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Actualidad

01 Enero 2022

Ford Almusafes. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

En enero de 1974 se iniciaron las excavaciones y explanaciones para la construcción de la planta del fabricante Ford en la localidad valenciana de Almusafes, que sería entonces la mayor planta de automóviles del mundo, siendo inaugurada en 1976. Los primeros trabajos fueron encomendados a Laing, una importante empresa constructora con la que Cavosa, en donde yo trabajaba, mantenía una excelente relación. En cualquier obra de la que Laing resultara adjudicataria, ya fuera pública o privada, que contuviera algún capítulo de perforación y voladura de cierta entidad, estas labores acababan siempre realizadas por Cavosa, bien en régimen de subcontrata o por administración.

La gran cantidad de trabajos que habíamos llevado a cabo para esta empresa había dado lugar a unas excelentes relaciones de amistad entre el personal de ambas. En lo que a mí respecta, recuerdo con gran afecto a muchas extraordinarias gentes de Laing con las que tuve la fortuna de trabajar. Esa amistad no evitaba las partidas que siempre había que jugar a la hora de establecer las condiciones económicas de cada trabajo, en las que peleábamos defendiendo cada uno los intereses de su empresa, pero siempre alcanzando un acuerdo y este caso no fue una excepción.

Nuestro trabajo en Almusafes consistió en la ejecución de la perforación y voladuras necesarias para la excavación del vaso de la nave de prensas de la fábrica. Este comprendía una superficie muy extensa, en un terreno llano, en medio de un descampado. La profundidad de excavación era muy reducida, entre dos y tres metros, y la roca era una caliza blanda. Las voladuras eran sencillas, sin ninguna complejidad técnica y sin ningún problema de entorno. Las vibraciones o proyecciones no representaban riesgo alguno, ventajas a las que se sumaba la de contar con un excelente precio, consecuencia de que el de Laing era extraordinario. Laing era el contratista principal y nosotros los subcontratistas.

Cuando desarrolló el proyecto, Ford debió tomar la referencia de precios de excavación en roca de lugares diferentes de España, o tal vez manejó los de América, con lo que dotó de presupuesto sobredimensionado a esa unidad, quizá con el doble del valor de mercado español de entonces. Tanto en Laing como en Cavosa estábamos interesados en que aflorara el máximo volumen de roca posible y por eso se volaba material que podía ser arrancado mediante buldócer o incluso extraído directamente mediante una retroexcavadora, engordando notablemente el monto económico de la obra con las voladuras.

TANTO EN LAING COMO EN CAVOSA ESTÁBAMOS INTERESADOS EN QUE AFLORARA EL MÁXIMO VOLUMEN DE ROCA POSIBLE, ENGORDANDO NOTABLEMENTE EL MONTO ECONÓMICO DE LA OBRA CON LAS VOLADURAS.

Allí se estrenó, como jefe de obra a pie de tajo, un novel facultativo de minas, sin experiencia alguna en estos trabajos y por lo tanto en régimen de aprendizaje. Aunque contaba con un encargado experimentado, el trabajo me exigía una atención mayor que otros y consideré necesario participar directamente en las primeras voladuras, que constituirían las primeras experiencias del recientemente aterrizado.

Desde siempre detesté esos regalos de artículos prácticos, convertidos en joyas por arte de la etiqueta o de los materiales usados en su fabricación. Odiaba la preocupación que me provocaba poder perderlos. Un bolígrafo Bic no exige atención y extraviarlo no es problema alguno, pero perder un Sheaffer de oro puede resultar un drama. Eso es extensible a un mechero, unos gemelos, un alfiler de corbata...

Como era habitual, llevándome la contraria, mi mujer me había regalado un mechero “Ronson”, entonces de moda. Aquel chisquero no se podía calificar de lujoso pero costaba un dinerito. El modelo se conocía popularmente como “el supositorio”, no porque se usara para ser introducido por los agujeros negros de los fumadores, sino porque presentaba un resalte de forma similar a ese formato de algunos paliativos aplicables por vía rectal, en el centro de su depósito de gas.

