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Actualidad

24 Febrero 2019

El barrenista Cacharrón - Esteban Langa Fuentes

Barrenista

Mi actividad profesional se ha desarrollado siempre, de una u otra manera, en todo o en parte, en relación con los explosivos. Un periodo en fabricación, luego en aplicación en obras públicas y minería y, más tarde, en demoliciones y aplicaciones especiales. Durante mi periplo en Ingersoll-Rand, allá al comienzo de los 70, uno de mis clientes, con el que me comprometí hasta niveles por encima del deber, fue una pequeña empresa constructora de nombre Portolés, cuyo director general era un catedrático de la escuela de ingenieros de caminos, Manuel Lombardero, famoso por ser un gran experto en la construcción de presas, excepción de la regla que dice: “Quienes saben hacer presas las hacen y los que no saben hacerlas, enseñan cómo se hacen”.

Era, además de un técnico de primera fila, un auténtico caballero, cortés, educado, entrañable, honrado, formal, serio y cumplidor, cualidades claramente negativas para ocupar el puesto de gerente de cualquier empresa constructora. Portolés contaba también en su plantilla con un director técnico, un tal Saturnino Roncero, también buena gente, y un jefe de obra llamado Enrique Faragó. Con aquellos tipos la amistad nacía al conocerlos y crecía por días al tratarlos.

Portolés había resultado adjudicataria de la construcción de la Presa de Beleña, sobre el río Sorbe (Guadalajara). Para la ejecución de la obra se requerían al menos un par de equipos. Un carro de perforación para la excavación de los caminos, la del cuenco de presa y la explotación de la cantera, además de un jumbo para la excavación del túnel de desvío.

Confeccioné las ofertas para ambos equipos. Decidieron alquilar el jumbo, ya que la longitud del túnel no justificaba una inversión de ese volumen, y comprar el carro, que tenía por delante suficiente trabajo para amortizar su costo.

El contacto que mantuvimos en esa fase de oferta fue generando confianza y comenzamos a discutir de otros aspectos de la obra como las voladuras, aprovechando mi experiencia en explosivos. Así me convertí casi en uno más del grupo para plantear los esquemas de perforación y cargas de explosivo, porque la realidad es que tanto Enrique como Saturnino no tenían experiencia alguna en estas lides.

El pueblo más cercano era Beleña del Sorbe, un pueblo que aparentaba disfrutar de una vida nocturna muy poco intensa, dado que contaba con un censo de diez o doce vecinos.

—Aquí deben tocar a misa con un palo y una teja –solía decir mi padre, para resaltar la precariedad de un pueblo así.
—Pero, papá, si no hay iglesia.
—Pues por eso. Tocan porque no se oyen las campanas del pueblo que las tiene.

Beleña del Sorbe tenía cuatro casas y unas ruinas de un castillo que habría sido en otros tiempos morada de doña Urraca, y, en la orilla del río, muy cerca de la ubicación de la presa, una fuente con cuatro piedras mal puestas de la que se decía que era el lugar donde doña Urraca gustaba de beber algún sorbito de agua asiduamente. Pero en aquellos momentos nadie se acordaba ni de doña Urraca, ni de las ruinas del castillo, ni de la fuente, ni del pueblo, ni de sus moradores...

Se encontraba prácticamente abandonado y a él se llegaba a través de un camino de tractores de unos cuatro kilómetros que entroncaba con la carretera de Humanes de Mohernando a Tamajón, por lo que llegar hasta allí era toda una aventura.

Aquel era el camino mejor, porque aunque existía un atajo, este era aún más estrecho y cruzaba tierras de labor, por lo que había que atravesar trigos, cebadas, centenos y girasoles.

Para la ejecución de la obra era necesario ampliar y adecuar los accesos para transportar al lugar todos los equipos requeridos para la construcción, y el primero en llegar a la obra debería ser el carro de perforación. Pero no era posible transitar con un camión por aquel camino, por lo que era preciso llevar el equipo hasta el del entronque con la carretera, descargarlo en ese punto y hacer el resto de trayecto rodando con él, arrastrando a su vez el compresor, remolcado por este.

Tanto el compresor como el carro eran absolutamente nuevos, por lo que se requería hacer el rodaje previo de todos sus motores y bombas, y en esos cuatro kilómetros se deberían rea lizar todas las paradas necesarias para evitar un calentón. Eso significaba dos horas de recorrido, más una parada de quince minutos cada medio kilómetro, otra hora y tres cuartos, con un total teórico de tres horas y tres cuartos de viaje para llegar a la obra. omo irse a Bilbao en coche.

