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Actualidad

21 Abril 2020

Piedras para todos. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Una de las principales excavaciones que realizó Cavosa fue para la construcción del segundo grupo de la Central Nuclear de Ascó, junto al río Ebro, en la provincia de Tarragona. La obra consistió en la perforación y voladura de más de un millón de metros cúbicos de roca. Fecsa era la propietaria, Copisa la contratista principal y Cavosa la subcontratista para estas labores. El jefe de obra de Cavosa era un tal José Crende, un facultativo de minas de la vieja escuela de Bélmez, que se ufanaba pregonando a los cuatro vientos que había aprobado algunas asignaturas de la carrera pagando a compañeros para que se examinaran por él.

En aquellos tiempos, las voladuras en España se realizaban con pequeños calibres de perforación: 3 ½” era un importante calibre y era el máximo empleado en la excavación. Acuciados por el plazo de ejecución, se decidió incorporar a la obra un equipo de perforación de lo que entonces se denominaba “gran calibre”, capaz de perforar en 6 ½”, con lo que se lograría incrementar la producción.

Yo le había vendido a Cavosa un equipo Crawl Máster equipado con martillo en fondo, capaz de perforar en ese diámetro. Fue cuando trabajaba en Ingersoll-Rand y tenía bastantes experiencias de voladuras en aquel calibre en diferentes lugares donde la máquina había estado alquilada. Se pensó que con esa experiencia yo sería el adecuado para ponerlo en marcha en la obra, rompiendo la resistencia cerril de Pepe Crende a cualquier innovación. Para ello, iba a pasar largo tiempo a pie de obra, hasta convencerle de sistematizar las voladuras en ese calibre. Se trataba de convencer, no de vencer.

Me pasaba la vida viajando continuamente por el país, visitando todas y cada una de las obras de las que era y me sentía responsable, por lo que aparecía por mi casa tan solo los fines de semana, y ahora se me sumaba aquella difícil misión.

Cuando expuse a mi mujer que me iban a dejar de ver el pelo también en esas fechas, se lo tomó muy mal, sugiriéndome que me marchara de casa definitivamente. Esto me lo decía con bastante frecuencia y tampoco en esta ocasión se lo tomé en consideración, por lo que a pesar de que me había colocado en la puerta las maletas con todas mis pertenencias (hasta las fotos de la primera comunión), me limité a tomar solamente lo necesario para un par de semanas de hotel y, jurando volver por casa al menos en fines de semana alternos, cargué con los bártulos y me dirigí al aeropuerto de Barajas en un taxi.

En el aeropuerto del Prat, en Barcelona, alquilé un coche, un Seat 127, con el que me movería por la zona. Me instalé en Cambrils, en la costa, a casi 60 km de Ascó. En Cambrils estaba acomodado casi todo el personal de la obra por las dificultades de encontrar alojamiento, ni en Ascó ni tampoco en los pueblos cercanos.

CUANDO EXPUSE A MI MUJER QUE ME IBAN A DEJAR DE VER EL PELO TAMBIÉN EN ESAS FECHAS, SE LO TOMÓ MUY MAL, SUGIRIÉNDOME QUE ME MARCHARA DE CASA DEFINITIVAMENTE.

Nada más pisar la obra, me encontré con Pepe dispuesto a poner la proa al nuevo sistema. Tenía sus rutinas, que consideraba inamovibles. Para Pepe la cinta métrica era inútil, y el taquímetro, una mariconada. Él medía las distancias a pasos. Allí se había instituido el “tranco patrón” como medida y así marcaba los puntos de emboquille de los barrenos, con un ritual que concelebraba con un tal Andrés Pérez Baspino, su ayudante, un encargado y un par de peones. Pepe daba largas zancadas marcando paquete. Contaba uno, dos, tres pasos y... zas... ¡aquí! Señalaba al suelo con su dedo índice a la vez que colocaba la puntera de su bota sobre el punto crítico señalado. Andrés portaba una piedra en sus manos e iba siguiendo a Pepe, quien, a su vez, era seguido por los dos peones, que portaban más pedruscos en sus regazos, que constituían el stock rocoso del que iban suministrando gorrones a Andrés según necesidades. Un encargado cerraba el cortejo portando un bote de pintura roja en la mano izquierda y una brocha en la derecha. O al revés, si era zurdo.

