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Actualidad

15 Junio 2020

La Centella. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Ocurrió a comienzos de 2005. Yo trabajaba entonces en Volconsa, como responsable de su división de demoliciones. Volconsa había resultado adjudicataria de la demolición de un complejo hospitalario ina cabado, ubicado en el pueblo vasco de Lejona (Leioa). Las edificaciones que lo constituían se encontraban dentro de una parcela junto a la carretera que, desde la autovía, daba acceso también a las instalaciones de la UPV (Universidad del País Vasco), que se encontraban en el barrio de Sarriena.

La carretera ascendía serpenteando desde la autovía hasta la universidad. Era una vía ancha, tenía un buen firme y se prestaba a que los conductores, en su mayoría jóvenes alumnos, disfrutaran de la velocidad pisando a tope el acelerador de sus utilitarios, trazando las curvas emulando a los pilotos de Fórmula 1, muy a pesar de que existiera una limitación de velocidad de 50 km/h en todo el tramo.

Disfrutaban ellos y disfrutaban también los chicos de la Ertzaintza, que se apostaban emboscados con sus radares móviles a la caza de los incautos y olvidadizos palomos, muchos de los cuales resultaban ser reincidentes en la cosa de la curvatura, cayendo como gazapos en las redes de los agentes, que hacían muy saneadas cajas los días lectivos. Nosotros sufrimos también su acoso durante un tiempo porque, aunque respetábamos el límite de velocidad, nos impusieron unas cuantas multas por el barro que las ruedas de los camiones cargados de escombro dejaban sobre el asfalto camino del vertedero. Pudimos librarnos de la implacable persecución construyendo una balsa a la salida de la obra, donde destinamos un operario a lavar los neumáticos de todos los vehículos antes de que se incorporasen a la carretera.

El complejo hospitalario constaba de varios edificios de diferentes alturas, todos ellos de estructura metálica. Se había descartado la demolición por voladura y se propuso el derribo mediante sistemas mecánicos, pero los brazos de los equipos de demolición clásicos, las retroexcavadoras equipadas con cizallas, no alcanzaban la altura necesaria para atacar el edificio principal.

Optamos entonces por utilizar para la demolición de este una enorme grúa provista de un brazo de celosía de gran alcance, en el que montamos suspendido un “pulpo” de acero, de los normalmente usados para el movimiento y colocación de escollera en la construcción de puertos.

El maquinista elevaba el artilugio y lo dejaba caer sobre la estructura, fracturándola por impactos sucesivos, removiendo luego los fragmentos hasta hacerlos caer al suelo mediante el giro de la pluma y el cierre y apertura de las pinzas. La grúa iba montada sobre un chasis que se desplazaba sobre un tren de rodadura de orugas. La pronunciada silueta del mamotreto destacaba en la distancia. El alto edificio principal y la celosía de la pluma de la máquina, apuntando al cielo y asomando por encima de su cubierta, de cuyo extremo pendía aquel enorme artilugio, eran ya visibles desde la misma autovía.

Aquel día, como otros muchos, había madrugado para llegar a la obra a primera hora. Salí de Madrid sin que aún hubiera amanecido. Viajaba casi siempre en coche para realizar las visitas periódicas a cada una de las obras de demolición que teníamos activas en toda España. Casi podía decir que vivía en el coche, en cuyo maletero siempre guardaba dispuesta una pequeña bolsa de viaje con un mínimo de ropa y trebejos para no tener que perder tiempo en preparar el equipaje cuando me surgía algún viaje imprevisto.

No había desayunado en casa y tan solo había parado en el camino a tomar un café para esquivar el sueño. Noté el vacío en el estómago cuando salí de la autovía para ascender por aquellas curvas que invitaban a pisar el acelerador, pero no lo hice. Las nubes auguraban tormenta, aunque no llovía. Estuve tentado de disfrutar de las curvas, pero no me atreví porque, a pesar de la hora, era muy posible que los de la Ertzaintza estuvieran ya apostados a la caza de los estudiantes más madrugadores que asistían a clases tempranas. Pero no, no estaban emboscados, o si lo estaban no llegué a verlos.