Enrique me acercó hasta mi coche y regresé a Madrid con el compromiso de que al día siguiente estaría en la obra a primera hora para enseñar a su perforista el manejo del equipo. Así se hizo y nuestro amigo “Cacharrón”, que era el apodo del barrenista que se hizo cargo del carro y su compresor, aprendió rápidamente a manejarse con aquel trasto. Los primeros trabajos consistieron en la preparación de los caminos de acceso a las coronaciones de la presa y boca del túnel de desvío del río, que se ejecutaban con un buldózer y con el apoyo del explosivo en pequeñas voladuras de arranque y en la rotura de grandes piedras sueltas (taqueos) que se suelen trocear mediante perforaciones en pequeño calibre que se cargan con una pequeña cantidad de explosivo, para poder ser retiradas con facilidad una vez fragmentadas por la detonación de este.

UNA PIEDRA DE UNOS 3 M3 PUEDE FRAGMENTARSE CON UNOS 50 GRAMOS DE EXPLOSIVO PARA OBTENER TROZOS QUE EL BULDÓZER RETIRA CON FACILIDAD, PERO "CACHARRÓN" LAS PERFORABA CON EL CARRO DE UN CALIBRE DE TRES PULGADAS Y CARGABA EL BARRENO CON LA CANTIDAD DE EXPLOSIVO QUE LE PARECÍA

Para hacerse una idea aproximada, una piedra de unos 3 m3 puede fragmentarse con unos 50 gramos de explosivo, para obtener trozos que el buldózer retira con facilidad, pero Cacharrón las perforaba con el carro en un calibre de tres pulgadas (adecuado para voladuras de arranque en una cantera) y cargaba el barreno con la cantidad de explosivo que le parecía. Esta carga era normalmente un cartucho de 5 kilos en lugar de los citados 50 gramos, es decir, cien veces más de lo requerido en una aplicación normal.

En una de mis visitas a la obra, acompañado por Enrique, pude ver que terminaba la perforación de una pequeña piedra al borde de un camino que venía ampliando. Tenía al lado una caja de Goma 2EC, encartuchada en plástico de color rojo, con cartuchos de 5 kilos de peso cada uno. Como unas buenas cañas de lomo. Nos llevábamos francamente bien y nos saludamos como siempre, muy cordialmente. Entonces aproveché para preguntarle distraídamente.

—Y dime, Cacharrón, ¿qué explosivo piensas meter dentro del barreno?
—Pues un chorizo de aquellos –me respondió, señalando con el dedo la caja de los explosivos.
Le pregunté entonces cómo retiraba los fragmentos de la piedrecita tras la explosión para dejar libre el camino.
—No hay na que retirar. Aquí en el camino no queda na.

Ciertamente, no era necesario retirar nada porque allí no quedaba ningún fragmento del pedrusco volado. Con aquella carga era normal que los fragmentos llegaran a distancias insospechadas. Su suerte era que el pueblo estaba suficientemente lejos, aunque con los truenos alguna piedra llegó cerca de él. Con gran esfuerzo y demostraciones prácticas conseguimos convencerle para que rebajara el consumo de explosivo y transitase por el buen camino.

Cacharrón contaba que en su pueblo (no recuerdo cuál, pero sí que estaba cerca de Beleña) un águila se estaba llevando impunemente sus gallinas. Al animalito parecía resultarle bastante más difícil cazar deportivamente para su sustento las perdices o conejos que proliferaban entonces en aquellas tierras, que rapiñar sus gallinas. Consiguió trincar al águila con una trampa puesta en el gallinero. Se llevó para casa un poco de explosivo, un detonador y un trozo de mecha, con lo que preparó una pequeña carga, formando con el explosivo y el detonador un improvisado y rústico “supositorio” que, tras echar al águila un trapo por encima para que no le picara ni le enganchara con las garras, introdujo al animalito por el culo.

Tras encender con el cigarro la mecha que sobresalía del culo del ave, liberó al animal, que se elevó a las alturas señalando su ruta con el humo de la mecha, como los reactores con las estelas de vapor de sus turbinas.

Entonces Cacharrón decía, riéndose como loco:
—Esta mala puta iría pensando: ¡soy libre!, ¡soy libre!, ¡soy libre!

Luego, la explosión en el aire y se acabó el águila. Como si le hubieran disparado un misil de largo alcance guiado mediante sensores térmicos por el calor de su culo.

