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Actualidad

01 Noviembre 2022

La «mili», el explosivo y el tocón. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Fui de aquellos estudiantes que cumplimos con el servicio a la patria, conocido como “mili”, en la Milicia Universitaria. Era aquello que se conocía como Instrucción Premilitar Superior (IPS).

Esto nos permitía a los estudiantes cumplir con el servicio en dos periodos veraniegos de tres meses cada uno en un campamento, culminando al terminar la carrera con cuatro meses de prácticas en alguna institución militar.

Mis períodos de campamento los viví en el del Robledo, muy cercano al pueblo de La Granja de San Ildefonso, en la provincia de Segovia.

Por mi carrera (ingeniería de minas) fui destinado, junto con mis compañeros de promoción, al arma de Zapadores, que seríamos los preparados para la utilización de explosivos en las operaciones militares que lo precisaran. Por ello, junto con las clases de teórica, instrucción, duras marchas, prácticas de tiro con distintas armas, montajes de puentes... se nos ilustraba en prácticas de demolición, confección de minas, rotura de alambradas, etc., usando explosivos militares.

Entre los compañeros de carrera que convivíamos en la misma tienda se encontraba uno muy especial, un tal Julio de Juan, algo más bajo que yo, pero con una fuerza descomunal, con un “cuello toro” como un morlaco de buena crianza, y unos musculosos brazos de un diámetro tal que se vio obligado a descoser un buen tramo de la apertura del puño y antebrazo de su camisa para poder remangarse, porque con la abertura original se le atoraba en el antebrazo al intentar subírsela.

En la hora de gimnasia sacaba los aparatos de salto, el potro y el caballo, cada uno con una mano, sostenido por debajo con las palmas, caminando oscilante como si llevara dos bandejas cargadas con unos vinitos y unas almendritas de aperitivo.

En el segundo verano de campamento, en el que lucíamos los galones de “sargento”, alcanzados al aprobar en primero, tuvimos que realizar una práctica especial consistente en el diseño y construcción de un camino en el monte anexo al campamento, poblado por robles.

El trabajo comprendía el levantamiento topográfico de la zona, el trazado del camino sobre plano, el replanteo del eje de este mediante el estaquillado en el terreno y la realización de los desmontes y rellenos necesarios para su construcción, con herramientas de mano, picos, palas, azadones, hachas... de la conocida marca de primera línea Bellota, realizando los movimientos de tierras a base de carretillas.

FUE JULIO QUIEN ACCIONÓ EL BOTÓN DE DISPARO. LA SENSACIÓN QUE NOS PRODUJO LA BRUTAL EXPLOSIÓN NOS HIZO PERDER LA NOCIÓN DE TODO LO DEMÁS. EL ESTAMPIDO FUE ESPANTOSO Y LA VIBRACIÓN PRODUCIDA, COMO LA DE UN TERREMOTO

Todo iba bien hasta alcanzar un punto en mitad del trazado en el que descubrimos un tocón de un viejo y grueso roble enterrado que alguien debió haber cortado para leña tiempo atrás.

Decididos a arrancar el tocón, dado que en ese punto era necesario rebajar la cota del terreno porque el trazado del camino así lo exigía, nos pusimos a ello Julio de Juan y yo, mano a mano. Yo me encontraba entre los tipos más fuertes de la compañía y, aunque a muchísima distancia de Julio, también era capaz de hacer esfuerzos imposibles para otros, pero aquel tocón nos derrotó.

Partimos los astiles de varios picos y hachas sin conseguir moverlo pues estaba anclado al suelo mediante unas enormes raíces que no conseguíamos arrancar. No nos podíamos dar por vencidos, por lo que, encabronados con el tocón, decididos a culminar el trabajo y, como práctica adicional, propusimos a nuestro capitán, un tal Luis Sequera, arrancar el puto tocón mediante explosivo.

