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Actualidad

01 Septiembre 2023

Voladuras submarinas en Almería (2). Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

EL equipo era un Nemrod que ya había quedado obsoleto. Un bibotella de acero de 20 litros que cargado de aire comprimido pesaba una bestialidad. Para llevarlo fuera del agua había que tener una fortaleza notable y para bucear con él, con traje de neopreno, no hacía falta usar lastre en el cinturón de plomos, y sin traje había que usar flotador o manguitos para no irte al fondo como un ancla. Fue un regalo de mis padres en mi cumpleaños y, desde luego, si las compraron al peso debieron pagar por ellas una auténtica fortuna.

Comenzamos el trabajo. El sistema obligaba a cargar los barrenos inmediatamente, nada más concluir su perforación y dispararlos de inmediato, al cambiar la plataforma a otra postura. Teniendo que hacer los pedidos de explosivo con tres días de antelación al de su consumo, y resultando imposible prever las circunstancias que se podrían dar en el trabajo en tres días, resultaba imposible asegurar que cada día se consumiría totalmente el explosivo pedido, por lo que con frecuencia se producían sobrantes. Como conoce todo el que ha trabajado con explosivos, los problemas que implica el sobrante de este material en la obra son muy importantes, pues las posibles gestiones para su devolución son tantas y tan complicadas que la hacen prácticamente imposible.

Las dos únicas opciones posibles para salvar una situación de este tipo son la destrucción, con los riesgos que ello puede conllevar, o guardarlos escondidos en obra para consumir en su momento, lo cual puede ser considerado desde el punto de vista legal no como una falta grave sino como un delito. Nuestro amigo Andrés no destruía los sobrantes sino que los guardaba en la plataforma para poder salvar los inconvenientes e imprevistos que pudieran surgir a lo largo de la jornada y tratar de hacer más de un disparo diario.

Un aciago día recibió la noticia de que el Director Provincial de Industria, responsable de la autorización de uso de explosivos para la obra, como anteriormente se mencionó, iba a visitar ésta, lo que significaba iría hasta la plataforma para enterarse un poco de qué iba la fiesta, pues al parecer se habían recibido bastantes quejas de los habitantes de la zona por las vibraciones generadas por estas voladuras. Andrés tenía que recogerle en la orilla al día siguiente y llevarle embarcado en aquella bañera con motor hasta la plataforma.

En previsión de que éste le montara una bronca por tener explosivo en la plataforma, cargó todo lo que tenía en la barquita y se dirigió mar adentro, lo más que le permitió aquella chalupa, donde se deshizo del par de cajas de explosivo que tenía guardadas, con un total de unos 250 cartuchos, en formato de papel, en la seguridad de que allí se diluirían en el fondo del mar y matarile... rile... rile...

UN ACIAGO DÍA RECIBIÓ LA NOTICIA DE QUE EL DIRECTOR PROVINCIAL DE INDUSTRIA, RESPONSABLE DE LA AUTORIZACIÓN DE USO DE EXPLOSIVOS PARA LA OBRA, IBA A VISITAR ÉSTA, LO QUE SIGNIFICABA IRÍA HASTA LA PLATAFORMA PARA ENTERARSE DE QUÉ IBA LA FIESTA.

Al día siguiente nuestro amigo Andrés recogió a Paco y montados en aquel “buque insignia” lo transportó a la plataforma de hinca. La visita transcurrió con normalidad. El Director Provincial le hizo todas las preguntas cuyas respuestas necesitaba para enterase un poco de qué era lo que andábamos haciendo con aquellos artilugios. Allí aprovechó la ocasión para transmitirle las quejas de los ciudadanos, recomendándonos reducir la cantidad de explosivo en cada voladura para no alarmar a éstos, cosa que naturalmente no hicimos y de nuevo Andrés le llevó a tierra.