No juzgue el lector severamente a Cacharrón, que verdaderamente era rústico y asilvestrado, pues en los tiempos de los que hablamos, en los gobiernos civiles se premiaba en metálico la muerte de águilas, lobos, zorros y otros animales hoy protegidos, que entonces estaban catalogados como alimañas.

Cacharrón era el que manejaba el explosivo en la obra, pero no disponía de la “titulación” que se empezaba a exigir para ello en aquellas fechas. Se reglamentó que para la manipulación de explosivos habría que estar en posesión de un título de “artillero”, que otorgaban los conocidos entonces como “jefes de minas”. Estos eran ingenieros de minas que tras aprobar unas oposiciones se convertían en funcionarios dependientes del gobernador civil de la provincia.

El título de artillero consistía en una “cartilla” donde se hacía constar la identidad del individuo, su fotografía, el plazo de validez, etc., y en sus páginas finales se incluían las nociones, prohibiciones y recomendaciones básicas que el aspirante debería conocer para alcanzar tal grado y en las que se basarían las tres o cuatro preguntas de examen al que se sometería al aspirante por parte de los jefes de minas, que eran también los examinadores.

Preparamos el acceso al título de Cacharrón. Le localizamos la cartilla y le preparamos los “papeles” y Enrique le insistió en que se tendría que aprender aquellas normas. Prometió que lo haría. Todos los días Enrique preguntaba a Cacharrón cómo iban los estudios, a lo que Cacharrón respondía siempre de igual manera.

—¡Mu bien, don Enrique, mu bien¡

Aburrido, Enrique le preguntó cierto día si ya estaba en condiciones de examinarse, porque aquello duraba más que la preparación de unas oposiciones a la judicatura, y Cacharrón dijo que aunque era aún algo prematuro se arriesgaría a presentarse al examen. Llevaba un mes para hacerse con las tres páginas.

En aquella época era corriente el uso de detonadores ordinarios, que así se llamaban los de mecha (como el que le metió por el culo al águila), especialmente en taqueos. Era una práctica habitual que, una vez introducida la mecha dentro del casquillo del detonador, se ajustaran entre sí mordiendo el casquillo hasta acoplarlo a la mecha.

Como la carga primaria de aquellos detonadores era sensible a choques y roces, además de al fuego de la mecha, aquella práctica había causado muchas pérdidas de piezas dentales por explosiones que se habían llevado por delante dientes, lengua, labios, mandíbulas y dedos de más de algún “valiente”.

Por ello, una de las instrucciones más resaltadas en estas cartillas era la prohibición absoluta de llevar a cabo esa práctica y la prescripción de que esta maniobra se hiciera siempre con unas tenacillas especiales que deberían encontrarse entre la herramienta específica de los artilleros. En la caseta de obra tuve el privilegio de ser espectador de lujo del ensayo del examen que Enrique Faragó hizo a Cacharrón. Lo primero fue ponerle en situación:

—Cacharrón, fíjate bien, vamos a hacer una prueba como si te examinaras, verás, hazte cuenta que yo soy ahora el jefe de minas y te pregunto, fíjate muy bien y piensa. Fíjate bien ¿eh?, ¿con qué diente ajustas tú el detonador a la mecha? A ver Cacharrón, contesta, pero pensando, ¿eh?
Tras un corto tiempo de reflexión, el otro respondió:
—Yo no uso nunca los dientes, don Enrique.
Enrique comenzó a esbozar una sonrisa de satisfacción, pero Cacharrón continuó:
—Yo uso los colmillos.
A Enrique se le borró la sonrisa de un plumazo.
—¡Vete a tomar por culo, animal!
—¡Sin insultar, don Enrique, que uno tiene sus sentimientos!
Intervine para aplacar los ánimos. Me llevé a Cacharrón aparte y ese día repasamos la cartilla. Me di cuenta que el hombre apenas sabía leer. A pesar de ello aprobó y desde entonces tuve en él a un amigo incondicional.

Pero ahí no habían terminado las aventuras de aquella obra.

Llegó el jumbo y se comenzó la perforación del túnel. Pasé allí muchas horas cargando barrenos y conectando detonadores. Enrique aprendió y Cacharrón se convirtió en una figura de primer nivel en aquel arte. Pero un buen día, mientras me encontraba en la oficina, Enrique me llamó. Tenían un problema con la pega, allí fallaba algo y la voladura que ya estaba cargada “no salía”. Me pedía que por favor le echara una mano urgentemente. Como el coche de la empresa estaba en revisión, me fui en el mío, un Seat 850 Coupé, el deportivo español cutre que mi padre me había traspasado cuando él se mercó un auto nuevo.