Desde lejos había divisado la pluma de la grúa y observé que se encontraba parada. Temí que estuviera averiada. A la llegada a la obra constaté que, en efecto, la grúa había sufrido una avería, una rotura en una de las orugas. Un operario estaba reparando la fractura con un equipo de soldadura eléctrica, mientras a su lado “palomeaba” el operador de la grúa. Palomear era la forma particular con la que el jefe de obra, un tal Anaya, denominaba al acto de no trabajar, pero fingiendo que se trabaja. Equivale al conocido “marear la perdiz”. Tanto “palomear” como “marear la perdiz” no tienen nada que ver con el famoso “tocarse los cojones a dos manos”, que consiste en no dar palo al agua, a veces no solo sin disimulo sino haciendo ostentación de ello.

El maquinista de la grúa era un vasco que hablaba con un acento que no admitía confusión posible con respecto a su origen. Bien podría llamarse Koldo, aunque soy incapaz de recordar su nombre. El soldador debía ser también aborigen, por lo que podría ser factible que atendiera al nombre de Antxón. Es conocido que muchos consideran que los vascos son empecinados blasfemos, lo cual es absolutamente falso. Sus expresiones “cagüendiós” y “cagüenlostia” son para ellos absolutamente inocentes exclamaciones que incluyen de forma muy frecuente en su parla cotidiana. Ellos las consideran equivalentes a “cáspita” o “mecachis en la mar”, usadas por cualquier tímido foráneo. Sus frases suelen comenzar por alguna de esas dos expresiones y terminar con un “pues” o un “oye”.

Desde la caseta de la oficina del jefe de obra se podía oír dialogar amigablemente a Koldo y a Antxón.

—¡Cagüendiós, Koldo, si tendrías más cuidao con grúa y no andarías por encima de hierros, oye, no joderías las orugas, pues!

—¡Pero, cagüenlostia, Antxón! ¿Por dónde voy a andar con orugas, oye, si esto es to hierro, pues?

Propuse a Anaya que nos escapáramos un momento a desa yunar, mientras reparaban el equipo. Yo estaba desfallecido. Llevaba más de cinco horas con un café y necesitaba llevarme algo al buche. Muy cerca, frente a la universidad, había un pequeño bar donde solíamos recalar de vez en cuando para echar algo a la andorga, y allá nos dirigimos. Utilizamos mi coche. Apreté el acelerador acuciado por mi estómago, olvidándome de la posible acechanza de los pérfidos radares. De repente sentimos a nuestra espalda un fogonazo acompañado de una explosión.

—¡Me cago en su puta madre! –exclamé– ¡Ya nos han sacao la foto estos cabrones! Ya me han jodido el bolsillo.

—¡Coño! –dijo Anaya–, ¿pero dónde están? Yo no les he visto.

—Yo tampoco. Estarán emboscados.

Todo aquello resultaba un tanto extraño. El tramo por el que veníamos circulando no ofrecía lugares en los que se pudieran emboscar para no ser vistos. Además, el uso del flash a la luz del día resultaba un tanto raro, pero lo achaqué a la falta de luz que propiciaba la cobertura de aquellas negras nubes. La detonación que acompañó al fogonazo también extrañaba. Pensar en la multa me amargó el desayuno, pero era lo que había. No me perdonaba haber olvidado que la carretera era un coto de caza para los radares, y esta vez me habían cazado a mí.

Cuando tras la pitanza regresamos a la obra, encontramos a Koldo, el operador de la grúa, junto a la caseta de almacén, que se encontraba junto a la del jefe de obra. Había venido a por algún repuesto.

—¿Cómo va la soldadura, Koldo? –le preguntó Anaya.

—¡Mal, cagüendios! –respondió Koldo–. Se ha jodido el equipo de soldadura, pues. Ha pegao una hostia un rayo en la pluma de la grúa y ha quemao el grupo, oye. Mucho humo salía, pues. Y chispas, oye.

