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Actualidad

27 Abril 2020

El día que se paró el mundo

primitivo fajardoY no pude bajarme, habría que añadir. Se halla sumida nuestra patria, como muchos otros países de esta nave a la deriva sideral llamada Tierra, en un completo abatimiento causado por el ataque indiscriminado y visceral del «Orthocoronavirinae», una fuerza minúscula, invisible, expansiva y letal que nos ha obligado a todos los súbditos del planeta a un recogimiento monacal a petición de las autoridades sanitarias.

Estamos soportando una terrorífica pesadilla llamada vulgarmente «coronavirus», un enemigo que surgió de pronto, como el «Kraken», del insondable averno para devorar a la humanidad y cambiar la faz de la tierra. En pocas semanas, el vacío absoluto se extendió por las ciudades y un manto las cubre de un silencio abisal. Es la hecatombe tras la bomba de neutrones. La muerte de la civilización. El fin del mundo. Nunca habíamos visto nada igual. Nunca llegamos a imaginar que podríamos vivir esto, a pesar de haber visto pintado el apocalipsis en el antiguo testamento y la destrucción de la vida en el planeta en literatura fantasiosa y en novelas y películas de catástrofes y ciencia ficción. Impresionante y sobrecogedor. Una vez más, la realidad supera con creces a la imaginación de los más avezados talentos visionarios. Esto es algo indescriptible, impensable, una catástrofe vivida minuto a minuto que no sabemos cuándo acabará ni el alcance de las secuelas físicas, emocionales, económicas y sociales que nos dejará en herencia, veneno del que tardaremos tiempo en encontrar el antídoto y en recuperarnos.

Todo comenzó en China, donde tienen su origen y su acomodo lo bueno y lo malo. Ya contamos aquí el uso de cientos de máquinas a la vez para construir en plazo récord dos hospitales que albergaran a los enfermos de una epidemia surgida en Wuhan que estaba diezmando a la población. Parapetados en nuestra trinchera occidental, bien nutrida y protegida de cataclismos naturales y otras amenazas, veíamos aquella desgracia demasiado lejana para sentir que podía afectarnos. Somos el primer mundo, eso no iba con nosotros, pensábamos.

Pero se dispararon las alarmas cuando los chinos no encontraron la forma de frenar la propagación de aquella misteriosa y virulenta enfermedad de origen desconocido, que los más adeptos a la teoría de la conspiración achacaron a la suelta de un laboratorio secreto de experimentación en guerra biológica, y los más, al salto a la pulpa humana de un microorganismo maligno anclado en la cadena animal de un murciélago, gracias a que algún salvaje lo tocó infectado para llevárselo a la andorga.

China tardó en reaccionar, pero cuando lo hizo actuó rápido y, ante el acoso del «Covid-19», cerró sus fronteras y puso en cuarentena al país entero. Ya era tarde. El virus letal viajó a Italia siguiendo la ruta de Marco Polo y en poco tiempo colapsó el país y se extendió por el resto del viejo continente como la peste bubónica medieval, usando como vector de propaganda al ser humano.

España fue la siguiente etapa y el monstruo se instaló entre nosotros y se expandió rápida y certeramente. Sin compasión. Y siguió esponjándose gracias a nuestros adelantos técnicos y nuestra falta de previsión. Y cruzó el Atlántico para clavarse en el doble cardias que late en el país más poderoso del nuevo mundo, California y Nueva York.

Había que ponerle fronteras a enemigo tan poderoso y se fueron cerrando los territorios y aislando a la población en sus casas para evitar el contagio. Aceptamos con voluntariosa disciplina el confinamiento obligado, conscientes del gigantesco reto sanitario de frenar el hostigamiento de enemigo tan poderoso como devastador aislando sus fuentes nutritivas: el sistema respiratorio del cuerpo humano, es decir, los alvéolos de todos nosotros, frágiles y petulantes seres que nos creíamos invencibles y gozábamos de superioridad sobre cualquier otra especie con la que compartimos planeta porque ocupábamos la cúspide de la cadena trófica. ¡Ja!

Óleo dedicado por el artista Remy J. López¡Qué error! Son tan de este mundo nuestros conquistadores como nosotros mismos y tan diminutos que ni podemos oler su proximidad, siendo su forma «nanoesférica» una mina magnética de profundidad, un arma mortal perfecta, con una gran capacidad de penetración para hundirse en nuestro organismo y fagocitarnos con saña por dentro, haciéndonos portadores de su ponzoña y enemigos de nuestros semejantes, sospechosos de ser los contagiosos. En un enemigo microscópico hemos encontrado la horma de nuestro zapato.