La idea le resultó atractiva y se la propuso al comandante del batallón como una práctica. La propuesta debió subir de grado en grado hasta llegar al coronel del campamento, un tal José Dapena, retornando la autorización hasta Sequera, y con ello, Julio de Juan y este que aquí escribe nos fuimos al tajo.

Encontramos en el polvorín un par de sacos de TNT (Trinitrotolueno) en escamas. Pesarían unos veinte kilos cada uno, no había prevista ninguna aplicación para ellos y debían llevar depositados en el recinto varios años. Este es un explosivo muy caro, pero a la vez extremadamente seguro, que puede fundirse, trocearse, tornearlo... y, como en este caso, disponerlo en escamas, como algunos detergentes de lavadoras.

Aquella voladura serviría para deshacerse de esos dos sacos, dándoles alguna utilidad. Nos ocupamos de ello Julio y yo solos. Necesitábamos vengarnos de aquel tocón con el que no habíamos podido, a pesar de todos nuestros esfuerzos. Ahora el trabajo de pico y pala era tan solo para crear un hueco bajo él donde alojar los sacos de las escamas, cuya detonación debería arrancar el conjunto.

Aunque el capitán Sequera sugirió que colaborasen con nosotros algunos otros muchachos de la compañía, preferimos hacer el trabajo sin ayuda.

Era nuestro reto personal y meter a alguien más en aquel sarao significaría rendirnos, aceptando que necesitábamos ayuda para vencer en esa pelea. Además, nos estorbaríamos unos a otros. Así que, imitando a los toreros en sus desplantes, exclamamos el clásico “¡dejarnos solos!”. Y nos dejaron.

Dedicamos una jornada completa a socavar el tronco hasta conseguir crear el hueco necesario bajo él para alojar los dos sacos del escamado TNT. Al día siguiente procederíamos a darle candela.

El capitán se llevó al resto de la compañía a un pequeño cerro, no demasiado alejado, desde donde pudieran presenciar el evento sin riesgo, aunque no se esperaba que aquella voladura pudiera provocar proyecciones peligrosas. El explosivo estaba alojado en tierra, no en roca, y presumíamos que la madera no llegaría demasiado lejos.

Introdujimos los sacos en el agujero, junto con un multiplicador cebado con el correspondiente detonador eléctrico, cubriendo y retacando todo el conjunto con tierra. Tendimos el cable de alimentación del detonador hasta una distancia de unos treinta metros, desde donde realizaríamos el disparo. Podríamos habernos situado a una mayor distancia, pero no queríamos tan solo ver la explosión, sino sentirla.

Desde mi más tierna infancia yo apuntaba ya querencia hacia los explosivos. Era un adicto a los petardos, fósforos, bombas, garbanzos de pega y en general a todos aquellos productos explosivos que se vendían en las ferias de los pueblos, y aquella era una oportunidad de participar disfrutando en cuerpo y alma de una explosión de reglamento o, como se diría popularmente, de un pedo de tres pares de cojones.

Haciendo bueno el famoso dicho de “Dios les cría y ellos se juntan”, Julio también participaba de aquella afición y acordamos saborear el evento en toda su plenitud.

Tumbados en el suelo accionamos el explosor, protegiéndonos las cabezas (porque estábamos estudiando) con las manos colocadas sobre el gorro cuartelero reglamentario, pero con la cara ligeramente levantada y la vista fija en el punto donde se encontraba aquella carga.

Fue Julio quien accionó el botón de disparo. La sensación que nos produjo la brutal explosión nos hizo perder la noción de todo lo demás. El estampido fue espantoso y la vibración producida, como la de un terremoto.

El terreno se desplazó, se elevó lanzándonos hacia arriba, ascendimos como si levitásemos, viendo alejarse el suelo y cayendo de nuevo en la misma posición de partida.

