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Actualidad

01 Abril 2021

Un acuerdo negociado. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Trabajé un par de años en el Departamento Técnico de Unión Española de Explosivos y otros dos en Ingersoll-Rand, en el Departamento de Minería y Construcción. Siempre entendí que esas etapas me servirían para adquirir la mejor formación para dedicarme al campo de la perforación y voladura, que era lo que me atraía y en Cavosa encontré esa oportunidad. Cavosa contaba en su plantilla con gentes muy expertas en esas labores y algunos talludos, con una bien ganada fama, para quienes yo era un nuevo ingenierito que, con traje y corbata, y seguramente sin tener ni puñetera idea de la fiesta, venía a ocupar un despacho. Pero yo había cargado ya muchos barrenos y reparado y puesto en marcha unas cuantas perforadoras.

Uno de esos personajes era un viejo encargado, un tal Carvajal, al que le había salido la primera dentición en estas actividades. Tras su paso por diferentes empresas en las que se había dedicado al arranque de roca con explosivos en todo tipo de trabajos, arribó a Cavosa, donde, aunque con la categoría de encargado, gozaba de una consideración especial por parte del gerente, que tenía una confianza absoluta en él.

La empresa contaba con unos técnicos, jefes de zona, con residencia en Madrid, responsables de grupos de obras, en cada una de las cuales se contaba con el correspondiente jefe de obra a pie de tajo y la estructura administrativa precisa, según la importancia de esta. Pero Carvajal iba por libre y mantenía “línea directa” con el gerente en obras de pequeño volumen y sin complejidad administrativa y no tenía a nadie por encima.

Conocí a Carvajal cuando el gerente me lo presentó en una obra que estaba realizando en El Piul, una finca ubicada en el término de Rivas Vaciamadrid, ampliando un camino de acceso, junto a la laguna del Campillo, anexa al río Jarama. Los trabajos consistían en unas voladuras en zapateras en unos farallones de yeso que flanqueaban el camino y cuyos desprendimientos producían su corte.

Carvajal andaría entonces por los cincuenta. Era de estatura media y de una complexión fuerte. Conservaba esa musculatura que se había formado en el gimnasio del trabajo, en los tajos donde cursó su carrera, en la que, pasando por todos los grados, peón, ayudante, picador, barrenista, artillero... alcanzó la categoría de encargado, con un bagaje extraordinario de conocimientos por las experiencias de toda esa dura escuela.

Su cabeza era una esfera perfecta que se unía al tronco a través de un cuello corto y fuerte, que advertía de su tesón. Su cara mostraba unos ojos vivaces y un gesto sonriente sincero. Ex fumador, reía con carcajadas rasposas que terminaban en golpes de tos que delataban el estado de sus pulmones, fruto del polvo respirado y el tabaco fumado. Lucía siempre un cigarrillo apagado entre sus labios entreabiertos o un palillo entre los dientes, en los que destacaba un incisivo de oro. Me miró de arriba abajo sonriendo cortésmente, aceptando la imposición de un jefe, mientras en su interior pensaba que yo sería un gilipollas, sin puta idea de voladuras. Me soportaría como a una mosca cojonera, aparentando aceptar mis directrices, pasándoselas luego por debajo de la bolsa escrotal.

CARVAJAL ANDARÍA POR LOS CINCUENTA. ERA DE ESTATURA MEDIA Y DE COMPLEXIÓN FUERTE. CONSERVABA ESA MUSCULATURA QUE SE HABÍA FORMADO EN EL GIMNASIO DEL TRABAJO, EN LOS TAJOS DONDE CURSÓ SU CARRERA, EN LA QUE, PASANDO POR TODOS LOS GRADOS,... ALCANZÓ CATEGORÍA DE ENCARGADO.

Tras terminar la obra del Piul, por la que ni siquiera volví a aparecer, Carvajal y yo comenzamos nuestra andadura conjunta, en la que yo me debía ganar su aceptación. Tenía tarea por delante. El primer trabajo en la nueva etapa consistió en la excavación, dentro de una nave industrial de la empresa Fundiciones Azma, en Getafe, para rebajar una gran zona del piso de esta mediante voladuras.

Aunque habían retirado la maquinaria del interior de la nave, el trabajo era muy delicado pues no podían dañarse ni los cerramientos ni el techo de esta. Con una voladura mal dada podíamos arruinar la nave completa. Debíamos arrancar la roca esponjando el escombro lo suficiente para que una retro de tipo medio pudiera extraerlo, y todo ello sin llevarnos por delante ni el techo ni las paredes de la construcción. Me sorprendió gratamente que Carvajal acepara el esquema de perforación que le planteé. Eso era un excelente síntoma, aunque supuse que ello era debido a que debía pensar que no era idea mía, sino que procedía de alguien con experiencia. Pero ante la duda, yo había ganado algún punto. Cuando me acercaba por la obra mientras estaban perforando, Carvajal me trataba con simpatía y le notaba más cercano.