Vestido con traje con chaleco a juego y zapatos castellanos color corinto, de piso de suela de cuero, salí arreando para la obra con el deportivo heredado, y para ganar tiempo decidí tomar el atajo, donde en una vaguada enfangada por el desvío de un arroyo se me hundió el coche hasta las puertas, que pude abrir de milagro. Al poner los pies en el suelo me hundí en el barro casi hasta media caña. Era una arcilla roja, densa y pegajosa. Intenté sacar un pie para escapar del fangal, pero salió limpio, sin el zapato ni el calcetín. Mientras miraba hacia el agujero que dejaba en el barro al sacar mi pierna izquierda, oí un ¡glup! y vi como este se cerraba. Se jodió. Allí se habían quedado enterrados para siempre calcetín y zapato.

Con la pierna derecha ocurrió lo mismo, otro ¡glup! y otro calcetín y zapato perdidos en el barrizal. Mi suerte podría haber sido aún peor si en esos duros momentos no hubiera aparecido un vecino del pueblo que retornaba a su casa a bordo de un potente tractor.

Metiendo los brazos en el barro conseguí enganchar al chasis del coche una cadena que me dejó aquel paisano, con lo que al fin lo sacamos del barrizal. A pesar de mi insistencia el tipo no consintió en recibir una propina, pues se sentía feliz habiéndome ayudado. Apreciaba a toda la gente de la obra porque entendía que le daba ya al pueblo, y le daría en mayor medida en el futuro, la vida que necesitaba. Después de sacar el pegote de barro que taponaba el escape llegué hasta la obra.

El problema era sencillo. Algún puente de un detonador estaba roto y se interrumpía el circuito, y como ya había vivido bastantes situaciones de ese tipo, conocía sobradamente la mecánica para solucionarlo y así se hizo. Era comienzo de verano y aunque no hacía excesivo calor la temperatura era más bien alta. En la obra no disponían de botas de mi talla. Siempre tuve problemas con mi número de pie, pero alguien me prestó unas chanclas de piscina en las que asoman los dedos, con las que por lo menos podía andar sin clavarme las piedras y llegar al frente para solucionar el problema. A la entrada del túnel se había producido una sobreexcavación que formaba un charco importante, siempre lleno de agua embarrada.

Terminada la operación y sustituido el detonar que causaba el problema, al salir del túnel haciendo equilibrios para andar con las chanclas, conseguí irme de bruces al charco, poniéndome de barro hasta los ojos. Pantalón, chaqueta, chaleco, camisa, corbata... todo quedó empapado y embarrado.

Disparamos la pega e inmediatamente procedí al secado de la ropa en la medida de lo posible, quedándome en calzoncillos y cubierto con una lona mientras se secaba la ropa, tendida al sol sobre una piedra. Me volví a vestir con esas galas ajustándome la corbata y con el deplorable aspecto que daban los ropajes llenos de barro, y con la satisfacción del deber cumplido me encaminé hacia mi hogar, terminándome de secar con la calefacción del coche. Aparqué en la calle y recorrí una manzana con las chanclas en los pies, los pantalones remangados y llenos de barro, la chaqueta, camisa y chaleco hechos un desastre, arrugados, encogidos y embarrados, pero portando en mi mano un distinguido “ataché” de cuero, cartera típica de ejecutivo agresivo, y derrochando porte y distinción con mi elegante andar ante la mirada atónita de los viandantes con los que me cruzaba.

Aunque no lo aprecié en aquel momento, hoy pienso que la reacción de mi mujer ante la situación fue una señal inequívoca de la conveniencia de proceder a nuestro divorcio. Luego recibí más muestras. Porque frente a un posible recibimiento cariñoso, que me hubiera hecho reafirmar mi creencia en las bondades del matrimonio, con palabras más o menos del tipo:

—¡Oh, mi amor! ¿Pero, qué te ha ocurrido? ¡Entra, entra en el hogar, mi cielo! ¿Una ducha calentita, un cafetito?
En cambio, exclamó:
—¡Anda, que vaya pinta que traes! ¿De dónde vendrás tú? Alguna habrás hecho. No si... cuando yo digo...
Y se fue a seguir con sus cosas.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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