Con gran diligencia, Andrés se lanzaba a colocar el pedrusco que portaba en el punto que el dedo y la bota de Pepe señalaban. Completaba el proceso de marcaje dando ligeros puntapiés al pedrusco, tras lanzar visuales alrededor, como los sagaces lobos de mar otean el horizonte para localizar el rumbo perdido; todo esto en medio del sepulcral silencio, casi místico, de la comparsa. Tras ello, el encargado, el del bote, procedía a dar una mano de pintura roja al pedrusco, lo que el artista hacía con delicadeza de artesano, y el punto de emboquille del barreno quedaba perfectamente identificado para el perforista. La escena se repetía para cada uno de los barrenos.

Naturalmente, lo primero que hacía el perforista era meter el carro de perforación entre aquellas piedras pintadas de rojo, desplazándolas de la posición en la que con tanto esmero habían sido colocadas por aquella cohorte, pasando las orugas de la perforadora por encima o dándoles una patada, quitándolas de en medio para que no estorbaran, y acababa emboquillando los barrenos donde le parecía oportuno, o incluso donde le salía de los cojones.

Comenzamos a perforar con el nuevo equipo. Yo intenté transmitir mi experiencia al irreductible jefe de obra, sugiriéndole el esquema de voladura adecuado y la carga que entendía que se debía usar para este. Pero su soberbia, desconocimiento y el miedo de Pepe, le llevaron a argumentar que, como jefe de obra, la responsabilidad de las voladuras era exclusivamente suya y tratando de evitar las posibles proyecciones decidió comenzar con esquemas "amplios" y cargas "reducidas", cometiendo el mayor error. Y es que ocurre que, cuando por defecto de carga los barrenos no son capaces de arrancar frontalmente y fragmentar la roca que les correspondería de acuerdo con el esquema aplicado, actúan como cañones (lo que se conoce como dar bocazo) produciendo cráteres y lanzando las rocas arrancadas de la zona de la boca del barreno en todas direcciones y a distancias insospechadas, incluso algunas ascienden directamente en vertical hasta perderse de vista.

La forma de explosión puede asimilarse a la erupción de un volcán, repartiendo pedradas a todo lo que se menea o está quieto en el entorno de la voladura. Para que esos bocazos no se produzcan, los barrenos deben ser capaces de arrancar la roca rompiendo por el frente de la voladura, y para ello era necesario reducir el esquema y aumentar su carga. Eso era exactamente lo contrario de lo que hacía Pepe.

Alrededor de la excavación se asentaban diferentes construcciones y servicios, a distancias que no los eximían del riesgo de recepción de alguna pedrada, aún haciendo las cosas bien; riesgo que se incrementaba notablemente haciéndolas mal. En dirección norte solo había campo, terreno baldío, pero al oeste se encontraban las oficinas de Copisa y Fecsa, al sur nuestras casetas y al este existía una franja de seguridad libre de construcciones, más allá el campamento obrero, después la vía del ferrocarril, tras ella el río Ebro (bastante ancho en esa zona), y en la margen opuesta, una ladera de terreno baldío, a más de un kilómetro de distancia.

Tras escenificar el marcaje a pasos, la colocación de piedras y su decorado con pintura roja, se perforó y cargó la primera voladura diseñada por nuestro amigo, con un esquema muy “amplio” y “escasa” carga de explosivo, justo lo contrario de lo razonable, por lo que yo preveía una intensa lluvia de piedras repartidas en todas direcciones. Para observar la trayectoria y alcance de los “aerolitos”, nos distribuimos con unos cuantos radioteléfonos en puntos claves, concentrando nuestra atención preferentemente sobre las oficinas de la propiedad Fecsa, la contratista Copisa y el campamento obrero.