El segundo escalón en su cambio de postura se produjo un día que, vestido con traje y corbata, me acerqué hasta la nave, encontrándome con el equipo de perforación parado, un carro de Ingersoll-Rand Crawl CM250, con una perforadora de martillo en cabeza, una URD 475, que yo era capaz de montar y desmontar con los ojos cerrados, como el Máuser de mi primer campamento de milicias, o el Cetme del segundo.

El equipo era alquilado y Carvajal esperaba a que un mecánico de Ingersoll-Rand viniera a repararlo, pero cuando llamó para comunicar la avería no le garantizaron cuándo podría venir a repararla. La avería era una rotura de la cadena de empuje que se podía solucionar quitándole un eslabón y modificando ligeramente la posición del tensor motor de la deslizadera. Aquello se solucionaba con llave inglesa, alicates y martillo y se podría seguir trabajando. Cuando llegara el mecánico podría reponer el eslabón y recuperar la posición del piñón.

—Pero... ¿qué va a hacer usted? –dijo extrañado Carvajal cuando me dirigí hacia la caja de herramientas regresando con ella, en mangas de camisa, sin chaqueta ni corbata–. Pero, déjelo, que se va a poner perdido. ¡Que ya está avisado el mecánico, hombre!

Reparé la avería y yo había dado otro paso para ganarme la aceptación de Carvajal. Subí otro escalón más cuando le adelanté que en esa voladura utilizaríamos un explosivo Amonita 2I, desconocido para él, que siempre fue un fiel usuario de la Goma 2EC, en exclusiva. Llegó el día de la primera voladura y cargamos con Amonita en lugar de la Goma 2EC, en contra de su opinión. En aquella ocasión yo también me había remangado y cargaba los barrenos junto a él como el primero.

A lo largo de mi vida profesional he sufrido fiascos de todo tipo, y cometido errores que dieron lugar a estrepitosos fracasos, de los cuales aprendí. Creo que se aprende más de los errores que de los aciertos y que la suerte, buena o mala, siempre juega fuerte, y en aquella ocasión me vino de cara, pues el resultado de la voladura superó cualquier expectativa.

Se produjo un arranque perfecto y un esponjamiento que elevó la altura del escombro en más del doble de la profundidad de excavación sin que se produjera una sola proyección. Cuando se disipó el humo y pudimos entrar en la nave, con aquel acento suyo, entre gallego y asturiano, Carvajal exclamó:

—¡Hostias...! ¡Esta dinamita tiene mucha expansión!

Carvajal abandonó cualquier reticencia hacia mí y pasó a considerarme como “uno de los que sabían”. A partir de ese momento nos convertimos en cómplices. Contratamos la preparación para la explotación de una cantera para Corsán en las cercanías del pueblo valenciano de El Puig. Los trabajos incluían la preparación de accesos, las aperturas de los frentes de los futuros bancos y las excavaciones necesarias para el montaje de la planta de tratamiento de áridos, y allí recaló Carvajal, a cargo del trabajo.

HE SUFRIDO FIASCOS DE TODO TIPO Y COMETIDO ERRORES QUE DIERON LUGAR A ESTREPITOSOS FRACASOS, DE LOS CUALES APRENDÍ. SE APRENDE MÁS DE LOS ERRORES QUE DE LOS ACIERTOS Y QUE LA SUERTE, BUENA O MALA, SIEMPRE JUEGA FUERTE, Y EN AQUELLA OCASIÓN ME VINO DE CARA, PUES EL RESULTADO DE LA VOLADURA SUPERÓ CUALQUIER EXPECTATIVA.

El jefe de obra de Corsán era un tal Francisco Serrano, quien más adelante acabó trabajando en una filial de Cavosa. Nuestro contrato, y por ende el precio unitario acordado, contemplaba que el trabajo se desarrollaría sin interferencias y en la preparación de la cantera precisaríamos disparar voladuras prácticamente a diario. Pero eso resultó imposible, pues la obra se llenó de subcontratistas dedicados al montaje de las instalaciones de la futura planta de trituración, instalación eléctrica, planta de transformación, sondeos, instalación de agua, etc. Aquello parecía la Gran Vía de Madrid en hora punta.

Habíamos convenido que, llegado el momento del disparo de cada voladura, todo el personal debía retirarse de la zona, pero nadie lo hacía para no interrumpir su trabajo. Carvajal estaba encabronado porque se cansaba de tocar la corneta de aviso sin que la gente le hiciera ni puñetero caso. Nadie se retiraba y, a pesar de que Paco Serrano prometía continuamente a Carvajal que iba a poner remedio al asunto, las cosas no cambiaban y esas paralizaciones nos causaban un perjuicio económico insostenible.

Dispuesto a solucionarlo de una vez plantee una reunión con Paco Serrano de la que estaba dispuesto a salir con el problema resuelto. Una de las excavaciones era la de la balsa de decantación de la instalación de lavado de áridos, situada en lo que sería la plaza de la cantera. Se trataba de una “piscina” rectangular de poca profundidad y decidimos que se excavaría en una sola voladura.

Cuando llegué a la obra se había terminado la perforación de la piscina y nuestra gente estaba preparando la voladura. Había llegado el explosivo a primera hora y Carvajal se encontraba ya repartiendo los detonadores. En los alrededores podía verse operarios con ropa de trabajo de lo más variopinta, que sugería su pertenencia a diferentes empresas. Se trataba de sondistas, soldadores, instaladores, electricistas, topógrafos...