La llamada de Andrés para informarnos del resultado de la visita nos tranquilizó: todo había ido sobre ruedas. Sin problemas. Pero al día siguiente se hundió nuestro mundo. En una llamada, la propiedad me comunicaba que en la playa de Almería, en el barrio del Zapillo, los bañistas sorprendidos contemplaban como la bella arena se llenaba de cartuchos de explosivo. Y se los repartían.

—Señora, ¿un cartuchito? ¡Tome, uno para el niño, coño, que hay muchos!

—¡Chaval, no te lleves tantos, que hay que repartir!

—Es que son para mis amiguitos, oiga, que hoy no han venido a la playa y se los voy a llevar a casa.

—Nada, nada el que no haya venido que se joda.

—Coño si parecen salchichas.

— ¡¡¡Niño, joder!!! ¡¡¡ Sácate eso de la boca!!!!

Por lo visto, así empezó la cosa hasta que alguien avisó del hallazgo a la Guardia Civil, que se puso urgentemente en marcha. Mientras que un grupo de hombres verdes se presentó en la playa para tratar de detener la recogida descontrolada, una pareja fue a buscar a Andrés, al presumir de dónde procedía el regalo, y lo acompañaron hasta la playa para que colaborara activamente con ellos en la recogida y requisa.

Así, Andrés y los civiles se fueron tratando, conociéndose, intimando y ya eran casi amigos cuando le encerraran en los sótanos de la comandancia, puesto a buen recaudo. Todo era explicable. El agua había deshecho las cajas de cartón, pero los cartuchos habían sobrevivido, pues el explosivo era resistente a ésta y su envuelta de papel encerado, también resistente, aguantó. La traidora resaca se encargó de acercar los cartuchos desde el quinto coño (donde Andrés los tiró) hasta la playa. Un largo, inoportuno e inesperado viaje.

En Madrid, antes de mediodía mi jefe había recibido varias llamadas:

La de la Guardia Civil, la del Director Provincial de Industria, la de la propiedad, la del contratista principal, la de la ingeniería, la del alcalde y la de varios ciudadanos.

Cuando me comentó la cantidad de gente que le había llamado, no dudé ni por un instante que no habría sido para felicitarnos y pedirnos la dirección para enviarnos algún presente. No. No era por eso. Era para pedir más cabezas. La de Andrés les había sabido a poco y mi jefe ofreció la mía inmediatamente. Era como un padre para mí. Hay quien dice que la frase de “piden mi cabeza” procede de la época romana, donde se hacían esculturas con cuerpo fijo y cabezas sustituibles. El emperador se representaba en esculturas en diferentes cuerpos, unos con túnica, otros con armadura, etc., y en cada una se colocaba la cabeza del de turno.

Asesinado el interfecto representado en la escultura, bien a cuchillo, envenenado a base de setas o eliminado con cualquier otro procedimiento al uso del Imperio, se quitaba esa cabeza de las esculturas y se sustituía por la del nuevo ocupante del puesto, con el consiguiente ahorro de mármol, alabastro u otras rocas ornamentales y la minimización del gasto en mano de obra de escultores.

Bien, sigamos con el tema. Había que ir a dar la cara y me tocaba a mí. Como era predecible, había prometido a sus interlocutores que yo, como responsable y experto, me daría un bañito para asegurar a los escandalizados ciudadanos, fuerzas vivas y Administración, que allí no había peligro de que se repitiera la movida, porque se habían recuperado todos los cartuchos, o por lo menos que ya no quedaban más en aquel fondo.

Inmediatamente me puse en marcha. Pasé un momento por mi casa para recoger algo de ropa y salir zumbando para Almería. Allí, en el calor del hogar recibí el apoyo y estímulo de mi mujer con sus inolvidables palabras:

—¿Qué, qué habéis montado esta vez? Alguna habréis hecho... No si ya digo yo...