En la zona anexa a la vía, y para observar el campamento, se posicionó un tal Morán, un topógrafo de Cavosa, un excelente profesional con quien hice posteriormente una gran amistad. Morán era alto y muy delgado. Hablaba con voz profunda, pausadamente, sin expresar emoción alguna y tenía una forma de pensar muy singular. Yo me había quedado en nuestra caseta, que era la construcción más cercana a la zona de voladura, mientras Pepe y Andrés se desplazaron hacia la zona de las oficinas de la propiedad y de la contratista.

Disparamos y, como era de esperar, los barrenos dieron un bocazo como los cañones del barco del pirata Morgan y de allí salieron piedras bombeadas y en todas direcciones, como en la tronada de un cráter en erupción. Los pedruscos alcanzaron tal altura que se perdieron de vista. Pudimos observar cómo llegaban algunos a la ladera del otro lado del río. Las piedras lanzadas por aquellos barrenos tuvieron más alcance que los pepinazos de los cañones de Navarone. Contacté con Morán mediante el radioteléfono. Me dijo que, a la altura de la vía del ferrocarril, uno de los “aerolitos” había atizado a la línea telefónica entre estaciones y se la había cargado. Considerando que el campamento estaba más cerca de la voladura que el tendido de la vía, le respondí:

—Pero... si las piedras han caído en el tendido, habrán caí do también en el campamento, ¿no?

A lo que respondió con su voz seria, profunda y pausada:

—¡No, no, allí no. Por el campamento iban muy altas!

Aquellos pedruscos habían sobrepasado la zona de seguridad, el campamento, las vías, el río y habían caído en la otra ladera. Pero no todas alcanzaron la despoblada ladera, hubo excepciones. Una, de buen tamaño, había aterrizado en el campamento, sobre la cubierta de un barracón, y tras atravesarla había impactado sobre la cama del dormitorio de un “carrilano”. Hubo suerte, pues aunque el trabajador que dormía en aquel catre pertenecía al relevo de noche y todos los días se despachaba con una adelantada siesta a esa hora de la pedrada, aquel día había ido al pueblo a hacer alguna gestión, habiendo dejado su maleta sobre la cama.

DISPARAMOS Y, COMO ERA DE ESPERAR, LOS BARRENOS DIERON UN BOCAZO COMO LOS CAÑONES DEL BARCO DEL PIRATA MORGAN Y DE ALLÍ SALIERON PIEDRAS BOMBEADAS Y EN TODAS DIRECCIONES, COMO EN LA TRONADA DE UN CRÁTER EN ERUPCIÓN.

A tamaña pedrada sucumbieron: la cubierta de la nave, la maleta (continente y contenido) y la cama completa, incluyendo colchón, sábanas y somier. La pedrada no destrozó el peluche y el orinal porque el durmiente era ya adulto, dormía sin osito y meaba en los servicios del barracón. Cuando el fulano entró en su habitación y vio aquel destrozo, imaginando que su cuerpecillo podría haberse encontrado allí esa tarde en plena modorra, sufrió un ataque de nervios y tuvo que ser atendido en la enfermería de la obra con una cumplida ración de Valium para librarle del hipo, los temblores, gemidos y repeluses que le había producido tan terrorífica visión.

Otro aerolito alcanzó las oficinas de Copisa entrando por el tejado de una nave, impactando en la mesa de despacho de un administrativo, haciéndola astillas, dejándola útil para encender braseros. Afortunadamente, el disparo fue a una hora en la que las oficinas se encontraban vacías, por lo que no hubo que lamentar víctimas. El estropicio se descubrió cuando el personal regresó tras la comida para rematar la jornada.

Se decía que en el alma de ambos, carrilano y administrativo, brotó una repentina religiosidad y salieron a escape hacia la iglesia del pueblo para agradecer al Altísimo el haberlos librado de tan terribles pedradas, mortales de necesidad. En el milagro tuvo que intervenir alguien de más categoría que la de sus ángeles de la guarda. Debió ser cosa del Jefe en persona.

