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Es bien sabida la importancia que tuvo la minería de carbón en Asturias. Me contaba un amigo que en cierto pueblo minero residía un operario de una de estas explotaciones, una de las muchas minas de carbón de interior que conformaban ese entramado deficitario que se conocía como Hunosa. El tipo desarrollaba el trabajo de “jaulista”, denominación que se da al operario que maneja las máquinas que accionan los diferentes tipos de “ascensores”, llamados generalmente jaulas, con los que se transporta personal y materiales al interior de las explotaciones a través de los pozos que conectan la superficie con los diferentes niveles de la explotación y se realiza la extracción del carbón hasta la superficie.
No recuerdo si mi amigo me refirió el nombre del individuo, pero sí recuerdo su mote: era El Johnny. Parece que, a pesar de que el trabajo desarrollado por el Johnny era de un importante nivel de responsabilidad, su estabilidad mental resultaba más que dudosa, pues, supuestamente, el hombre sufría de una doble personalidad. Una se manifestaba durante la jornada laboral, donde se comportaba como un trabajador modélico, colmado de virtudes y aptitudes que le hacían más que idóneo para su trabajo, pero a la terminación de la jornada el Johnny cambiaba su ropa de trabajo por un atuendo típicamente vaquero, como sacado de un film del Oeste de Sam Peckinpah. Vestía rudo pantalón vaquero, camisa del mismo estilo y pañuelo al cuello, calzaba botas y espuelas y se tocaba con un sombrero tejano, ciñendo un cinturón de pistolero a sueldo, con una canana repujada en la que podían observarse los correspondientes cartuchos de reserva para los largos tiroteos y en cuya funda al costado asomaba la culata de un tremendo pistolón, perfecta imitación de un Colt 45.
Aquel tipo se había transformado en el Johnny.
Ataviado de esta guisa paseaba por las calles del lugar con una estudiada cadencia en su andar acompañado por el sonido de los tacones de sus botas y el tintineo de las espuelas y con su mano derecha presta a desenfundar. Su nueva personalidad se manifestaba en sus modales, manteniendo sus relaciones con los vecinos como si verdaderamente fuera un temible pistolero.
—Morgan –decía al farmacéutico, de nombre Eusebio–. Este pueblo es muy pequeño para los dos. Tienes media hora para abandonarlo. No pierdas la oportunidad y toma el próximo tren a Denver.
En el bar del Antoñín, para tomarse una caña montaba una escena:
—Smith, dame de beber. Tengo la garganta seca. El cruce del desierto con el ganado ha sido muy duro.
Entonces Antoñín gritaba al guaje que tenía como ayudante en el bar:
—¡Manolín!, anda y ponle una caña al Johnny.
Luego, el Johnny se dirigía a la señora de la limpieza que gastaba su jornada dando largas pasadas de mocho al terrazo del suelo.
—Muñeca –decía–. Canta para mí. Hoy necesito sentir tu voz. Echo de menos a Dolly, mi chica, la muñeca que me robó el tramposo Flanagan en aquella partida de póker en Lago.
—Es que no ha venido el pianista, Johnny –contestaba la señora–. Por la tarde ya cantaré.
Apoyado en la barra, con su sombrero echado hacia atrás, se iba bebiendo la birra a pequeños sorbos, mientras su fino oído le prevenía de posibles sorpresivos ataques de cualquier pistolero traidor. Si en aquella postura alguien entraba al bar, se giraba bruscamente desenfundando su Colt 45, mientras flexionaba las piernas adoptando una postura de ataque, con un perfil que ofreciera menor superficie de blanco para su imaginario contrincante. El parroquiano saludaba:
ASÍ ESTABAN LAS COSAS, CUANDO AQUEL INDIVIDUO QUE TOMABA UN CAFÉ EN LA BARRA DE UN CONOCIDO BAR DEL PUEBLO, SINTIÓ LA OPRESIÓN DEL CAÑÓN DE UN ARMA EN SU ESPALDA, MIENTRAS UNA VOZ EN TONO SUSURRANTE LLEGABA A SU OÍDO: ¡HAS TERMINADO!