—Toma: tu regalo –decía mi mujer orgullosa en San Valentín–. A ver si llevas un buen mechero y no esas birrias de plástico que te compras... Y a ver si tienes cuidadito con él, o acabarás perdiéndolo, como te pasa siempre –añadía para endulzar el presente.

A la inquietud que me provocaba la posibilidad de perder el mechero, se sumaba el tormento de mi mujer.

—¡¿Qué, todavía no has perdido el mechero?! –era la cantinela que tenía que escuchar cada vez que entraba por la puerta de casa.

Naturalmente, a los pocos días perdí el mechero, o me lo afanaron en algún descuido. Para evitar la pelotera doméstica, me merqué uno igual en Celso García, un comercio que existía entonces en una esquina de Serrano con Ayala, regresando a casa con él en el bolsillo.

—¡¿Qué?! –preguntó mi amante esposa–. ¿Todavía no has perdido el mecherito?

—¡Pues no! No he perdido el supositorio –respondí de mala leche–. Lo llevo guardadito donde corresponde; huele –añadí poniéndole en las narices el mechero que acababa de comprarme para sustituir al perdido.

Se cabreó. A los dos días, el segundo mechero desapareció. Lo había vuelto a perder. Ya iban dos perdidos... o afanados. Volví a Celso García a comprarme otro y al día siguiente salí para Almusafes, donde íbamos a disparar la primera voladura.

Esta se asimilaba más a una prevoladura que a una voladura estándar. Perforábamos con un carro de martillo en cabeza, en 2 ½” de diámetro, una pendiente de los barrenos de 2:1 y una altura de banco de 2,5 m. lo que nos daba una longitud de barreno, incluyendo la sobreperforación, de 3,20 m. Eso nos permitía trabajar con una sola barra de 3,60 m, evitando maniobras de añadido o retirada de barras.

Usábamos como cara libre la superficie del terreno para arrancar la roca, esponjándola “hacia arriba”, haciendo “crecer” la pila de escombro. De esa manera las voladuras podían contar con un ilimitado número de filas de barrenos y no interferían con la carga del escombro.

Cargábamos el jefe de obra, el encargado-artillero, el perforista, el ayudante y yo, que llevaba mi flamante mechero en el bolsillo de la camisa. Al inclinarme sobre un barreno, el mechero se escurrió del bolsillo, colándose directamente en el agujero. Era el tercer mechero que volaba.

—Se te ha caído algo del bolsillo dentro del barreno –me dijo el nuevo.

—Sí, ha sido mi mechero –respondí.

—¿Qué hacemos? –preguntó.

—Seguir cargando y volar –respondí–. Mañana, mientras la pala cargue el escombro, echas tú una miradita a ver si lo encuentras.

En su mirada expresaba la duda que habían sembrado en él mis palabras, que con el tiempo disipó, cuando se aseguró de que se trataba de una broma.

—¿Cómo será esta empresa –se preguntaba– para que este haya llegado a ser jefe de zona? ¡Dónde me he metido!

La obra marchaba sin problemas. Las voladuras eran repetitivas y se extendieron hasta zonas en las que el material podía arrancarse con buldócer o hasta extraerse directamente con una retro. La cantidad de explosivo en esas voladuras era ínfima y el porcentaje de margen económico de la obra era extraordinario.

Pero el colmo llegó cuando nos propusieron realizar unas voladuras en una zona “especial”. Iríamos a verla junto con el jefe de obra de Laing para que le pudiéramos establecer un precio para ella. La sorpresa fue que se trataba de volar en barro. La zona era un cenagal y allí no había roca ni por asomo. No supe nunca de qué ardides se habían valido los chicos de Laing para que los yanquis hubieran considerado que aquello era roca.

