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Actualidad

01 Marzo 2024

La iniciación axial. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Trabajaba entonces en Cavosa (Compañía Auxiliar de Voladuras), una empresa filial de la que en aquel tiempo se denominaba Unión Española de Explosivos (UEE). El director de Cavosa era Julián García San Miguel, y su presidente el director de la División de Explosivos de UEE, Eugenio Muñiz. Yo era el responsable de una entelequia dentro de Cavosa llamada División de Desarrollo, que acabó convertida en realidad. Se trataba de un grupo encargado de realizar los trabajos “más raros” que se podían llevar a cabo con explosivos, entre los que se encontraban las voladuras subacuáticas. Bajo el flamante título de director se escondía el “chico para todo”: yo. Porque en los comienzos de aquel grupo desempeñaba diferentes oficios, cambiando de vestimenta según la labor que tocara en suerte en el momento. Mi guardarropa contenía desde elegantes ternos de precio asequible a un asalariado normalito, pero que daban muy bien el pego de alto ejecutivo, hasta un conjunto de neopreno para vestir en las inmersiones como avezado submarinista, pasando por un par de monos de recia tela, por aquello del “quita y pon”, que vestía con dignidad proletaria ejerciendo de perforista o artillero.

Al igual que Clark Kent se convertía en Supermán, yo me transformaba de asalariado pelón en directivo de elevada posición, hombre rana, barrenista o artillero, aunque me cambiase de vestimenta en las casetas de las obras en lugar de en cabinas telefónicas, portales de edificios, oscuros callejones o naves industriales, como lo hacía aquel héroe del celuloide. Debíamos ser muchos en España los que aparentábamos lo que no éramos porque aquellos disfraces de alto ejecutivo se vendían como churros calentitos en un establecimiento de ropa de caballero llamado Milano, sito en la calle de Serrano.

Vestía el neopreno cuando tenía que sumergirme en el agua, dulce o salada, para vérmelas con alguna “voladura subacuática”. Desde mi juventud fui aficionado al buceo y contaba con mi propio equipo, cuyo uso pasó entonces de deportivo a profesional. Parece que yo cumplía lo de “valer para todo sin servir para nada”, lo que representaba el principal mérito en mi “ridículum” vitae para ocupar el cargo de director de la división de Cavosa.

Otro componente del grupo, también ingeniero de minas, compañero de promoción y gran amigo, era Santiago Plaza, quien fue responsable de algunas de aquellas obras a “pie de tajo”, una de las cuales consistió en la ejecución de las voladuras para el rebaje de la cota de fondo de una zona del puerto del Musel, en Gijón, para incrementar su calado.

La empresa adjudicataria de la obra era Agromán, Cavosa era la subcontratista de esa parte del trabajo y la división de la que yo era “director-hombre rana-artillero” la ejecutora directa de las labores de perforación y voladura. El jefe de obra por parte de Agromán era un tal Jesús Canduela, un ingeniero de caminos joven pero que se apoyaba en un bastón para paliar una ostentosa cojera. Santiago decía que los cojos eran gente de “mala leche” y aseguraba que éste era un ejemplo de ello.

APARENTÁBAMOS LO QUE NO ÉRAMOS CON AQUELLOS DISFRACES DE ALTO EJECUTIVO QUE SE VENDÍAN COMO CHURROS CALENTITOS EN UN ESTABLECIMIENTO DE ROPA DE CABALLERO LLAMADO MILANO, SITO EN LA CALLE DE SERRANO.

Realizábamos la perforación y la carga de los barrenos con el procedimiento conocido como OD, iniciales de su denominación en inglés, “overburden drilling”, que en español significa “perforación con recubrimiento”. El sistema utiliza perforadoras de martillo en cabeza que trabajan con doble “varillaje”, uno se conoce como “exterior” y otro como “interior”. El varillaje exterior consiste en unos tubos acoplables entre sí mediante rosca, con una pared de importante grosor y de material de alta resistencia. En el primer tubo se acopla una corona cubierta de pastillas o botones de Widia y tras él se van empalmando tramos, formando una sarta, hasta alcanzar el fondo. A través de esos tubos se transmiten los impactos y la rotación que imprime la perforadora a la corona.