Al comienzo, fue el caos informativo, el pánico a lo desconocido, el terror al desabastecimiento... y el miedo a la muerte. Porque la gente estaba muriendo. Los viejos, madre mía, caían como chinches. Y, entonces, el mundo se paró. Los pueblos se quedaron desiertos, sin almas, sin tráfico, sin aviones. Todo rastro de actividad desa pareció. Parece mentira, pero es una verdad estremecedora. Se dice pronto: un planeta del sistema solar arrasado por un protozoo con hechuras expansivas oceánicas y tan mala leche como una plaga bíblica.

Hablo en pasado, pero es el presente el que relata esta experiencia vital de la que somos tristemente protagonistas en primera persona. Y lo peor está por llegar. La pandemia pasará, como todas, pero lo va a arrasar todo: a nuestra gente, a la economía, las costumbres, los principios y nuestro modo de vida. Vivimos el comienzo de un tiempo venidero de posguerra.

NO HAY DISCULPA CUANDO SE HA ACTUADO CON LAS TÉMPORAS EN VEZ DE CON LA MOLONDRA. ES LO QUE TIENE LA MATERIA INFECTA, QUE NO COMULGA BIEN CON LA FILOSOFÍA.

¿Y en España? Más de lo mismo, la viva imagen del contagio, pero con la diferencia de haber llegado tarde a plantar la tirita, como siempre. Desde que se dio el primer caso en Canarias hasta que se decretó el estado de alarma pasó un mes y medio. Tiempo clave perdido que dio ventaja al enemigo.

Parto de la base de que no es fácil para nadie al mando de una nación asumir una situación tan imprevisible, indeseable, desbordante y dramática. Nadie tiene la llave para combatir en una guerra mundial como esta. Ante la amenaza y el miedo desatado en la población, los gobernantes se vieron obligados a imponer condiciones duras, como el encierro domiciliario y la restricción a la movilidad, que todos cumplimos porque se nos demanda por nuestra propia seguridad. La situación desembocó en la paralización absoluta del país, a semejanza de lo que hicieron italianos y chinos ante la agresiva y rápida expansión del virus.

Ahora bien, no hay disculpa cuando se ha actuado con las témporas en vez de con la molondra. Es lo que tiene la materia infecta, que no comulga bien con la filosofía. Desde el Ministerio de Sanidad se actuó como pollo sin cabeza porque, según el Gobierno y sus voceros, el coronavirus, que ya venía amenazando en España desde el 30 de enero, era una monja de la caridad antes del 8 de marzo, aclamado como Día Internacional de la Mujer, pero bruscamente se volvió una hidra de siete cabezas esa misma noche, cuando las autoridades sanitarias pusieron el grito en el cielo por el alarmante contagio de la población, que el día 7 ya contabilizaba 450 infectados y 10 víctimas. Esto lo sabían las autoridades españolas muchos días antes, pues la OMS, la UE y el CSIC venían avisando desde enero que se armaría la marimorena porque lo de China olía a podrido y a pandemia.

Es fácil decirlo a toro pasado, pero cuando quebró Milán y se contabilizaron los primeros casos en la piel de toro, se debió cortar por lo sano toda actividad pública y los vuelos de Italia, pero como los intereses del Gobierno pasaban por fomentar la celebración del Woodstock femenino del contagio en el 8M, no se hizo nada, más que disimular hasta que concluyera la bacanal anunciada a bombo y platillo. Ni se cortaron las actividades deportivas y sociales multitudinarias –partidos de fútbol, baloncesto, misas, congresos políticos, conciertos, teatros, cines, en toda España–, ni se impidió la llegada desde diez días antes de la alarma de cientos de vuelos transalpinos y algún desembarco en Baleares.

El enemigo entró a conquistar por derecho, como Perico por su casa, sin necesitar caballo de Troya alguno. Para colmo, la asistencia a los aquelarres feministas fue masiva en toda España y participaron con alegría en el baño de la infección miles de tontolabas conversas a pies juntilla a la tabarra progre de las cansinas feminazis gubernamentales que, según rezaba la cartelería exhibida, en asistir a la concentración a darse besos y abrazos «les iba la vida». Y tanto que se la jugaron. En consecuencia, las cabecillas se infectaron con el bicho y entre todos expandieron la especie. Descartes debió dar una alternativa a su famoso axioma: «Existes, pero no piensas».

Derivado de ello, nos ha tocado abonar el estipendio de tanta estulticia propagandística, tanta ideología de pandereta, tanta soberbia política y tanta iniquidad, traducida en miles de muertos, la mayor parte viejos que han caído sin necesidad, por falta de protección, por falta de previsión. ¡Qué lástima y qué congoja da pensar en su sufrimiento! Y en la forma tan horrible de acabar prematuramente sus vidas, en soledad y sin que nadie les haya cerrado los párpados con una caricia. Para colmo, son muertos anónimos a los que sus deudos incineran a solas y furtivamente, si es que pueden, porque lo normal es que desaparezcan los cadáveres en el limbo, como cuerda de presos, sin honores, sin velatorios, sin familias que les brinde un merecido último adiós, como si fuera vergonzoso darles la sepultura que su sacrificio merece por ser unos apestados.