No contesté para no darle información y sufriera con la incertidumbre. Antes de continuar, he de hacer notar que en aquella época Almería era la meca del cine, donde esa industria floreció y permitió que aquello se convirtiera en un segundo Hollywood, generando alto nivel de vida en la zona.

Uno de los problemas de la ciudad era la frecuente ocupación al cien por cien de las plazas hoteleras de la ciudad. Conseguí plaza en el primer avión, único de la tarde, pero sin reserva de hotel, que buscaría al llegar a Almería. Dormiría allí para presentarme en la obra a primera hora de la mañana del día siguiente, aguantar el chaparrón y darme el baño.

Tras tomar un taxi en el aeropuerto recorrí todos los hoteles y pensiones de la zona, no sólo de la ciudad sino de los pueblos cercanos. Imposible. Ni una habitación. Desesperado, le propuse al taxista que me alquilara una cama en su casa. Imposible también. Tenía cinco hijos, madre y suegra en casa.

De nuevo me vino a la mente otra idea genial, irme de putas y acostarme con alguna para pasar la noche. El cambio de aceite y reposo nocturno me vendría bien para cuerpo y alma. El taxista me advirtió que, con la coña del cine, los precios de pillar pelo se habían disparado y que por toda la noche me cobrarían una fortuna y era tarifa plana.

ME CALCÉ LAS GAFAS Y HASTA LA TUBA. CON EL TRAJE DE NEOPRENO ENCIMA, LA CAPUCHA, LAS GAFAS Y EL TUBO NO ME CONOCERÍA NI MI PADRE, ASÍ QUE DE ESA GUISA CAMINÉ DESDE EL COCHE, POR LA CARRETERA Y POR LA PLAYA HASTA EL AGUA, CARGANDO CON LAS PUTAS BOTELLAS

Aquello me echó para atrás y además: ¿cómo coño iba yo a justificar el pago de un “periquito” en la nota de gastos? Complicado. Creo que un mechón de pelo de pubis no sería aceptado como albarán o factura. Deseché inmediatamente aquella idea. Teóricamente, era muy buena, pero elevado su coste y muy difícil de poner en práctica.

Por fin, volviendo al aeropuerto decidido a dormir en su sala de espera, pasamos frente a un lujoso hotel que yo no conocía. Sugerí al taxista ir a probar y, aunque éste me dijo que allí sería imposible, me negué a aceptar la derrota.

Paramos, entré y cuando en recepción me estaban dando un “no hay habitación” por respuesta, escuché a mi lado que un tipo pedía la cuenta porque se marchaba urgentemente por un problema familiar, por lo que inmediatamente grité que esa habitación era para mí. Y lo fue.

A la mañana siguiente me presenté en la obra mucho antes de la hora de comienzo de la jornada. Sorprendentemente, Andrés estaba allí. Le habían soltado de madrugada, aunque esa hora es usada más que nada para las ejecuciones. Ya se sabe eso de ser fusilado al amanecer. Ya tiene que joder madrugar para que te fusilen... Andrés decía con sorna que “le habían dado la condicional”.

No obstante me causó extrañeza que no tuviera signos de huellas dactilares en los mofletes, porque en aquella época (vivía Franco), los hombres verdes eran muy agresivos y al menor descuido te podían colocar algunos “mantecados” en los morros. Claro es que en aquella época “un par de hostias” no se consideraban malos tratos, sino simplemente una sutil acción correctora del comportamiento y siempre por el bien del receptor de las bofetadas. Los guardias civiles eran como padres.

Yo creo que no le calentaron porque pensaron que estaba loco y se dice que pegar a un loco trae mala suerte, pero inexplicablemente, fuera o no esta la razón y según el interesado, no le habían puesto la mano encima. Al corriente de la historia, nos dirigimos a las oficinas de la propiedad. Estaban a rebosar. No se cabía. Había “overbooking” de ese. Todos los presentes se encontraban impacientes y dispuestos a soltar todos los improperios y exabruptos imaginables amasados y contenidos durante la noche.