La perforadora estaba montada sobre una “pontona”, una plataforma elevada sobre la superficie del agua soportada por cuatro patas apoyadas en el fondo marino. Tras alcanzar el fondo con el varillaje exterior se atravesaba a rotación el recubrimiento del fondo hasta alcanzar la roca en la que se “clavaba” la corona someramente mediante la roto-percusión que le imprime la perforadora. Con esa operación quedaba conectada la superficie de la pontona con la roca a volar en el fondo mediante ese “tubo”, a través del cual se introducía ahora el varillaje interior, formado por barras que, empalmadas mediante manguitos, formaban otra sarta con la boca de perforación en su extremo, que accionada por la misma perforadora ejecutaba el correspondiente barreno en la roca como una perforación típica en terreno seco.

Perforado éste, se procedía a la extracción del varillaje interior, manteniendo el taladro perforado conectado con la pontona a través de ese “tubo” (el varillaje exterior). De esa manera se puede manejar e introducir el explosivo en los barrenos directamente desde la pontona, o sea, desde un espacio “seco”. La iniciación del explosivo se realizaba mediante cordón detonante, conocido vulgarmente como “mecha rápida”, que en nuestro caso era de tipo submarino, provisto de una envuelta totalmente impermeable, aún bajo presión de agua. La denominación de mecha se debe a su forma, similar a la de una mecha clásica con alma de pólvora y lo de rápida es debido a que su alma, en lugar de pólvora, contiene un explosivo especial de muy alta velocidad de detonación, de siete mil metros por segundo en este caso. El trabajo con el sistema OD se caracteriza porque los barrenos han de cargarse al terminar su perforación, dado que el explosivo se introduce en ellos a través del varillaje exterior. Así se iban perforando e introduciendo las cargas en cada taladro terminado, para pasar al siguiente.

Las cargas quedaban conectadas a la superficie mediante el cordón detonante, cuyos extremos se mantenían atados a boyas hasta el momento de proceder a la voladura, cuando se habían perforado y cargado el número de barrenos que deberían componerla y se retiraba la pontona a zona segura. Ese era el momento en el que había que echarse al agua para colocar los detonadores eléctricos en cada ramal o grupo de ramales de cordón detonante, según el caso.

Con el crecimiento de la división me había ido liberando de la participación en las labores más penosas de aquella actividad y ya contábamos con un buceador en la obra, al que había formado como “artillero”, y yo había reducido el número de inmersiones en aquellas procelosas aguas, aunque no me había librado totalmente de ellas.

El adiestramiento en el uso de explosivos de aquellos buceadores que podíamos contratar en cada obra requería darse unos cuantos baños en ellas junto con cada principiante, para tutelarlo en sus comienzos y asegurarse de que adquiría la práctica para desarrollar el trabajo. De igual manera, el reconocimiento de los fondos para apreciar el resultado de las voladuras, subsanar fallos o afrontar situaciones especiales, requería “mojarse”. Tenía absolutamente claro que para comprobar cómo iban las cosas en cualquier tajo, había que visitarlo y si éste se encontraba bajo el agua había que meterse en ella.

Y llegó el día en el que surgió aquel problema en la obra. Santiago me había llamado para comentarme que el buceador decía haber localizado en el fondo algunos barrenos cuya carga no había detonado y de los que asomaban los ramales de cordón detonante intactos. Habían procedido a dispararlos con unos nuevos detonadores a pesar de lo cual aún se había producido algún nuevo fallo. Comprobé en la obra que el motivo de esos “gatillazos” se debía a los detonadores, porque aquellos ramales de cordón que no habían detonado conservaban adosado el resto del detonador, cuya explosión ni siquiera había tenido la potencia suficiente para romperlo.

