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Actualidad

14 Agosto 2019

La colosal obra del Canal de Isabel II

canal isabel ii 02De todos los adelantos que contribuyeron a mejorar la calidad de vida de los madrileños durante el siglo XIX (los tranvías, el tren, la electricidad, incluso la iniciativa del Ensanche), quizá ninguno fue tan celebrado por el pueblo como la llegada del agua del río Lozoya a la calle Ancha de San Bernardo, el 24 de junio de 1858, en una época en la que su escasez castigaba a la población capitalina con sed, suciedad y enfermedades, haciendo de la urbe un lugar insalubre y maloliente.

Este 2018 se cumple por tanto el 160º aniversario de aquella efeméride y por ello vamos a recordar lo que supuso entonces la envergadura de tan gigantesca obra, la llegada del agua a Madrid y la inauguración del Canal de Isabel II, cuyo estreno fue en su momento el «acontecimiento del siglo» en España, al igual que lo fue en el mundo la inauguración del Canal de Suez una década después, en 1869. El Canal de Isabel II debe su impulso al empeño de un político que creyó posible lo que los demás consideraban descabellado y lo dio todo por alcanzar el sueño de ver brotar el agua en las fuentes capitalinas. Aquel gran hombre, que antes de ser Presidente del Consejo de Ministros fue, sucesivamente, ministro de Gracia y Justicia, de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, y de Hacienda, se llamaba Juan Bravo Murillo, y en agradecimiento a sus desvelos el pueblo madrileño puso una calle a su nombre y, en 1902, una estatua en la glorieta de Bilbao, que en 1981 fue trasladada junto a los depósitos del canal.

HABLAR del agua en Madrid es referirse a una historia de carencias y sequías.

canal isabel ii 03Es hablar de sed e infecciones endémicas. Y, más modernamente y para mayor abundamiento en la desgracia, es hablar de abusos y corrupción. El Canal de Isabel II se ha visto salpicado en los últimos tiempos por las aguas turbias de la sinrazón, la avaricia y la rapiña de unos políticos desnortados que han practicado el latrocinio en su entorno y se han corrompido a su amparo; lo que nunca podrá borrar lo que hicieron bien sus predecesores y lo que en sí representa la institución y la historia de más de siglo y medio de una obra colosal que trajo el agua cristalina a Madrid para hacer de la capital del Estado lo que es hoy, una urbe más limpia, salubre, habitable, hospitalaria y cosmopolita. Hasta mediados del siglo XIX el único agua que conoce Madrid, aparte de la lluvia, proviene del cielo y se anuncia a la voz de “¡agua va!”.

La industria del líquido elemento en la capital de España está cimentada en cinco siglos de zahoríes deprimidos, de varitas caídas que no aciertan a predecir la vena. La idea, en cambio, del Madrid vergel nutrido de abundantes aguas, a la cabeza del mundo en abastecimiento del elemento mineral, se inscribe en el marco de una España decimonónica que nace al progreso de la mano de una ingeniería capaz de rescatar de la fantasía los más fabulosos proyectos. La traída de aguas a la capital es, pues, capítulo aparte en los anales de la obra civil. El culto al agua, que no es más que devoción por la madre naturaleza, tiene en Madrid sus propios santuarios. Altar principal de esta inclinación es la plaza de Puerta Cerrada, a espaldas de la Plaza Mayor, donde antes incluso de que Madrid fuera el Mayrit de los árabes, o sea, cuatro casas que no alcanzaban el calificativo de villorrio, brotaba la Fuente de San Pedro, que en su camino hacia el Manzanares originaba el arroyo Matrice.

A modo de retablo, sobre un antiguo muro medianero, en este lugar se halla plasmado lo que muy bien podría ser alegoría de la génesis madrileña:
“Fui sobre agua edificada; mis muros de fuego son”. Así reza la leyenda erigida sobre las expresiones plásticas de esas tres materias constitutivas que son el agua, la tierra y el fuego. Mayrit, pues, que en árabe significa lugar donde abundan las galerías subterráneas, no supo dar a lo largo de su historia con la mina que hiciese aflorar el líquido elemento a la superficie, y en esto algunos han querido ver cierto parentesco de nuestra ciudad con otras localidades más propias de ambientes desérticos, como la meseta de Irán.

De la muslería, Madrid aprendió a proveerse del preciado líquido por medio de los mayrat o viajes de agua, técnica consistente en un entramado de galerías subterráneas que recogía las aguas de infiltración y las conducía hasta las puertas de la ciudad, donde daba comienzo las redes de conducción que morían en las fuentes públicas. En esto consistió ese darse la mano de Madrid con oriente, que como se verá después era poco más que hermanarse en la sed. Lo que hoy en Madrid es sólo vestigio de una técnica arcaica de aprovisionamiento de agua, en países como Túnez, Argelia o Marruecos continúa hoy garantizando la subsistencia de miles de ciudadanos.