—¡Joder, Luis, pero si esto es barro! –le dije–. Si debe haber hasta ranas. Si hay roca debajo, lo primero que hay que hacer es limpiar la zona para descubrirla y poder entrar a perforar.

—Aquí no hay ni una pizca de roca, esto es barro y debajo tierra, pero hay que hacer como que volamos para cobrarlo como roca. Tú entras como puedas, perforas y...

—Luis –le interrumpí–, aquí no se puede meter el carro de perforación porque se hundiría y, además, no se podría perforar barrenos porque el barro los cegaría.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? –me preguntó–. Viene un americano a ver la voladura y esto se lo cobramos a precio de roca volada.

—Lo haremos, Luis, pero esto nos lo pagas al mismo precio que las voladuras que venimos haciendo en la otra zona. Si tú lo cobras como roca, justo es que nosotros también lo cobremos.

No le quedaba otro remedio que aceptar. No tenía a nadie más que dispusiera de la autorización para volar en su obra.

—De acuerdo, Esteban, pero tienes que hacerlo como si fuera una sola voladura.

—No hay problema, Luis –le prometí–, lo montaremos de forma que lo parezca.

Nos proveímos de botas altas, hasta las ingles, las típicas de pescador, ya que en algunas zonas el fango llegaba hasta las rodillas. Realizamos un pedido de explosivo en cartuchos de pequeño calibre y el cordón detonante y los detonadores necesarios. Cortamos un buen número de ramales de cordón detonante de igual medida, entre 70 y 80 centímetros de longitud, en uno de cuyos extremos adosábamos mediante cinta aislante un cartucho de explosivo. Remangados y provistos de aquellas botas de “Capitán Pescanova”, íbamos introduciendo en el barro cada cartucho, quedando aprisionado por este en el momento de extraer el brazo, mientras que la parte opuesta del cordón quedaba asomando en la superficie. Era como sembrar arroz. La siembra de los conjuntos se realizaba con un esquema similar al que se hubiera usado en una voladura en roca.

Yo iba hundiendo en el barro los cartuchos adosados al cordón, ayudado por el encargado que portaba una caja con los conjuntos, y tras nosotros venían Alfonso, el perforista y el ayudante, adosando los detonadores eléctricos a los extremos de los cordones que sobresalían del barro, conectándolos entre sí de igual manera que si procedieran de barrenos reales. Desde lejos, aquello parecía una voladura de verdad. La escena estaba montada para la representación del día siguiente, aunque todo podría irse al tacho si al americano se le ocurría acercarse demasiado. Nos juramentamos todos para mantener la boca cerrada.

Todo estaba dispuesto y la línea de tiro ya tendida hasta el lugar de disparo, un punto desde el que se podía presenciar la “voladura sembrada” sin riesgo y desde donde se podían apreciar el asomo de los cordones con los detonadores adosados y conectados entre sí y a la línea de tiro. Estábamos esperando al yanqui, al que llamaremos Johnny, que apareció con el jefe de obra de Laing en un Land Rover y parecía salido de una película del Oeste. Era el arquetipo del vaquero de Texas. Camisa marrón con dos grandes bolsillos de parche en el pecho y flecos en las mangas, pantalones vaqueros sujetos con un cinto, que más parecía una cincha de silla de montar que una correa para sujetarse los calzones y que estaba sembrada de monedas antiguas de buen tamaño. Una fortuna en la época de Búfalo Bill.

POR LA FALTA DE CONFINAMIENTO DEL EXPLOSIVO, EL ESTAMPIDO FUE COMO UN TRUENO BESTIAL, QUE SE DEBIÓ ESCUCHAR A MUCHOS KILÓMETROS A LA REDONDA.