Aquel era un fallo típico de los detonadores que, aunque muy infrecuente, era producido por un defecto de prensado de su carga base. Yo había trabajado al terminar la carrera en el departamento técnico de UEE. Había sido “cocinero antes de fraile” y ya había tenido ocasión de atender alguna reclamación de clientes por ese fiasco, que entre los técnicos de UEE se conocía como “fallo de culote”, por ser en el fondo del detonador, en su culote, donde se encontraba el problema. Entonces, las diferentes partidas de detonadores se sometían en la fábrica, en un muestreo aleatorio, a un ensayo específico (ensayo de la placa de plomo) para comprobar que su potencia era la correcta y por lo tanto suficiente para iniciar el cordón detonante al que se adosara, algo que no ocurría si su carga base no estaba prensada adecuadamente.

El ensayo consistía en explosionar un detonador colocado sobre una pequeña placa de plomo de un determinado grosor, comprobando si con esa explosión se llegaba a perforar ésta o simplemente se producía en ella una huella; tan sólo una pequeña abolladura. En ese caso el detonador no era capaz de iniciar el cordón detonante y se produciría el fallo. Ese era el problema, pues lo habíamos comprobado en la obra.

TODA MI VIDA ME HE SENTIDO LIBRE, SIN MIEDO A PONER MI DIMISIÓN SOBRE LA MESA CON LA SEGURIDAD DE QUE SIEMPRE ENCONTRARÍA UN LUGAR DONDE GANARME EL SUSTENTO SIN TENER QUE TRAGAR MUCHOS SAPOS.

Santiago cursó la correspondiente reclamación a la delegación de UEE en Oviedo, desde la que transmitieron ésta a la fábrica de Galdácano y, retirada esa partida de detonadores, el problema quedó resuelto. Pero aquello no terminó allí. Cierto día en el que Santiago se había desplazado a Madrid para tratar diferentes temas relativos a la obra, se nos echó encima la hora de la pitanza y nos dirigimos a las oficinas de UEE, que ocupaban entonces al completo el edificio del Paseo de la Castellana 20, en cuyo sótano había montado un comedor para sus empleados, tanto directos como de sus filiales. Se trataba de un autoservicio clásico donde se abonaba la comida mediante unos “cheques” que facilitaban las empresas del grupo a sus empleados como una gratificación o “ayuda” en especie. Los menús eran muy aceptables y nuestras oficinas estaban al lado de las de UEE, a tres minutos a paso lento.

Justo cuando habíamos terminado de comer y nos disponíamos a echarnos al coleto unos cafelitos, vimos acercarse a nuestra mesa a Eugenio Muñiz en compañía de Julián García San Miguel, nuestros dos grandes jefes, al alimón. Tanto Santiago como yo nos pusimos en pie de inmediato, mostrando conjuntados nuestros serviles gestos a aquellos próceres de los que dependía nuestra soldada y, por ende, el alimento de nuestras respectivas proles, mientras observábamos que nos convertíamos en el foco de atención de los atónitos empleados que aún permanecían en el comedor, que se iba vaciando.

Tras los saludos de rigor tomamos asiento de nuevo y una vez hechas las referencias a la climatología y generalidades varias, Eugenio Muñiz entró al tema de los fallos de los detonadores en la obra del Musel. Parece que el asunto del fiasco de los detonadores había llegado a sus oídos y, aunque por su cargo en ambas empresas, UEE y Cavosa, debería tener cosas más importantes en que pensar y a las que dedicarse que a aquel asunto ya resuelto, decidió impartir su docto saber a los dos ignorantes, Santiago y un servidor, porque, según él, los detonadores no fallaban sino que éramos nosotros los que no los utilizábamos correctamente. Y lo expuso así, sin anestesia y en presencia de nuestro director general.