Siglos de sed despertaron en los sucesivos asesores reales los más diversos proyectos encaminados a traer agua a la capital de España.

canal isabel ii 03Necesidad, motor del ingenio Felipe III decretó el traslado de la capitalidad de España a Valladolid, “ciudad de ríos útiles y ricos manantiales”, durante el paréntesis comprendido entre 1601 y 1606, porque el caudal de las fuentes de la villa no daba abasto suficiente a una población en pleno crecimiento. Piénsese que el caudal que proporcionaban los viajes en aquellas fechas, 80 m3 al día, era insuficiente para un vecindario que a principios del siglo XVII ascendía a 50000 almas. Este volumen de agua suponía una dotación de 3 litros por habitante y día, lo que da idea de lo poco saludable que la ciudad debía resultar en aquel entonces a sus moradores.

La necesidad suele ser en muchas ocasiones motor del ingenio, y siglos de sed despertaron en los sucesivos asesores reales los más diversos proyectos encaminados a traer el agua a la capital de España. Basados en la más absoluta fantasía, unos; ceñidos a las condiciones de lo posible, otros, como más tarde se comprobaría, lo cierto es que ninguno de los numerosos planes que se concibieron se materializaron en nada concreto. La idea de aprovechar los recursos hidráulicos de los ríos de la región se había venido considerando desde el siglo XV.

El proyecto más antiguo que se conoce a este respecto data de 1454, en el reinado de Juan II, y consistía en aprovechar las aguas del Jarama desde el puente de Viveros hasta el Manzanares, junto al puente de Segovia, trayéndolas hasta el pie de la iglesia de San Pedro. Desde este primer empeño hasta la materialización del Canal de Isabel II, a mediados del siglo XIX, se sucedieron planes más o menos factibles, remedos o versiones de otros anteriores que de tiempo en tiempo el Ayuntamiento compendiaba y estudiaba, encargando este trabajo a diversas comisiones de expertos.

Cuando el 10 de marzo de 1848 el político Juan Bravo Murillo, a la sazón ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, nombra una comisión para el examen de proyectos sobre abastecimiento de aguas a Madrid, la capital contaba ya con 200000 almas que continuaban bebiendo de unos viajes de agua que apenas aportaban un caudal de 2000 m3, lo que representaba una dotación por habitante y día de 10 litros, que eran llevados a los domicilios por el cuerpo municipal de aguadores.

Los ingenieros de caminos Juan Rafo y Juan de Ribera, comisionados por el ministerio para esta tarea, concluyeron en nueve meses una memoria que, tras estudiar las ideas concebidas anteriormente, proponía el abastecimiento a Madrid con aguas procedentes del río Lozoya. El estudio fundamentaba su elección en el hecho de que ese río era el de mayor caudal, “pues a pesar de que el verano de 1848 había sido especialmente seco, rendía 31 pies cúbicos por segundo”.

El 24 de Junio de 1858,transcurridos 7 años desde que el Rey consorte Francisco de Asís colocase la primera piedra en la presa del pontón de la oliva, Madrid celebraba por fin la ansiada traida de aguas.

canal isabel ii 03Merced al Real Decreto de 18 de junio de 1851, que firmó Bravo Murillo convertido ya en Presidente del Conse jo de Ministros, se dispuso la ejecución de aquellos trabajos por medio de un canal derivado del río Lozoya que se denominaría “Canal de Isabel II” en honor de la soberana que en aquellos momentos regía los designios de España. Los 20 millones de pesetas que se estimó costarían las obras se sufragaron con cargo a un crédito extraordinario del Estado, una suscripción del Ayuntamiento y otra voluntaria en la que llegó a participar la misma reina con un millón de pesetas.

El 24 de junio de 1858, festividad de San Juan, transcurridos siete años desde que el rey consorte Francisco de Asís colocase la primera piedra en la presa del Pontón de la Oliva, el pueblo de Madrid celebraba en la calle Ancha de San Bernardo, junto a la iglesia de Monserrat, la durante siglos ansiada traída de las aguas. Con este objeto se construyó una fuente que sirvió de espectacular surtidor ante una concurrencia que todavía no había salido del asombro producido por la magnitud de la obra.