—Aguantado el chaparrón –me dije, y prometí con voz serena que todo se solucionaría.

Comenzaría la inspección exhaustiva de la zona donde Andrés entendía que había tirado las cajas de explosivo al mar. En la plataforma me calcé el equipo aquel que pesaba mucho, mucho, como vulgarmente se dice, “como la madre que lo parió”, y montados en la chalupa pusimos rumbo al punto objetivo, siempre con la seguridad de que Andrés no tenía ni puta idea de donde estaba, porque buscar un punto en el mar a ojo... Debíamos parecer el capitán Acad y su primo el rana de acompañante buscando a Moby Dick.

A mitad de camino, el motor, que venía haciendo petepef... petepef... petepef... petepef... petepef, así, como rugiendo, mostrando al mundo su potencia... hizo pif, pif, pif... y se paró, el muy cabrón.

A Andrés se le había olvidado que aquello andaba con gasolina. Sin gasolina y sin remos nos quedamos a la deriva, dando bandazos y subiendo y bajando con las putas olas. Comenzó el mareo y luego los vómitos, mientras pedíamos ayuda a voces a los de la plataforma para que localizaran alguna barca decente y nos trajeran algo de gasolina. La puta barca cada vez se alejaba más de la costa, pues aquel día la resaca iba en dirección opuesta a la que trajo los cartuchos a la playa. Yo me veía desembarcando en Marruecos de aquella guisa, disfrazado de hombre rana, y Andrés de marino mercante perdido. Primero nos encularían y después nos pedirían los papeles.

Por fin, Dios nuestro Señor se apiadó de nosotros. El maquinista contactó con la propiedad y éstos nos mandaron una barca decente con una lata de gasolina. Llenamos nuestro depósito y tras cebar el motorcito con varios golpes de pera, con el que lo debimos inundar, intentamos arrancar. Aquello no arrancaba ni en broma. Nos turnábamos para tirar de la cuerda para poder dar algún descanso a nuestro brazo.

¡Ruuuunnnnn, ruuuunnnnn, ruuuunnnnn! ¡Ruuuunnnnn!, le dábamos a la cuerda como los leñadores con la moto-sierra.

Yo me encontraba mal, pero mal, muy mal. El viaje, la mala noche pasada, la bronca, el trajecito de neopreno, el mareo, lo vomitona del café y los churritos y ahora esta... Pensaba para mis adentros que al final se jodería la cuerda, pero al fin ocurrió el milagro: petepef... petepef... petepef... petepef... petepef.

Tras un tiempo que aprovechamos para recuperar el aliento, Andrés dijo: “¡Aquí!” Tenía más cara que espalda.

Ya ves, en el mar, en mitad del agua, iba a saber éste donde había tirado los cartuchos, pero había que vestir el mono y si él lo decía con aquella seguridad, pues yo me lo creería igual. Seguro que allí no era, pero el punto elegido, origen de la investigación subacuática, coincidió con la salida de un emisario de la ciudad que vertía al mar, si no toda, sí al menos una importante cantidad de las aguas fecales de ésta. En palabras coloquiales, estuve buceando en pura mierda, lo que me valió una infección en la piel que me costó un mes curar, sufriendo unos picores que me hacían rascarme hasta en los floripondios de las farolas con las que me cruzaba en la calle.

Terminé mi paseo submarino sin encontrar absolutamente nada, ni restos de cartuchos, convencido cada vez más que Andrés los habría tirado sabe Dios dónde. Allí estábamos haciendo una pamema, pero coño, acertamos a hacerla en la salida del emisario. A éste se le podía haber ocurrido señalar un sitio sin mierda. De allí volvimos a la zona de la playa donde habían aparecido los cartuchos para hacer la misma representación. Llegamos hasta allí en coche, porque cubrir la distancia por mar con aquella chalupa nos hubiera llevado tanto tiempo como un crucero por los fiordos noruegos. Allí nos esperaban un par de guardias civiles y un gran número de bañistas y otros individuos provistos de cámaras, que supuse pertenecían a algún medio de comunicación. Lo que nos faltaba. Además de que la noticia apareciera en prensa y televisión, con planos del entorno, dejaríamos de ser personajes anodinos y acabarían saliendo nuestras caras en todas partes.