Cuando me dirigía a la caseta de obra para reunirme con Paco, advertí a Carvajal que nos avisara cuando tuviera todo montado para hacer mutis por el foro, porque allí metidos podíamos hacernos acreedores a recibir alguna pedrada. Paco me juraba por enésima vez que iba a solucionar el problema, garantizando que la zona quedaría evacuada en cinco minutos a partir de que Carvajal se lo pidiera; lo que venía repitiendo a Carvajal a diario.

—Esteban –me mentía–, yo te prometo...

—Mira Paco –le interrumpí–, tú me mientes más que mi mujer. O te haces cargo de las paralizaciones, fijamos unos nuevos precios o trabajamos por administración... o paramos la obra y rescindimos, que para ser puta y perder dinero, mejor me convierto en decente.

En ese momento escuchamos sorprendidos la corneta de Carvajal, una cornetita de artillero, idéntica a la de los antiguos pregoneros de los pueblos de la España profunda, que daba los tres cornetazos de aviso:

—¡Tuuuuuuuuu...! ¡Tuuuuuuuuuu...!

Saltamos de las sillas como muelles, pero mientras alcanzábamos la puerta de la caseta escuchamos el picado, también reglamentario, de la trompetita:

—¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! ¡Ti! Y al asomarnos a la puerta:

—¡Buuurrrrrruuuuuummmmm!

Carvajal había disparado. El espectáculo impresionaba. Carvajal estaba en pie, a cuatro metros de la zona volada, envuelto en una nube de polvo, con una mirada torva, una malévola sonrisa y la corneta en la mano, en postura amenazante, mirando a su alrededor y, entre ásperas carcajadas y cavernosa tos, gritaba a los prófugos como un exorcista histérico:

—¡Correr, cabrones, a ver cuántos caéis, desgraciaos...! ¡Hala, a correr, hijos de la gran puta...! ¡Vais a torear a vuestra puta madre, que me tenéis ya hasta los cojones...! ¡Hala, vamos a ver dónde coño os metéis ahora...!

Mientras, todos los operarios corrían como corzos en una batida, tratando de protegerse la molondra con las manos, mientras las piedras, tras un ascenso en vertical, caían como granizo. Había bofetadas para meterse debajo de algún refugio. Carvajal no se preocupaba de los aerolitos. Milagrosamente, las piedras impactaban a su alrededor sin tocarle, como si le mostraran un respeto tal que no se atrevieran ni a rozarlo. Se podía reconocer los diferentes lugares del impacto de las pedradas a oído, por los diferentes sonidos producidos por ellas... casetas, coches, instalaciones...

—¡Toc...! ¡Clonc...! ¡Crash...! ¡Ping...!

Una sinfonía de pedradas en la que no llegamos a percibir sonidos de cráneos, pues quiso Dios o el diablo que el pedrisco no alcanzara a ningún ser humano. La cosa de las Perseidas era una pijada comparada con esta lluvia de meteoritos.

Tras una pelotera con Paco y una tremenda bronca a Carvajal, amenazándole con la excomunión para calmar la ira del primero, ya a solas, le agradecí que hubiera resuelto el problema que no tenía fin razonando, con un cornetazo.

EL ESPECTÁCULO IMPRESIONABA. CARVAJAL ESTABA EN PIE, A CUATRO METROS DE LA ZONA VOLADA, ENVUELTO EN UNA NUBE DE POLVO, CON UNA MIRADA TORVA, UNA MALÉVOLA SONRISA Y LA CORNETA EN LA MANO, EN POSTURA AMENAZANTE, MIRANDO A SU ALREDEDOR Y, ENTRE ÁSPERAS CARCAJADAS Y CAVERNOSA TOS, GRITABA A LOS PRÓFUGOS COMO UN EXORCISTA HISTÉRICO.

La actuación de Carvajal lo solucionó de raíz. A partir de ese día, en cuanto el personal pululante se percataba de que este portaba en sus manos la terrible cornetita, se alejaban veloces de la zona, donde ya nadie se atrevía a aparcar ningún vehículo. Cuando Carvajal sacudía el primer toque de corneta, el área ya había quedado totalmente deshabitada y el bar del pueblo cercano, repleto hasta las cartolas.

Y eso no se debió a mi gestión, sino a la de Carvajal porque, como dijo un vasco cuando se suscitó un problema con su vecino por una linde:

—¡Cagüendiós!, ¿pa qué vamos a discutir, oye, si solucionar a hostias podríamos, pues?

Tras perderle la pista al jubilarse, un buen día, por pura casualidad, coincidí con su mujer, quien tras reconocerme me dio la noticia de que Carvajal había fallecido. Me había reconocido porque en una ocasión me había visto en televisión, entrevistado por una demolición por voladura que llevaba a cabo en Madrid y su marido le había dicho señalando la tele:

—Mira, este hombre sí que es un señor, y además sabe de voladuras.

Y yo me esponjé sintiéndome orgulloso.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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