Confianza del hombre sobre su obra A la primera presa del Pontón de la Oliva, con su canal de 77 km que discurre por terrenos tortuosos, en los que hubo de practicarse túneles y acueductos, continuó un buen número de obras de captación y conducción, que se concretaron en nuevas presas, canales y depósitos. Alguna de estas construcciones, como la presa de El Villar, de la que fueron autores los ingenieros Boix y Morer, marcaron hitos en el mundo de la ingeniería civil. Se trató en este caso de la primera del tipo “de gravedad” que se construía en Europa. En el primer tercio del siglo XX, merced a estos trabajos, el abastecimiento de Madrid ocupaba un lugar principal entre las grandes ciudades europeas en lo que se refiere a su dotación por habitante y día, siendo además el coste del metro cúbico de agua de los más económicos. Un estudio de las inversiones del Canal en sus diferentes instalaciones hasta mediado el siglo XX arroja unas cifras próximas a los dos millones de euros.

canal isabel ii 03El Canal en la actualidad

El Canal de Isabel II, con sus 160 años a la espalda, es hoy una empresa pública dependiente de la Comunidad de Madrid, a la que fue adscrita por real decreto en el año 1984. Sólo durante el paréntesis comprendido entre 1866 y 1907 fue un servicio sujeto al Ministerio de Fomento, para volver a partir de ese último año a su organización primitiva, es decir, a funcionar a modo de una empresa industrial regida por un consejo de administración. La empresa gestiona el abastecimiento actual de Madrid a través de 14 embalses y cuatro azudes –construidos entre 1851 y 1991–, de las aportaciones de los ríos Lozoya, Jarama-Sorbe, Manzanares, Guadalix, Guadarrama-Aulencia y Alberche. Este sistema cuenta con una capacidad máxima de almacenaje de unos 1000 millones de metros cúbicos. Si lo que movilizó sus energías fundacionales fue la traída de aguas a la capital, hoy el reto que afronta el Canal consiste en potenciar el suministro y la depuración del agua en todos los municipios de la Comunidad de Madrid.

A pesar de ser amplia la cobertura que brinda, el constante aumento producido en la demanda de agua, unido a unos deficitarios índices pluviométricos durante los últimos años, ha llevado a la empresa a estudiar la posibilidad de incrementar la capacidad de almacenamiento mediante la construcción de nuevos embalses y la puesta en marcha de una política de rehabilitación de los acuíferos subterráneos. Por otra parte, de la calidad de sus aguas nada se ha dicho, pero a juzgar por la medida que sobre tal menester aplicó siempre el sabio pueblo de Madrid (lo bien o mal que cuece los garbanzos), el agua del Canal podría clasificarse entre las mejores de nuestro país. Finalmente, una reflexión se impone llegados a este punto, y es que “finas”, “gordas” o “tercas”, en curiosa denominación de antaño, lo importante es que las aguas continúen acudiendo, solícitas, al grifo.

Juan Bravo Murillo, el hombre del Canal

Un siglo después de las sucesivas disposiciones de Carlos III para adecentar la imagen de la Villa y Corte, esta seguía siendo una ciudad sucia y maloliente, y alguna culpa de ello tendría la escasez endémica de agua que sufría el vecindario. Para una población que hacia 1850 rondaba el cuarto de millón de habitantes, ya no bastaba el caudal de los viajes de agua procedentes de Chamartín, Fuencarral, Hortaleza o Canillas, ni el recurso a los acuí feros subterráneos. En los años de sequía, la suciedad enlosaba las calles y el Madrid verde se moría de sed.

El 24 de junio de 1858, los madrileños saludan con una explosión de júbilo el chorro de agua de 25 metros que acaba de brotar en la fuente frente a la iglesia de Montserrat.

La vieja idea de traer las aguas del río Jarama al Manzanares, que ya venía del siglo XV, es reconsiderada bajo los primeros Austrias, y toma cuerpo con Carlos II. Dos coroneles flamencos al servicio de España presentan ante aquella “corte de los milagros” un proyecto de canalización del río del Este hacia la Villa, pero la comisión que lo revisa (en la que había varios teólogos) sentencia infalible: “Dios ha dado su curso natural a los ríos, y no será malo el que Él les ha dado”. Asunto zanjado. En tiempos de Carlos III se hicieron algunos trabajos de canalización, esta vez en el Manzanares, pero en poco o nada aliviaron la sed de Madrid. Durante el primer tercio del siglo XIX, se elaboraron media docena larga de “memorias” –algunas descabelladas– sobre otras tantas maneras de traer el agua, del río o de la montaña, pero ninguna de ellas llegó a prosperar. Aunque hay que decir que poco a poco fue ganando cuerpo la idea de la sierra como el mejor recurso acuífero, como el gran manantial... ¿No sería posible hacerlo brotar en Madrid? Estamos en 1847, y en el momento oportuno accede al poder el hombre indicado: Juan Bravo Murillo. Nacido en Fregenal de la Sierra (Badajoz) el 9 de junio de 1803, después de seguir la carrera eclesiástica hasta cursar Teología en Sevilla y Salamanca, abandona aquella y consigue en corto espacio de tiempo graduarse en Derecho. Con 23 años, ocupa una cátedra de Filosofía en Sevilla, algún tiempo después es nombrado fiscal de la Audiencia de Cáceres, y en 1835 renuncia al cargo y se viene a “conquistar” Madrid. En la capital abre despacho de jurista y asesor financiero (en esta materia llegaría a ser una autoridad), y enseguida se mete, cómo no, en la política. Diputado por Sevilla en el 37 y por Ávila en el 40, tendrá que refugiarse en Francia al poco tiempo, acusado de participar en una conspiración contra Espartero. Regresa en 1843, gana prestigio entre los moderados, y ocupa la cartera de Gracia y Justicia en 1847, para pasar enseguida a la de Fomento.

