficie del mar surgió un gran chorro de agua, como un géiser.

A Santiago se le había quedado el dedo enganchado en el gatillo del disparador de la cámara y en sus idas y venidas su brazo derecho trazaba todas las trayectorias posibles para equilibrar el cuerpo, que se sostenía con dificultad agarrado con la mano izquierda al pilar, filmando todo lo que apuntaba sin apuntar. Comprobamos su pérdida de equilibrio en el terremoto cuando revelamos la película y la proyectamos.

Las imágenes iban de la viga al cielo, a sus pies, a las gaviotas, a las oficinas del cargadero... Un repaso al entorno... parecía que le había pillado un tsunami. Era una prueba evidente del efecto del pepinazo.

Tras el brutal movimiento, el resto de los espectadores presentes, con el asombro reflejado en sus miradas, se concentró en la zona donde yo me encontraba, preguntándose qué habría ocurrido para que se hubiera producido aquel terremoto, mirándome, con los ojos como platos y la boca abierta. Su gesto buscaba mi respuesta. ¡Joder, como si yo lo supiera! Yo estaba tan asustado como ellos.

Se formó un corro con los que participábamos en la obra. Santiago se había incorporado al grupo, junto con “Zapatones” y Carlos y todo nuestro personal, y también se incorporó el jefe de obra de la contratista, Cindra, un tal Juan Osborne, al que acompañaban algunos de sus muchachos. En un instante comenzó a llegar al lugar de los hechos una caravana de coches que, haciendo caso omiso al personal del control de acceso a la obra, se lanzó hacia el grupo.

Si bien alguno de los elementos del corrillo, cualquier optimista, hubiera podido pensar que venían a felicitarnos y traernos algún regalo, constatamos rápidamente que no era ese el motivo de la afluencia de ciudadanos al lugar, dado que se aproximaban profiriendo insultos y amenazas de todo tipo.

Entre los insultos destacaban claramente por repetitivos, insistentes y machacones los de “cabrones” e “hijos de la gran puta”, y entre las amenazas alcanzaban igual puntuación las de “hay que matarlos” y “darles de hostias”. Había empate técnico.

Al parecer el terremoto se había extendido a toda la ciudad y con tremenda virulencia, como luego se verá.

Y empezó la bronca. Yo tenía claro que la única virtud que, usada adecuadamente y con frialdad, podría salvarnos del linchamiento era la humildad, pero no estaba de Dios el usarla en ese día, especialmente por Juan Osborne quien se erigió en interlocutor válido en la bronca, como representante del contratista principal. Nosotros éramos los subcontratistas.

Como es bien sabido, hay andaluces con “aje” y otros con “malaje”. Los “aje” son salados, simpáticos, graciosos y ocurrentes. Los “malajes” son los conocidos en otras comunidades como los “mala follá” o “mala baba”. Juan era “andaluz malaje”, lo que puso allí de manifiesto inequívocamente y con carácter retroactivo.

Desde luego, si a éste le pilla la negociación de la rendición de un regimiento, los fusilan a todos en grupo, sobre la marcha, por procedimiento de urgencia, en ejecución sustitutoria, y además les hacen pagar las balas.

Su primer error fue negar la mayor: Allí no se había movido nada. “Sólo una ligera vibración prácticamente imperceptible”. ¿De qué hostias se quejaban? Eso para empezar a hablar de algo.

Así, con dos cojones, como si la cara de terror de todos los que habíamos vivido la voladura y que estábamos aún con la boca abierta y los ojos como platos, se debiera a habernos cruzado con la bruja de Blancanieves, o con los enanos, que nos habían crecido.

Y Juan continúo con su mano izquierda.

Cuando uno de los encabronados ciudadanos revocaba su apreciación advirtiendo que como muestra del nivel del seísmo era representativo el hecho de que su señora madre se le había caído por la escalera de la casa por causa de éste (ya se sabe que como una madre no hay “na”), el malaje preguntó:

—¿Qué edad tiene su madre?

—82 años –dijo el interrogado.

—Y por qué se caiga una puta vieja... –comenzó a decir Juan, con gran delicadeza...

El hijo ni se lo pensó. Acompañando sus actos con la frase “hijo de la gran puta, yo te mato”, se tiro a su cuello.

Le pude sujetar de milagro y traté de calmar los ánimos, templando gaitas. Sabía que si se producía la primera hostia, nos mataban. Eran muchos y tenían un cabreo monumental.

—Por favor, señores, cálmense, veamos esto con sensatez... calma, por Dios...

Y mientras se calmaba el gallinero sin que la chispa hubiera prendido, otro ofendido gritó:

—Estos cabrones nos tiran la ciudad abajo.

Como al malaje le había debido saber a poco su primera nefasta intervención, preguntó al tipo que de dónde era nativo. Éste le respondió que de Almería, a lo que Juan contestó diciendo:

—Almería es una ciudad de mierda y debería ser un de - sierto.

Debió decirlo para que todos los del grupo agresor sintieran el orgullo de ser almerienses. ¡Joder, cómo se pusieron!