—Buenos días a todos. ¡Joder, Johnny!, ¿ya estás por aquí dando por culo?
—Mide tus palabras forastero –respondía el Johnny–. Y la próxima vez no te acerques a mí de esa manera. Hoy no has perdido la vida porque tu suerte te ha sido favorable.
—¡Manolín! –decía entonces el parroquiano–, anda y ponle otra caña al Johnny, que me ha “perdonao”.
La cosa tenía gracia siempre que la historia quedara entre conocidos. Prácticamente todo el pueblo conocía al Johnny, pero en ocasiones algún forastero era presa del susto cuando tomando un cafetito en algún establecimiento del pueblo era interpelado por el Johnny, que pistolón en mano se encaraba:
—Forastero, te advertí que no regresaras nunca a esta ciudad. Este lugar no es para ti. Hoy has firmado tu sentencia de muerte y no te daré la oportunidad de que uses la Derringer que ocultas en tu manga.
El jolgorio que producía entre los aborígenes conocedores de las actuaciones del Johnny contrastaba con el estupor del foráneo, que en algún caso se presentó en la comisaría de Mieres para denunciar los hechos. Allí, el comisario conseguía quitar hierro al asunto tratando de disculpar las locuras del Johnny, no sin advertir a este que debía terminar con aquellas actuaciones para evitar males mayores, pero el Johnny no estaba por la labor de finalizar con las escenas.
Así estaban las cosas cuando aquel individuo, que tomaba un café tranquilamente en la barra de un conocido bar del pueblo, sintió la opresión del cañón de un arma en su espalda, mientras una voz en tono susurrante llegaba a su oído:
—Aquí has terminado. No hagas un solo movimiento y sal conmigo sin hacer gesto alguno.
El tipo amenazado se quedó paralizado. Su mano se crispó sobre la cucharilla que giraba dentro de la taza diluyendo el azucarillo que acababa de introducir en ella. Entonces aquella voz continuó su parla:
—¿Creías que el asesinato del sheriff de Wichita iba a quedar impune?
Al oír aquellas palabras, el amenazado giró lentamente su humanidad hasta encararse con su amenazador, momento en el que exclamó:
—¡Cagüendiós! ¡El Johnny!
A lo que el portador del Colt 45 respondió:
—¡Hostias, el comisario!
En aquellos tiempos en los que en España reinaba un tal Franco, los comisarios de policía utilizaban con frecuencia medios manuales para la prevención y castigo de los delitos o faltas, o para la obtención de confesiones voluntarias, y el par de hostias que el comisario propinó al Johnny restallaron en el local como el látigo de don Diego de la Vega, alias El Zorro, y su eco permanecía aún en el aire mientras el Colt 45 golpeaba diferentes elementos del mobiliario del local, saltando de lado a lado tras desprenderse de las sorprendidas manos de su portador.
—¡Anda y sal de aquí cagando leches que te mato! –añadió cortésmente el comisario–. Y yo me quedo con la pistolita.
Mientas el Johnny se alejaba, tratando de que la fresca brisa enfriara sus calientes mejillas, aún fue capaz de escuchar la voz del comisario, que desde la puerta de la cafetería añadía con gran tacto la advertencia:
—¡Y como te pille otra vez haciendo el gilipollas te mato a hostias, tonto los cojones!
A partir de esa fecha Johnny no volvió a portar armas. Cuando los del pueblo le decían:
—¿Qué, Johnny, te ha desarmado el comisario, eh?
—Qué va –respondía él, con gesto de desprecio–. He dejado la vida de pistolero. Ahora soy otro hombre.
Cuando mi amigo terminó aquel relato me quedé meditando sobre el nivel de desprecio a la vida que debían tener aquellos mineros que usaban a diario la jaula de la mina operada por el Johnny.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas