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Actualidad

31 May 2022

Aliste. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

La Comarca de Aliste es una extensión de terreno situada al noroeste de la provincia de Zamora, con una superficie de cerca de 200000 hectáreas, en la frontera con Portugal. Era una región especialmente pobre, totalmente aislada, donde parecía no haber llegado la civilización. Gran parte de los pueblos de la comarca carecían de agua corriente y, al principio de los años setenta, se desarrolló un proyecto para llevarla hasta ellos.

La obra incluía la excavación de pequeñas zanjas a lo largo de las calles de los pueblos y en los accesos a las viviendas, para el enterramiento de las conducciones, lo que debía llevarse a cabo mediante el empleo de explosivos. La roca estaba formada por las típicas pizarras de la zona.

La Jefatura de Minas de la provincia de Zamora, cuyo jefe era un tal Justo Pichel, consideró conveniente la confección de un estudio de vibraciones para poder fijar las cargas máximas que se podrían disparar en esas voladuras sin riesgo para aquellas casas, más parecidas a majanos o chozos de pastores que a viviendas, la mayor parte construidas a base de losas de pizarra, algunas de ellas con muros sin siquiera trabazón de mortero de cal o barro entre ellas.

La perforación y disparo de los barrenos de ensayo fueron encargados a un empresario local, conocido popularmente como “César el Minero”, y a Cavosa para realizar la toma de los registros de vibraciones y confeccionar el estudio para delimitar las cargas máximas y secuencia de disparo de los barrenos de las voladuras, sin producir daños sobre las casas.

“César el Minero” era un espécimen único, de escasa alzada, más bien regordete, con una cara redonda en la que destacaban unos ojos pequeños y vivarachos como los de una ardilla. Era más popular en la comarca que Millán Astray entre el personal de El Tercio. Desbordaba simpatía y desparpajo; un tipo de esos capaces de buscarse la vida de cualquier manera y en cualquier lugar y situación. Era un libro de anécdotas, de esos de los que, como decían en mi pueblo, aun habiendo salido de casa muy pequeños, aunque hartos de follar, jamás volvieron “preñaos”.

Su apelativo se debía a que era él quien hacía todas las pequeñas voladuras que se daban en la zona. En todo aquello que fuera necesario el empleo de explosivos, César era el oficiante.

Creo recordar que los ensayos los hicimos en Cerezal. En cualquier caso la roca era idéntica en todos los pueblos del entorno y los resultados eran aplicables a todos ellos. Los barrenos de ensayo habían sido perforados en el centro de las calles, algunas tan estrechas que, a duras penas, podrían ser transitadas por una caballería con alforjas o con una carga de leña. Con César venía otro tipo que decía ser su ayudante.

—Bueno, aunque las cargas que disparamos son muy pequeñas, hay que asegurarse de que la gente se quede dentro de las casas y que cierren puertas y ventanas, no vaya a ser que una piedrecita... —decía Justo.

—Pues igual es mejor que se salgan fuera –sugería César con una sonrisa–. Que se vayan a la plaza, así si se las hundimos, no se les caen encima.

«CÉSAR EL MINERO» ERA UN ESPÉCIMEN ÚNICO, DE ESCASA ALZADA, MÁS BIEN REGORDETE, CON UNA CARA REDONDA EN LA QUE DESTACABAN UNOS OJOS PEQUEÑOS Y VIVARACHOS COMO LOS DE UNA ARDILLA. ERA MÁS POPULAR EN LA COMARCA QUE MILLÁN ASTRAY ENTRE EL PERSONAL DE EL TERCIO. DESBORDABA SIMPATÍA Y DESPARPAJO.

El equipo de registro funcionaba de forma automática y no era necesario coordinar el momento de disparo para realizar los registros. El sismógrafo grababa en su memoria automáticamente tan solo las vibraciones que superaban el límite inferior prefijado en él, para cada ocasión, por lo que tras disponer los geófonos en los puntos deseados, no era preciso rea lizar ninguna operación, sin importar cuando se realizaba el disparo.

Eso permitía que César y su ayudante se lo pasaran en grande. César cargaba un tiro con un pequeño fragmento de cartucho de Goma 2EC, al que insertaba previamente el detonador, retacaba y conectaba los cables de este al extremo de la línea de tiro y, tras ello, colocaba un trozo de banda de cinta transportadora vieja sobre el barreno para amortiguar las posible proyecciones, retirándose hacia donde se encontraba el ayudante, que antes de que César se hubiera alejado, daba candela al tiro con el explosor tratando de sorprender a César, que ni se inmutaba, surgiendo de entre el polvo y el humo.

—¿Ya andas tocando los cojones? –le espetaba César–. Todavía me vas a dar y te voy a calzar un par de hostias.

El otro se partía de risa y a la siguiente le metía la tronada más cerca.

—¡Cago en la puta que me parió! –espetó César–, ahora vas a cargar tú.

Y entonces cargaba el otro y César disparaba cuando el ayudante había dado tan solo un par de pasos para separarse del barreno. Esa era la forma de divertirse. Yo esperaba que alguno disparara cuando el otro aún no se hubiera incorporado tras retacar, acuclillado junto al barreno.

—De esta, alguno se queda sin dientes –pensaba yo–. Al tiempo... Le llena la boca con la tierra del retacado y le quema las cejas con el fogonazo. ¡La madre que los parió!

Por suerte no ocurrió nada relevante y a mediodía decidimos ir a comer. César invitaba y eligió el lugar, un restaurante ubicado en uno de aquellos pueblos que, por alguna razón, quizá por la existencia de alguna construcción antigua, debía ser un lugar turístico, porque desentonaba por su aspecto lujoso en aquel lugar de una sobriedad y penuria extrema, por donde la civilización no había pasado y debían tocar a misa con un palo y una teja.

César pilotaba un Seat 1500, un modelo de coche que fue un clásico taxi de Madrid, que montaba un motor Barreiros C60. Eran motores duros como el pedernal. Personalmente conocí un Seat 1500 de un particular, que seguía funcionando tras haber rodado un millón de kilómetros.

Aparcamos a la puerta del restaurante. El olor de los humos de una detonación de explosivo es inequívoco. Los gases nitrosos cantan con un tono perfectamente reconocible y a César le apestaba la ropa a ese tufo. Algo así como nos olía a nosotros de chavales cuando habíamos hecho pellas, echando la tarde en los billares cercanos al colegio.

Para mí que hasta el aliento le olía a los humos de las explosiones, de las pipadas de gases que se había tragado con las bromas. César se dirigió al maletero para coger algo y en ese instante pude ver que en él guardaba los diversos corotos necesarios para el ejercicio de su profesión, entre los que se encontraban una caja de goma 2EC, detonadores variados, mecha lenta, cordón detonante... junto a algunos productos hortofrutícolas, chacinas, herramientas y latas de fluidos variados para el automóvil. También incluía un pistolón Astra del 9 Largo, del que disponía de la correspondiente licencia, por tener el título de Vigilante Jurado de Explosivos.

César dejaba el coche en cualquier lugar sin problema; en el restaurante, en la puerta de cualquier bar... o en la de su casa.

—¡Joder César!, ¿cómo andas así con el coche? Solamente te falta llevar unas granadas de mano y un morterito con munición –le comenté–. ¿Qué pasa si tienes un accidente?

—No hay problema hombre –decía–. ¿Qué accidente voy a tener?

—Pero, hombre, ¿y si te roban el coche? –insistí con otro argumento.

—No pasa na, hombre. Ya me lo robaron una vez y apareció echando betún; rapidito –respondió–. Nada más abrir el maletero pa afanar lo de dentro, dejaron el coche abandonao y debieron de salir echando leches –decía mientras se reía a carcajadas–. Acojonaos tuvieron que quedarse. Además, sabiendo lo que lleva dentro, los civiles lo encuentran muy rápido.

—Nos ha jodido –respondí–, como locos lo tuvieron que buscar, pero, ¿a ti no te metieron un paquete?

—¿Los Civiles? ¡Qué coño! –respondió–. Ni pa Dios. No ves que me conocen mucho. Todos son amigos.

La carta del restaurante se correspondía con su aspecto, y entre las delicatesen que en ella mostraba aparecían las angulas. —¡Anda coño! –pensé sorprendido–. ¡Aquí, angulas!

Igual es que las pescan al ladito, en el pantano de Ricobayo... Y seguro que son de “pincho”, como los besugos.

Y, como era de esperar, César pidió las angulas.

CÉSAR DISPARABA CUANDO EL AYUDANTE HABÍA DADO TAN SOLO UN PAR DE PASOS PARA SEPARARSE DEL BARRENO. ESA ERA LA FORMA DE DIVERTIRSE. YO ESPERABA QUE ALGUNO DISPARARA CUANDO EL OTRO AÚN NO SE HUBIERA INCORPORADO TRAS RETACAR, ACUCLILLADO JUNTO AL BARRENO.

Charlábamos animadamente cuando el camarero se acercó a César con una pequeña cazuela de barro, sobre un plato y cubierta por otro, portando además un tenedor de madera. Se escuchaba nítidamente el ruido del aceite al hervir en la cazuela. Tras depositar el plato delante de César, que se inclinó ligeramente para gozar de inmediato de la vista de las angulas, el mozo retiró el plato que cubría la cazuela para removerlas en el aceite hirviente con el tenedor de palo, cumpliendo el clásico ritual, pero la cazuela debía venir calentita en demasía y el aceite comenzó a saltar alcanzando la cara y ropa de Cesar, quien, mirando con cara de pocos amigos al camarero le espetó:

¡Cago en Dios...! ¡Si es que no tenéis ni puta educación! Pasado el tiempo, Justo me pidió que atendiera a un paisano que me llamaría para echar una mirada a un chalet ubicado a las afueras de uno de aquellos pueblos, porque parecía que se habían producido algunos daños en él por las vibraciones generadas por unas voladuras que se habían dado cerca, durante la excavación de una zanja, quizá de aquellas para la traída de aguas, o para desagüe. Igual había que hacer un estudio...

Viajé al lugar acompañado por el responsable de las voladuras. Por suerte, no se trataba del entrañable César.

He olvidado el lugar, el nombre de mi acompañante y hasta la fecha, pero jamás la imagen de aquel chalet partido en dos, abierto en ángulo formando dos medios chalets, con una charnela en común y una abertura en el lado opuesto por la que pude entrar al interior con holgura.

—Yo creo que las vibraciones... –comenzó a decir el paisano.

—Amigo: de vibraciones nada –le interrumpí.

Estaba claro. Aquello era un camelo. El tipo pretendía achacar el daño a las vibraciones, supuestamente por la cobertura del seguro, utilizándonos a noso tros para justificarse, y eso era absolutamente imposible.

El chalet estaba edificado sobre un afloramiento granítico. Se trataba de una losa de gran extensión. El problema era que el granito había solidificado por capas y aquella losa exterior era una “costra” que no tendría más allá de veinte centímetros de espesor. La voladura cercana estaba perforada en ella, partiéndola y creando una grieta, que se abrió hasta la casa, dividiéndola en dos. El paisano no abrió el pico, porque todos los detalles estaban a la vista.

—Tú sabías que esto no es un problema de vibraciones, ¿no? Está clarísimo como el agua –dije, después de señalar cada detalle.

—Pues sí –respondió–. ¿Y, ahora, qué se puede hacer?

—Yo volver a Madrid –le dije, cabreado por haberme hecho perder el tiempo miserablemente–, y vosotros, empujar la losa de cada lado hasta cerrar la grieta, a ver si juntáis bordes de la casa otra vez. Lo mismo, dando pegamento...

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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