Los ingenieros de caminos Juan Rafo y Juan de Rivera elaboraron el anteproyecto de canal de 70 kilómetros que "desviaría" el río Lozoya hacia la villa, con un caudal de doscientos litros de agua por habitante y día.

canal isabel ii 08El agua de la sierra Traer el agua de la sierra a Madrid parece que fue uno de los primeros objetivos que se propuso desde su cargo el político extremeño. Y para estudiar la manera de conseguirlo (viable, rápida y con el menor costo posible), comisionó a los ingenieros de caminos Juan Rafo y Juan de Rivera. Estos, a los nueve meses, ya tenían listo un anteproyecto de canal de 70 kilómetros que “desviaría” el río Lozoya hacia la Villa, con un caudal que garantizaba el consumo de doscientos litros de agua por habitante y día. Túneles, minas, acueductos, sifones... con un resultado final científicamente demostrado.

Sin más demoras, la construcción fue aprobada mediante Real Decreto el 18 de junio de 1849. Bravo Murillo ocupaba en ese momento la cartera de Hacienda, y como experto financiero y buen administrador público organizó la apertura del Canal no como un servicio público sino como una empresa industrial, y como tal estaba constituida cuando aceptó el presupuesto inicial de la obra, de 60 millones de reales.

Por una u otra razón, los trabajos no comenzaron hasta el 11 de agosto de 1851, y no se retrasaron más por el empeño del ya entonces presidente del consejo de ministros en verlos concluidos cuanto antes. A partir de ese momento, Bravo Murillo ordenó que se libraran puntualmente las consignaciones y, sin perder por ello de vista la marcha de las obras, dirigió su atención a otros varios asuntos, también importantes, que se traía entre manos: “su” red de caminos vecinales, la Ley Monetaria, el arreglo de la Deuda Pública... o su principal deseo, la reforma de la Constitución. Pero aquí pinchó en hueso; el no contar para ello con el apoyo de la Reina y una violenta interpelación de O’Donnell en el Senado sobre el destierro de Narváez le obligaron a presentar la dimisión del Gabinete. Esto sucedía el 14 de abril de 1853. Y o que siguió después fue un batiburrillo político de varios meses, que desembocaría en la “Vicalvarada” del 54.

Una situación confusa que aconsejó a Bravo Murillo exilarse de nuevo en Francia. Claro está que en tal momento a ningún gobernante se le ocurría pensar en la construcción del Canal, y los trabajos se vieron interrumpidos durante más de dos años, malográndose gran parte de la obra realizada.

Nadie invitó a Bravo Murillo a la inauguración Sólo cuando las cortes constituyentes de 1855 aprueban una ampliación del presupuesto inicial en 65 millones de reales, vuelven al tajo técnicos y obreros, y aunque surgen imprevistos y errores de cálculo que habrá que ir solucionando sobre la marcha, el agua del Lozoya llamaría a las puertas de Madrid tres años más tarde. Hacía ya dos que Bravo Murillo había vuelto de París, y si bien mantenía un escaño en el Congreso y seguía colaborando con su partido, desarrollaba su actividad política de forma discreta, especialmente dedicado a asesorar y a escribir, trabajos que le mantendrían ocupado hasta su fallecimiento en 1873.

El 24 de junio de 1858, a las ocho y media de la tarde, los madrileños saludan con una explosión de júbilo el chorro de agua que acaba de brotar en la fuente instalada al efecto frente a la iglesia de Montserrat, en la calle Ancha de San Bernardo, y que alcanza una altura de 25 metros. Allí está Isabel II, rodeada por el pueblo, la clase política, diplomáticos y cortesanos; pero nadie se había acordado de invitar a aquel histórico acto al hombre que lo había hecho posible. Cuentan que Bravo Murillo, perdido entre la multitud, se limitó a comentar: “Ahora ya nos podremos lavar... casi todos”.

Años más tarde, Madrid se acordó del hombre del Canal dedicándole una calle, y en 1902 le erigió una estatua en la glorieta de Bilbao, reinaugurada en el 81 junto a los depósitos. El tiempo, a veces, repara olvidos y, aunque tarde, hace justicia.


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