Las barbaridades se repitieron; más pedradas, malos arranques, etc., sin que Pepe aceptara consejo alguno y tras unas cuantas broncas y desencuentros planteó su dimisión, pero allí continuaron Andrés Pérez Baspino y Ramón Morán.

Se incorporó entonces como jefe de obra un amigo y compañero de carrera, armas y correrías, Santiago Plaza, y a mí me asignaron la dirección de la obra. Comenzamos a ajustar las voladuras en ese calibre de 6 ½” para reducir el alcance de las pedradas, limitándolas a un radio de seguridad alrededor de nuestra zona de trabajo, que se señalizó con carteles. La zona comprendía nuestras casetas y nuestro parque de maquinaria y almacenes, y dentro de ella no se permitía la presencia de ninguna persona en el momento de las voladuras, que no fuera personal de Cavosa. Todo operario de la obra conocía esa prohibición y el área acotada estaba además perfectamente señalizada.

Esa era nuestra zona y conocíamos los riesgos que corríamos en ella y al menos debíamos limitar el de las proyecciones en el entorno. Las pedradas recibidas en el área se entendían como “fuego amigo” y, por lo tanto, aceptables como gajes del oficio. En los momento de las voladuras, dentro de esa zona de seguridad, se aparcaban dos cargadoras de ruedas Michigan 175 que, aunque eran propiedad de Cavosa, se encontraban alquiladas a la empresa Ginés Navarro. Uno de los operadores de estas cargadoras, de la plantilla de esa empresa, había adquirido la costumbre de esconderse entre ellas en el momento de las voladuras para ahorrarse el desplazamiento a las zonas de seguridad y el retorno después, a pesar de que aquello estaba absolutamente prohibido.

Aquel imbécil había sido advertido por todos nosotros personalmente de que no podía permanecer en ese lugar y tuvimos que sacarle de allí en más de una ocasión, ya que el fulano se escondía agazapado entre las máquinas. Pero un buen día le tocó el premio gordo del sorteo, del que se había hecho acreedor al contar con tantas papeletas, después de recibir tal cantidad de avisos. Se disparaba una voladura bastante comprometida en una zona muy cercana a nuestras casetas, de la que esperábamos bastantes proyecciones, y aquel subnormal se había escondido entre las ruedas de las palas, por lo que había pasado desapercibido a nuestra gente. Se suponía que en la zona de seguridad no quedaba nadie ajeno a nuestro grupo.

Yo me encontraba con Santiago Plaza dentro de nuestra caseta, y había aparcado el coche junto a la ventana de esta, al lado opuesto al frente de la voladura, mientras miraba a través de ella para observar si alguna piedra nos sobrepasaba, cayendo fuera de los límites del área de seguridad.

Santiago vigilaba las que pudieran caer entre la zona de voladura y la caseta, asomado a la puerta de esta, mientras Andrés y Morán observaban las oficinas y el campamento. Aunque con la notable mejora en las voladuras se había conseguido recuperar esos espacios convirtiéndolos en zonas libres de impactos, aquel día dos piedras tuvieron un importante protagonismo en nuestra zona de riesgo.

La primera pedrada debió caer desde una tremenda altura, ya que Santiago ni siquiera la vio venir. Es fácil hacerse una ligera idea del daño que puede producir un pedrusco que haya alcanzado una altura de cien metros, considerando que su velocidad al alcanzar el suelo sería del orden de los 160 kilómetros por hora. Esto hace muy recomendable situarse fuera de su trayectoria para evitar las molestias que podría producir su impacto sobre el organismo. El zumbido fue casi simultáneo al impacto. Cayó prácticamente en vertical, pasando por delante de mi cara, que tenía asomada a la ventana, y le atizó al Seat 127 que tenía alquilado. Le pegó de plano en el capó, taladrándolo. Sonó como un disparo. No destrozó el motor porque paró el golpe la rueda de repuesto, que estaba situada entre el capó y el motor, y a la que dejó el disco hecho un churro. Yo creo que sin la rueda, la piedra habría entrado en el motor por la tapa de balancines y salido por el cárter.