De nuevo tuve que intervenir para parar la bronca, y lo conseguí por segunda vez, eso sí con mucha más dificultad que la primera porque con aquella frase había conseguido el consenso de todos para lincharnos. Desde luego, Juanito Osborne era un líder para aliar enemigos en su contra. Lo peor era que nos tenían rodeados y cada vez llegaban más. Yo ya tenía por seguro que nos mataban y nos tiraban al mar y seríamos pasto de los salmonetes, porque allí tiburones no había.

De pronto intervino Santiago. Santiago y yo habíamos sido compañeros de carrera, de “mili”, de trabajo y amigos íntimos. Le conocía como a mí mismo y habíamos participado en broncas en más una ocasión. Santiago aguantaba sereno mucho tiempo antes de sacudir un guantazo. Hacía lo posible por evitarlo, pero cuando ya no podía más, antes de meter el puño, le delataba un gesto. Extendía los brazos a lo largo del cuerpo. Tensos, como en posición de firmes, pero con los puños cerrados. Luego los estiraba hacia abajo, giraba los puños hacia afuera y soltaba la hostia en toda la cara del interlocutor, como argumento más convincente con el que solía dar fin a la conversación.

El instinto de supervivencia me hizo reaccionar con rapidez. Antes de que empezara a elevar el puño derecho se lo agarre con toda la fuerza que me daba el miedo a que nos mataran, que sirvió para inmovilizarle mientras me metía en medio.

Como digo, intervino pacíficamente, utilizando el argumento de que aquella bestialidad había sido cometida con las correspondientes autorizaciones administrativas, es decir, se trataba de una bestialidad legal.

—Señores –comenzó a decir, circunspecto–, estas voladuras se realizan contando con las autorizaciones preceptivas por parte de la Administración, en base a un proyecto realizado por expertos ingenieros...

Ahí intervino, cortándole la frase, un individuo con una actitud muy agresiva que estaba muy cerca de él y acercando su cara a la de éste le espetó con mucho cariño algo parecido a lo siguiente:

—Los de la Administración son todos unos cabrones y los ingenieros unos sinvergüenzas y unos hijos de la gran puta.

Estoy convencido de que Santiago estaba de acuerdo con la primera parte de la aseveración de aquel individuo, pero debió sentirse dolido por la segunda. Estiró los brazos...

Pude ver el gesto. Todo fue en un instante, los brazos abajo, los puños cerrados y vueltos... y tuve claro que le iba a sacudir a aquel individuo una hostia en toda la cara sin más dilación ni más palabras, y también estaba seguro que sacudirle sería el detonante para que aquella panda nos linchara.

EL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA ME HIZO REACCIONAR CON RAPIDEZ. ANTES DE QUE EMPEZARA A ELEVAR EL PUÑO DERECHO SE LO AGARRE CON TODA LA FUERZA QUE ME DABA EL MIEDO A QUE NOS MATARAN, QUE SIRVIÓ PARA INMOVILIZARLE MIENTRAS ME METÍA EN MEDIO.

Creo que tuvimos suerte de que Santiago se hubiera empecinado en sacudir al interfecto con la mano derecha y no usó la izquierda cuando le sujeté. Se la dejó quieta gracias a Dios. Mientras, puesto en medio, yo repetía y repetía aquello de: —Por favor, señores, seamos civilizados...

En esas estábamos, cuando apareció en escena saliendo de sus oficinas el director del cargadero, Francisco Pérez Manzuco, del que ya hemos hablado con anterioridad y que representaba a la propiedad, dirigiendo sus pasos hacia la iracunda masa.

Con todos esos antecedentes, los encabronados y agresivos almerienses desviaron su atención hacia él, que, conciliador, con paso estudiado y una abierta sonrisa, repetía:

—Pero, señores, ¿qué ocurre? ¿Qué jaleo es este? ¿Pero, qué ocurre aquí?

Los enfurecidos ciudadanos respondían todos a la vez con un tremendo barullo, en el que seguían reconociéndose claramente exclamaciones de cariño del tipo: “cabrones”, “hijos de puta”, además de las de “terremoto”, “hundimiento” y cosas por el estilo. Paco tomó la iniciativa quitando hierro al tema.

—Señores, señores, no es para tanto, yo estaba en mi oficina, a 20 metros y no he notado absolutamente nada...

Y mientras esto decía, apareció en la puerta de su oficina, su bella secretaria. No recuerdo su nombre. Sólo que era una rubia muy atractiva, aunque tenía el trasero muy alto. Algunos definían este hecho de forma ciertamente malvada y grosera diciendo que su culo olía a sobaco.

Y entonces, desde la puerta de la oficina, citando de lejos, la rubia “culialta” gritaba como una posesa:

—¡Don Francisco, don Francisco, venga, por favor. Llaman de su casa. Su padre se ha caído de la cama por la voladura! Afortunadamente, aquello sirvió para que se produjera de inmediato nuestra rendición sin condiciones, aceptando insultos e improperios, pidiendo disculpas y jurando que seríamos buenos en el futuro.

Eso tranquilizó a las masas y los individuos empezaron a formar pequeños grupos despotricando unos y asintiendo otros, pero por lo menos se les iba enfriando la boca. Poco a poco se disolvió la muchedumbre y en ese instante comenzamos a recibir otras señales que nos servirían para hacernos una idea clara del alcance de la movida. (Continuará)

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


Artículos relacionados