El peso del cinturoncito debía ser impresionante, y enfilarlo por las trabillas del pantalón todo un arte. Con los dedos pulgares en él no se sabía muy bien si el tipo apoyaba las manos en la correa o la sujetaba para no perder el pantalón por el peso del metal que incorporaba. Calzaba unas botas vaqueras de media caña acabadas en arco, a las que no les quedaba un centímetro cuadrado de superficie sin repujar con figuras de vaqueros con lazos, vacas y caballos, y tal vez más cosas que yo no alcanzara a ver. Los tacones eran de una importante altura.

La peana de la bota era exageradamente larga y la puntera se levantaba hacia arriba lo que recordaba a las babuchas moras. No sé cómo podría manejarse para meter y sacar los pies de los estribos para montar en su caballo, que, a lo más seguro y por la pinta que tenía el mozo, se lo debía haber dejado aparcado en la puerta del hotel. Se tocaba con un sombrero texano a juego. Solo le faltaba un banyo para darle al country, compitiendo con Johnny Cash.

—Oiga, señor Langa –susurraba el encargado con coña–. Este tío debe ser el primo del Llanero Solitario.

—O de Wyatt Earp... o de Pat Garrett –le respondí.

Explicamos a Johnny los detalles de la situación del sarao con nuestro avanzado inglés:

—Tú see the ¡pum! There, mira, allí in the far. ¡Coño, look! Si se see muy very well. Very muchos barrenos. A lot of boreholes grandes, muy bigs. ¿A que se see clear? Johnny contempló el sembrado de detonantes y detonadores.

—¡Ooooooohhhhyeeeehhhhaaaaaaa! –exclamó... y luego dijo otras cosas extrañas que nadie entendía. Hablaba raro. Disparamos. Por la falta de confinamiento del explosivo, el estampido fue como un trueno bestial, que se debió escuchar a muchos kilómetros a la redonda y hacia arriba. La manta de barro que se lanzó al aire fue espectacular, similar a las de agua que producen las cargas de profundidad que, en las películas, les largan las fragatas a los submarinos.

—Este agarra el caballo y los Colt 45 y nos corre a tiros por el barrizal –pensaba para mis adentros después de lo visto y oído–. Les va a meter un calentón a las pistolas que les va a fundir hasta las culatas. ¡Joder, joder! Y aquí no hay donde esconderse... Nos truena seguro.

CARGÁBAMOS EL JEFE DE OBRA, EL ENCARGADO-ARTILLERO, EL PERFORISTA, EL AYUDANTE Y YO, QUE LLEVABA MI FLAMANTE MECHERO EN EL BOLSILLO DE LA CAMISA

Pero el yanqui no debía haber visto ni oído una voladura en roca en su folclórica existencia (y en barro tampoco), pues con los brazos extendidos al frente, los puños cerrados y los pulgares hacia arriba, exclamó feliz:

—¡Ooooooohhhhyeeeehhhhaaaaaaa! ¡Good, very good!

Nos sentimos afortunados de que Johnny no nos hubiera dado matarile metiéndonos bala, y yo más contento que nadie porque podría incluir en mi “ridículum vitae” tener experiencia en las voladuras en barro.

Regresaba contento al hogar y había superado el disgusto de la pérdida del tercer Ronson de mierda.

—No habrás perdido el mechero, ¿eh? –me espetó mi mujer al entrar en mi hogar.

Le relaté, entre exabruptos blasfemos y cagamentos, la historia completa de cómo había llegado a perder tres Ronson: el de su regalo y los dos que yo compré, obligándole a jurar que no me regalaría ninguno más, o iba a hacer honor al nombre del mechero, indicándole por donde podría metérselo.

—Mira dónde ha aparecido tu mechero –me dijo un buen día al cabo de mes y medio–. Estaba en el baúl de los juguetes del niño, entre unos peluches.

—Será que ya fuma –le respondí–. Déjaselo a él.

—¡Animal! –me dijo con cariño–. Si tiene tres añitos...

—Por eso. Este promete. Nos ha salido más adelantado que yo, que comencé a fumar a los diez.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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