El otro cantazo se lo llevó el palista en la cara. El inconsciente se sentía inalcanzable por cualquier aerolito, protegido entre las enormes ruedas de aquellas Michigan, que fueron su perdición. El pedrusco rebotó en una rueda, luego en otra, o tal vez en más, y al final, en el último, terminó en la cara del tipo. ¡Pim, pam, pum, zas! Y se la comió. La pedrada careció de consecuencias para nosotros, pues ante los testimonios de los que habíamos advertido en tantas ocasiones a aquel idiota de los riesgos que conllevaba quedarse allí durante las voladuras, sacándole de su escondite y amenazándolo con “calentarle”, en el juicio, “su señoría” no consideró la existencia de responsabilidad de la empresa en el accidente y esta fue absuelta.

EL OTRO CANTAZO SE LO LLEVÓ AQUEL PALISTA EN LA CARA. EL INCONSCIENTE SE SENTÍA INALCANZABLE POR CUALQUIER AEROLITO, PROTEGIDO ENTRE LAS ENORMES RUEDAS DE AQUELLAS MICHIGAN, QUE FUERON SU PERDICIÓN.

No habíamos vuelto a tener noticia del individuo, incluso pensamos que había pasado a mejor vida o emigrado a zonas de menor riesgo; desde luego, después de la brutal pedrada, no parecía factible que se asomara por zonas de voladuras; pero al cabo de un par de meses, mientras Santiago y yo nos encontrábamos en la caseta, se nos presentó un tipo con la cara deformada. Le faltaba una parte de la mandíbula y se le apreciaba una tremenda cicatriz en la cara a la altura de la boca.

Hablaba muy raro y se identificó más o menos así:

—¡O, oy a que e dio a edrada y engo a eid inedo pod os daños...!

De repente caímos en la cuenta. ¡Era el gilipollas! ¡No había palmao! Había librado con la cara hecha astillas y ahora tenía la jeta de venir a pedirnos dinero, después de la cantidad de veces que le hicimos salir de entre las ruedas de las cargadoras, lo que valió para que la sentencia fuera absolutoria.

—¿Dinero...? ¡Hostias es lo que te vamos a dar, mamón!

Nos fuimos ambos a por él, dispuestos a romperle la parte de la cara que no había sido afectada por el cantazo. Santiago a puño descubierto y yo agarrando el astil de un pico, que es elemento muy adecuado para defender cualquier tesis cuando se plantea una discusión. No nos dio tiempo a echarle mano. Salió de la caseta como un corzo, profiriendo improperios.

—¡Caa aaa bones, jos e a gan uta!

Nunca más volvimos a saber de él.

La vida y obra siguieron su curso. Santiago y Andrés fijaron su residencia en una pensión en Falset, mientras yo seguí asentando mis reales en Cambrils las temporadas que pasaba en obra. Dada la coincidencia de que Morán, el topógrafo, también tenía su residencia en Cambrils y al objeto de minimizar los gastos de desplazamiento y sentirnos acompañados en las idas y venidas, acordamos viajar ambos en un coche.

Como dije, Morán era un tipo especial. En nuestro primer viaje juntos, él conducía una furgoneta de la empresa, conmigo de copiloto. Atravesamos la carretera nacional a toda velocidad, sin respetar el stop que pintado en el suelo y en señalización vertical advertía de la peligrosidad del cruce. Cuando le eché en cara aquella bestialidad que nos podría haber puesto (en palabras típicas del personal sanitario de la culta progresía) “en situación incompatible con la vida”, además de habernos podido matar, me convenció de la conveniencia de su maniobra con el siguiente razonamiento:

—Mira, estarás de acuerdo en que cruzar esta carretera es peligroso, ¿no? Bueno, pues cuanto menos tiempo estemos en ella tanto mejor; así, si cruzamos a toda velocidad corremos menos riesgo porque estamos menos tiempo en ella... ¿no?

—Joder, este tenía más peligro que las pedradas de las proyecciones.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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