Yo había conocido a Eugenio muchos años antes, cuando él era director de la fábrica de explosivo de UEE en Galdácano porque, como dije anteriormente, recién terminada la carrera accedí a mi primer trabajo precisamente en esa empresa y, en concreto, mi periodo de formación se desarrolló en la fábrica de Galdácano cuando él era su director, y ya era de conocimiento público la notable testarudez de Eugenio, que se unía a la creencia de encontrase siempre en posesión de la verdad, tal vez originada por la obediencia debida que le mostraban sus subordinados en la empresa, a la que se sumó, con su ascenso y su desembarco en Madrid, la de sus alumnos en la Escuela de Ingenieros de Minas, en la que impartía clase de Explosivos. Eugenio era una reconocida eminencia en cuanto a la fabricación de explosivos, pero carecía de la experiencia práctica de su manejo en sus aplicaciones en las obras, pero nadie, ni en la empresa ni en la escuela podía contradecirle.

En cierta ocasión, un compañero que lo conocía muy bien comentó que era imposible discutir con Eugenio, a lo que otro respondió que eso no era cierto porque con Eugenio se podía discutir de cualquier tema, siempre que se le diera la razón.

—Eugenio –rebatí–, los detonadores se usan correctamente. Se trata de fallos...

—No, Esteban, no –me interrumpió negando vehementemente–. No son fallos; lo que ocurre es que lo estáis haciendo mal. Tenéis que usar la iniciación axial. Tenéis que colocar los detonadores no adheridos lateralmente al cordón, sino enfrentando la punta del cordón al culo del detonador. Con la iniciación axial eso no os ocurriría...

—Ya leyó nuestro amigo algún artículo de algún “erudito” a quien se le ha ocurrido una genial idea –pensé.

Y como toda mi vida me he sentido libre, sin miedo a poner mi dimisión sobre la mesa con la seguridad de que siempre encontraría un lugar donde ganarme el sustento sin tener que tragar demasiados sapos, negué la mayor.

—Mira, Eugenio, no hay duda de que son fallos. Por cierto, fallos que ya viví cuando estuve trabajando en UEE y tú eras director en Galdácano. Entonces tuve que atender más de una reclamación de algún cliente por ello. Hemos hecho una prueba, ni siquiera con la placa de plomo, sino con el culo del detonador colocado sobre una simple tablilla y casi ni la marca. Vuestra delegación de Oviedo ha retirado la partida y comprobado con un muestreo, ensayando con la placa de plomo, que los fallos son reales. Además, ahora, desde que pasé a esta filial, llevo disparados más tiros en el agua que cañonazos el Capitán Flint en sus peripecias navales y jamás, ni nosotros ni nadie del oficio en este país, se plantearía colocar los detonadores en los cordones, como dices, ni en tierra, ni mucho menos en el agua, dando bandazos y saltos entre olas.

Quedaba claro que era un problema de los detonadores, pero Eugenio había comenzado a cantar las excelencias de la “iniciación axial” y continuó, erre que erre, ensalzando las bondades de un método cuya aplicación carecía de sentido y además era imposible llevar a cabo en la práctica.

—Bueno... si se ha comprobado que se trata de ese clásico fallo... pero, con independencia de ello, la iniciación axial del cordón aumentaría su eficacia... –y “vuelta la burra al trigo”.

Eugenio estaba dispuesto a seguir con la charla, como si se encontrara sobre la tarima de un aula escolar, mientras yo iba rebatiendo uno por uno cada uno de sus argumentos por la imposibilidad de aplicación práctica, sin que además aquello reportase beneficio alguno. Ni era necesaria ni tenía ningún sentido su aplicación.