UTILIZAMOS MI COCHE. APRETÉ EL ACELERADOR ACUCIADO POR MI ESTÓMAGO, OLVIDÁNDOME DE LA POSIBLE ACECHANZA DE LOS PÉRFIDOS RADARES. DE REPENTE SENTIMOS A NUESTRA ESPALDA UN FOGONAZO ACOMPAÑADO DE UNA EXPLOSIÓN.

Estaba claro el origen del fogonazo y la explosión que habíamos sentido. No se trataba de una foto de la Ertzaintza. La tormenta había comenzado como una clásica “tormenta seca” y los amenazantes nubarrones no soltaban una gota de agua, pero venían rebosantes de carga eléctrica.

Miré hacia la máquina. Allí, junto a ella, estaba Antxón. Actuaba de forma un tanto extraña, miraba al grupo de soldadura, luego a la punta de la pluma de la grúa, después a sus manos y luego a los pies. Repetía los mismos gestos una y otra vez mientras daba vueltas con pasos vacilantes alrededor del humeante equipo de soldadura eléctrica, tambaleándose y girando a la vez sobre sí mismo y dando pequeños saltos. Parecía un borracho bailando una mezcla de vals y jota. No debía haber asimilado todavía lo que le había ocurrido. Era evidente que Antxón había recibido una sustanciosa dosis de electrones cuando el rayo alcanzó a la grúa, que con su pluma de celosía apuntando al cielo, sobresaliendo por encima del edificio y con sus enormes orugas gravitando sobre el suelo, constituía un eficaz pararrayos. La chispa había alcanzado la punta de la pluma, descargándose a tierra a través de la máquina, del grupo de soldadura por el electrodo que Antxón aplicaba a la oruga y a través también de la humanidad de nuestro amigo.

Allí debió haber electrones para todos. Hubo para la grúa, para el grupo de soldadura y también una ración cojonuda para Antxón. A cada cual lo suyo. Si los médicos dicen de un tipo que se encuentra “consciente y orientado” para considerarlo espabilado, a Antxón se le veía desde lejos semiinconsciente y desorientado.

—Habrá que llevarlo al hospital... –dijo Anaya, pero Koldo le interrumpió.

—¡Nada, oye! Yo pensaba que lo había matao la centella, cagüendios, pero ya se ha recuperao, pues. Ya está medio espabilao, oye. Es que le ha pegao una hostia que yo creía que se quedaría así, fosforescente, como esas imágenes de la virgen que se ponen en las mesillas y que brillan en lo oscuro, pues. Mi madre tiene una, oye, y mucho se ilumina, o así. Ya he dicho yo a gente de obra que no tocarlo oye, que igual da calambre, cagüenlostia, que todavía le dan retemblores, que pa mí que va cargao, pues. ¡Míralo, míralo! Pa mí que esos temblores le dan porque está eliminando la electricidad que se ha mamao, oye.

Koldo tenía razón. Antxón parecía sufrir repentinos escalofríos. De vez en cuando se detenía en sus evoluciones y saltos, y temblaba visiblemente.

—Yo creo que no está de hospital –concedió Anaya, arrimándole a Koldo unos billetes–. Anda Koldo, llévatelo para el bar y que se meta un par de orujos al cuerpo y que se descargue.

—¡Cagüenlostia! Y ya puestos también yo tomaría –sugirió entonces Koldo–. Como preventivo, oye, y pa pasar el susto, pues.

Y allá se fueron en la Berlingo. Koldo ya no temblaba.

—¡Cuidado con el radar! –alcanzó a decir Anaya–. ¡Y volver pronto, y con la vuelta!

Pero no debieron oírle porque tardaron bastante en volver, y regresaron bien cargados y sin vuelta. Pero por lo menos la Ertzaintza no los había fotografiado. Tenían que ser de Bilbo, pues. Seguro.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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