EN PREVISIÓN DE QUE LE MONTARA UNA BRONCA POR TENER EXPLOSIVO EN LA PLATAFORMA, CARGÓ TODO LO QUE TENÍA EN LA BARQUITA Y SE DIRIGIÓ MAR ADENTRO, LO MÁS QUE LE PERMITIÓ AQUELLA CHALUPA, DONDE SE DESHIZO DEL PAR DE CAJAS DE EXPLOSIVO QUE TENÍA GUARDADAS.

Para evitarlo, me calcé las gafas y hasta la tuba. Con el traje de neopreno encima, la capucha, las gafas y el tubo no me conocería ni mi padre, así que de esa guisa caminé desde el coche, por la carretera y por la playa hasta el agua, cargando con las putas botellas. Duro, pero se trataba de pasar de incógnito.

—¡Mamá! ¿Qué hace este señor por la carretera vestido de hombre rana?

—No sé hijo. Hay tanto loco...

—Oiga, guardia, ¿hay más cartuchos en el agua, es peligroso bañarse?

—No, señora, solo que si encuentra Ud. alguno, lo coja y lo traiga.

—Qué barbaridad, esta gente va a matarnos a todos. Fotos y cámaras, pero tranquilo, así no me conocería nadie.

—¿Oiga, podríamos hacerle algunas preguntas? Y con la tuba en la boca.

—Do, do. Dengo ducha drisa. Udiús. Tuuuu, tuuuuuu.

—¿Es que hay tiburones, señor guardia?

—No, señora, lo que hay son muchos gilipollas, idiotas y mareaos.

Buceé por allí haciendo el gilipollas para cumplir con la correspondiente representación tranquilizadora, separándome de la orilla más lejos que la distancia de un tiro de piedra, por si acaso algún gracioso... y el baño me sirvió por lo menos para refrescarme del calentón de cargar con el equipo todo aquel largo trayecto y terminar con el mareo.

Andrés se quedó con la pareja de guardias de los que ya era prácticamente íntimo, fumando algunos pitillos y evadiendo las preguntas de la gente, haciéndose pasar por una autoridad civil. Tampoco había aparecido ningún cartucho más en la playa. Aquello sirvió para tranquilizar momentáneamente al personal, consiguiendo que las aguas volvieran a su cauce.

No obstante, hubo que retirar de la obra a Andrés, evitando que sufriera las iras del pueblo en forma de agresión física en la que le dieran lo suyo y lo que no le había dado y le debía la Guardia Civil.

Pero a pesar de esa anécdota, que aún recuerdan los viejos del lugar y las moderadas quejas por las vibraciones producidas en las voladuras, los pilotes entraron y la propiedad transmitió al “franchute” el éxito de nuestra idea, aunque tuvieron la delicadeza de no referirle la historia de los cartuchos navegantes.

Al llegar a casa, mi mujer me manifestó triunfante:

—Ya me he enterado de la que habéis armado. Además, sé que el rana eras tú. Te conozco aunque te escondas. Desde luego no sé cómo no os han encerrado a todos. Estáis locos.

Ella me animaba constantemente. Pero no decaímos sino que nos sentimos muy orgullosos de nuestra hazaña.

Nos creímos los mejores, nos vinimos arriba, terminamos el trabajo a pesar de las quejas del vecindario por las vibraciones y nos preparamos para organizar otro sarao, como así fue y en el mismo sitio, otra vez en Almería.

Ya se enterarían de lo que eran vibraciones de verdad...

Ya habíamos tomado confianza y ya se sabe que donde hay confianza...

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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