Desde luego, nadie tiene la culpa de su muerte, más que el virus, pero algunos la tienen más que otros. Nunca sabremos la cantidad de contagios que hubo y menos aún los muertos derivados de todos aquellos actos celebrados el fin de semana y que no quiso atajar el Gobierno para no molestar a sus socios de Unidas Pandemias, auténticos cabecillas del desaguisado. Lo de este Presidentes es de una negligencia que solo comete una banda de necios e incompetentes encabezados por un psicópata. Un enfermo de poder que para colmo de males y mantener su bullarengue atrapado por la gravedad al sillón del Falcon, ha entregado las instituciones del Estado a los peores enemigos de la nación: los delincuentes cataláunicos y los emboscados vascongados, y ha formado coalición con lo peor de la raza hispana, una banda de canallas y agitadores a cuyo cabecilla nombró Vicepresidente del Gobierno y ha colado en el CNI aprovechando el río revuelto de la calamidad sanitaria y el horror que estamos padeciendo.

El escorpión y yo somos así, señora. Por desgracia, esta hez de políticos nos ha caído encima como un alud de piedras y guano en el peor momento de la historia contemporánea, justo cuando necesitábamos más que nunca un mando competente, coordinado y con autoridad para combatir en nuestro país la maldita y salvaje pandemia del coronavirus, en vez de una panda de siniestros tuercebotas que llevan en el ácido desoxirribonucleico anteponer su ideología a la vida de los ciudadanos que los han elegido. Padecemos un problema que debemos resolver juntos, pero en España hace falta liderazgo, y no lo tenemos.

La mala suerte se ha cebado una vez más y por partida doble –virus político y coronavirus– con el benemérito pueblo español, que está demostrando en estas horas difíciles su categoría, valor y honor confinándose en casa, al tiempo que descubre con esta desgracia la incapacidad, la estulticia y la miseria moral de sus gobernantes, mal endémico que viene soportando el país secularmente y que encima paga siempre con generosidad.

EN MEDIO DEL CAOS SALEN A LA LUZ LAS ALMAS BUENAS, HÉROES QUE NOS SALVAN EL PELLEJO. Y DE LA ESPESURA DEL PODER, SU LEVIATÁN ENEMIGO, CORAZONES OSCUROS PARA CONDENARNOS A LAS TINIEBLAS

Por fortuna, para compensar esta doble lacra, los ciudadanos nos entregamos, agazapados en nuestros alféizares como francotiradores en el crepúsculo de cada tarde, a romper el silencio que todo lo envuelve en nuestras ciudades fantasma para agradecer moralmente con nuestro clamor y un aplauso de admiración audibles en el espacio exterior, la labor ciclópea que unos ángeles del cielo, travestidos por fuerza mayor en «cazafantasmas », ataviados como los de antaño con lanza, guanteletes y yelmo, pero sin coraza, están llevando a cabo con riesgo de su propia integridad para salvarnos la vida. Son santos anónimos de gremios dispares –sanitarios, dependientes, transportistas, agricultores, distribuidores, empresarios, trabajadores, fuerzas del orden («un gasto superfluo»), etc.–, a los que debemos gratitud y devoción y por los que sentimos un rapto de orgullo porque en estos momentos convulsos están entregando sus vidas para proteger las nuestras. Mi buen amigo y paisano, cotizado artista internacional, Remy J. López, ha hecho justicia retratando a estos héroes con su talento pictórico y su extrema sensibilidad. Encabeza este texto su modesto reconocimiento al continuo y altruista sacrificio al que se han hecho acreedores. También otro artista madrileño de afinada imaginación y talento artístico, Alber del Hoyo, nos ha cedido la ilustración de esta página, que es su sentido canto a la esperanza.

«Siempre hay salida al final del túnel», del artista madrileño Alber del Hoyo

En medio del caos refulgen las almas buenas y salen a la luz los corazones oscuros. De una bata blanca o verde, de un uniforme añil, glauco o caqui, de una cajera de supermercado, de un brote de hierba en la besana, de un tráiler cargado de alimentos, de un empresario que se pone a tejer mascarillas... surgen héroes por doquier para salvarnos el pellejo a todos. Y, para nuestra desgracia, de la lóbrega y neblinosa espesura del poder, su leviatán enemigo, para condenarnos a las tinieblas.

Mas, este milenario pueblo de reyes tiene instinto de supervivencia, valor y honor. Nunca nos hemos resignado a darnos por vencidos. No todo está perdido.

Resistiremos. También esto pasará.


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