Mientras estábamos en esas, en pleno fragor de la discusión, observé que Santiago me hacía discretos gestos indicándome con su mirada un punto del comedor. Le seguí la vista y ante mí apareció la escena para la que reclamaba mi atención. En el fondo de la sala, ya prácticamente vacía, como a una altura de metro y medio del suelo, se abría una pequeña ventana que daba a una habitación anexa que debería ser la cocina, a través de la que pasaba una cinta transportadora que era utilizada tanto para el traslado desde la cocina al comedor de los platos del bufé y fuentes de guisos, vajilla limpia, cubertería y todo tipo de trebejos del condumio, como para el retorno de esos mismos elementos desde el comedor a la cocina para su lavado, una vez finalizada la pitanza de los empleados. La cinta se encontraba parada, dado que ya habían terminado con la retirada del menaje usado y las chicas de la cocina debían estar dedicadas a su lavado y limpieza del local.

EN LAS BRAGAS BLANCAS SE MARCABA SUTILMENTE EL SURCO DE LA DEPRESIÓN «INTERLABIAL», POR CUYOS BORDES ASOMABAN UNOS MECHONES DE PELO RIZADO Y NEGRO COMO LA ANTRACITA.

En aquel marco se apreciaban unas piernas femeninas que mostraban sus rodillas y la cara interior de los muslos y de frente, entre las ingles, el ligeramente abultado chochero de unas bragas blancas (algo amarillentas en ese punto), en las que se marcaba sutilmente el surco de la depresión “interlabial”, por cuyos bordes asomaban unos mechones de pelo rizado y negro como la antracita. Aquel erótico conjunto estaba dotado de un ligero movimiento oscilante, ascendente y descendente, como si la interfecta realizara unas cortas flexiones.

Se intuía que una de aquellas muchachas se había subido a la estructura soporte de la cinta y, acuclillada con la bata remangada y los pies acomodados uno a cada lado de la banda transportadora, debía estar limpiando los azulejos de la pared, por encima del dintel de aquella “ventana”.

Era lógico suponer que la criatura había adoptado aquella postura sin tener conciencia de todo lo que mostraba a cualquiera que se encontrara en el comedor, al otro lado del tabique, o sea, a nosotros. Me contuve para evitar soltar la carcajada, pero me delató el gesto, que, por otro lado, también se le adivinaba a Santiago. Eugenio detectó mi mueca y, malpensado, creyó que me estaba riendo de su docto parlamento.

—No, Esteban; no te rías, no –espetó con gesto reprobatorio y contenido cabreo–, que esto que te digo de la iniciación axial no es cosa de risa.

Cayó entonces en la cuenta de que Santiago lucía el mismo gesto de jolgorio contenido y se lanzó a por él, mientras Julián se encontraba oficiando de convidado de piedra sin haberse percatado de la escena.

—Y tú tampoco, Santiago. No te lo tomes a broma –disparó ahora contra éste–. No te rías porque la iniciación axial... –No se le agotaba la munición ni se le encasquillaba la escopeta.

Como en aquel anuncio de un queso en el que el abuelo insistía a su nietecito (un tipo como un castillo con aspecto de indolente) en que se comiera el queso que le ofrecía, y el muchacho le respondía: “¡Que no! ¡Que no quiero más queso! ¡Que lo tengo «aborrecío»!”, yo también tenía la iniciación axial “aborrecía“, y aproveché la imagen erótico-jocosa que nos brindaba aquella moza para terminar con la perorata evitando que se nos aplicara el despido procedente que podríamos merecer por pitorrearnos del presidente de la empresa a costa de la “iniciación axial”.

—Que no, Eugenio, que no; que no nos reímos de la iniciación axial, que nos reímos de eso –dije señalando el cuadro.

—¡Coño! –exclamó Eugenio, que aunque no era hombre de decir tacos, la habitual corrección de su parla se vio superada por la sorpresa que le provocó la visión.

—Pues eso, Eugenio –apostillé–. De eso nos reímos.

Por fin, con aquel coño se puso el finiquito a aquella estéril porfía, mientras la muchacha continuó con su labor de limpieza sin ser consciente de que, gracias a ella, se había desechado por completo la aplicación de la “iniciación axial” en las voladuras submarinas en el puerto del Musel... o en cualquier otro lugar.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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