No nos habíamos repuesto del susto cuando nos cayó encima una manta de tierra y chinarros, dentro de una espantosa polvareda en la que se mezclaba la nube amarilla de los gases producidos por la reacción del explosivo y, tras ello, sobrevino una lluvia de partículas de madera de diferentes tamaños. Entre la nube de polvo escuchábamos de vez en cuando algunos impactos que sugerían que, a nuestro alrededor, también caían algunos trozos de raíces de buen tamaño, mas por suerte ninguno de aquellos trozos nos alcanzó.

Cuando la nube de polvo se disipó nos incorporamos. Julio tenía la boca y los ojos muy abiertos, y supongo que yo mostraba los mismos síntomas, que reflejaban el alcance del susto que nos habíamos metido al cuerpo. Nos encontrábamos totalmente cubiertos de polvo y virutas y los ojos destacaban como la única zona de nuestra humanidad que nos quedaba impoluta. Recordábamos a los mineros del carbón a la salida de la mina, con la diferencia de que nuestro color era el marrón, frente al negro que ellos lucen.

No salíamos de nuestro asombro; fuimos incapaces ni siquiera de emitir algún cagamento, exabrupto o blasfemia hasta que no hubo transcurrido un tiempo, cuando comenzamos a recuperar la conciencia de lo ocurrido y comprobar que estábamos ilesos.

Contrariamente a lo que podría esperarse como una reacción razonable, creo que con aquella sensación surgió en mí la verdadera vocación que me llevó a trabajar en explosivos, en lugar de aborrecerlos para siempre, que hubiera sido lo normal.

—¡Joder!, ¡joder!, ¡joder! –Julio recuperó el habla– ¡Pá habernos matao! ¡Su puta madre! –y yo también comenté el evento, aunque me quedaba un silbido en los oídos como el pitido de un tren–. ¡Hostias!, ¡hostias!, ¡hostias...! ¡Vaya cañonazo! ¡Coño, qué pedo!

Tras superar la sorpresa inicial, pudimos comprobar que en el lugar donde antes se encontraba el tronco había ahora un cráter impresionante, en el que cabría un camión mediano. Al ver aquel monstruoso agujero, Julio no pudo contenerse:

TRAS SUPERAR LA SORPRESA INICIAL, PUDIMOS COMPROBAR QUE EN EL LUGAR DONDE ANTES SE ENCONTRABA EL TRONCO HABÍA AHORA UN CRÁTER IMPRESIONANTE, EN EL QUE CABRÍA UN CAMIÓN MEDIANO.

—¡Anda, jódete! ¡Y ahora nos toca rellenar el agujero con la pala!

Los muchachos de la compañía dijeron que habían visto salir volando un tocho de gran tamaño con muchas raíces colgando y que alcanzando gran altura se perdió en la lejanía, cayendo entre los robles que poblaban aquel monte.

Dijeron que iba a toda leche y que era como un platillo volante, pero con patas colgando.

—Como un pulpo despatarrao –definió uno gráficamente la forma del objeto volador, en este caso perfectamente identificado.

Lo encontramos a más de doscientos metros. Afortunadamente no había impactado sobre ningún ser humano ni animal, aunque bien mirado, igual que el bólido tomó aquella dirección, podría haber ido a parar encima de los espectadores, el capitán y el resto de los entonces sargentos, haciendo una masacre y diezmando la compañía, pero por suerte tomó el camino opuesto y todo se quedó en el susto.

El paraje conocido como Llano Amarillo era el campo de instrucción del resto de las Armas del campamento y el lugar donde se celebraban los actos más representativos de aquella institución, como la jura de bandera o las maniobras generales de final de curso.

Las dos carreteras que lo delimitaban tenían su origen en La Granja y una se dirigía a Segovia y otra hacia Revenga. El campo estaba situado entre ambas, a más de un kilómetro de donde habíamos perpetrado aquella bestialidad y, al parecer, hasta allí habían llegado pequeñas astillas transportadas por el viento.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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