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Actualidad

26 Febrero 2019

El mecánico Neftalí. Esteban Langa Fuentes

Presa

El pueblo de Cedillo, en Cáceres, estaba formado por cuatro casas en un encinar en la frontera portuguesa. De hecho la presa a construir al comienzo de los 70 sobre el río Tajo era para la explotación conjunta por España y Portugal, uno de sus estribos se asentaría en Portugal y el otro en España. Estaba a una distancia de Madrid entre el “quinto coño” y “a tomar por culo”, un poco más allá de “casadiós”. La ruta para llegar a aquel paraje transcurría a través de un muestrario de carreteras, incluyendo nacionales, comarcales y locales, unas malas y otras peores, y un último importante tramo de camino de tierra a través de un encinar, que era el Vía Crucis a sufrir hasta acceder a la obra. El viaje hasta la obra de la presa constituía una auténtica yincana.

La obra fue adjudicada a la empresa llamada entonces Entrecanales y Távora, y en la fase de excavación ofició de jefe de obra un tal Miguel Bustamante, un viejo conocido, que se instaló de inmediato en ella. Yo trabajaba entonces en Ingersoll- Rand y había vendido a Entrecanales un par de carros de perforación para la excavación del cuenco y estribos de presa. La explotación de la cantera para la extracción de roca para la fabricación de áridos la habían subcontratado a Cavosa (donde trabajé con posterioridad) y la apertura de caminos y excavaciones accesorias, a Excavaciones Virgós, propiedad de un tal Manuel Virgós, con el que hice una gran amistad.

Yo hacía frecuentes viajes a Cedillo. Miguel siempre estaba requiriéndome con cualquier excusa: revisión, pequeñas reparaciones, comentar sistemas de trabajo...

Sus llamadas se debían más que nada a su aburrimiento en aquel desolado paraje. Siempre sospeché que tanto Manuel Virgós, a quien también requería continuamente, como yo constituíamos su mejor distracción.

Mis continuas idas y venidas a la obra sirvieron para que perdiera el respeto a la carretera y circulara a toda la velocidad que me permitía mi potente torpedo por todos los tramos del recorrido, sin importarme en absoluto las señales de limitación que jalonaban las cunetas.

Tan solo bajaba el pistón en el paso de un badén donde, aunque la velocidad estaba limitada a 40 km/h por una bien visible señal, pasar por él a más de 10 km/h era jugarse la vida, porque el salto del coche era espectacular.

Yo trataba de solucionar personalmente y por mis medios los problemas mecánicos de mis equipos, porque los cargos que pasaba nuestro departamento de asistencia técnica por los servicios de sus mecánicos eran exagerados y provocaban unos cabreos monumentales en los clientes, aunque en ocasiones precisaba contar con algún montador porque la reparación requería medios o conocimientos mecánicos más profundos que los míos.

En una de mis visitas a Cedillo me acompañó un montador del servicio técnico que se llamaba Neftalí, un nombre que no he vuelto a oír. Me apreciaba y le apreciaba. Era un buen profesional, tranquilo, afable y nos compenetrábamos muy bien, pero le daba miedo la velocidad. Él conducía muy despacio, por lo que en mi compañía pasaba bastante canguelo. En aquel viaje a Cedillo, con mi conducción a todo trapo, no pasó miedo sino terror y le resultó un tormento.

Consciente de sus intenciones de entrar en el túnel para echar mano a los artilleros, cuando llegó a mi altura le atrapé, consiguiendo calmarle y convencerle de que allí no había pasado nada y que además los artilleros no iban a comprender su intención de matarlos

El recorrido del último tramo de camino de tierra a través del encinar remató el viaje de ida. El piso estaba empapado, patinamos en una curva y fuimos a parar al rastrojo, aunque todo se quedó en el susto y en empujar el bólido para volver a meterlo en el camino, con barro hasta el techo. Lo peor para Neftalí es que ese susto se le sumaba al pánico que llevaba acumulado en el cuerpo a lo largo del recorrido.

Tras terminar la reparación del equipo, Miguel Bustamante se empeñó en que me quedara a comer con él y con Manuel Virgós, que andaba por allí, en una especie de comedor que habían abierto en la obra, donde disponía de un apartado para él y sus invitados, mientras Neftalí lo hacía con los mecánicos de la obra, con los que había hecho buenas migas.

Debo decir que Manuel Virgós tenía una voz con un sonido nasal muy característico. Con su lento hablar y esa resonancia convertía sus opiniones en sentencias trascendentales.

Mientras comíamos, Manolo y Miguel empezaron a discutir sobre unas diferencias en mediciones. Con el vino, la temperatura fue en aumento, por lo que yo me encontraba incómodo y, una vez terminada la comida, quería largarme lo antes posible. Sin embargo, Miguel no me soltaba. Y debió decirle alguna inconveniencia a Manolo porque este, con aquel tono nasal, cerró la discusión sentenciando:

—¡Miguel, tengo ganas de que te cases para follarme a tu mujer!

Yo ya no esperé más, porque no quería saber cómo terminaba aquello y salí zumbando. Tenía 27 años y para mí esas palabras hubieran sido causa de duelo, pero estos dos eran como un matrimonio viejo y podían decirse barbaridades de ese tipo sin despeinarse. Avisé a Neftalí y salimos arreando para Madrid, arrancamos y nos fuimos por caminos y carreteras, los dos con el sopor de la comida y el vino en el organismo. Neftalí reclinó su asiento, se acomodó y cerró los ojos dispuesto a pasar el viaje dormido para sufrir lo menos posible.

Sintiéndome solo, aburrido y en aquellas condiciones entré en un estado de amodorramiento soporífico, rayano en la catatonia y me olvidé del famoso badén, en el que entré a 80 km/h en lugar de a los 10 km/h de respeto, como era necesario para no pegársela. Cuando quise darme cuenta ya era tarde. Mi grito fue simultáneo al salto del coche y cuando Neftalí quiso abrir los ojos, ya estaba con la cara pegada al techo y los pies en el salpicadero.

El coche voló, cayó a la carretera de nuevo dando bandazos y pude frenar y pasar el susto a coche parado. El viaje había colmado la capacidad de sufrimiento de Neftalí. Me enteré de que había pedido a su jefe que en el futuro encomendara otros mecánicos a mi acompañamiento para reparaciones en obra.

El coche voló, cayó a la carretera de nuevo, afortunadamente con las ruedas dentro de la vía y tras tres o cuatro bandazos pude frenar y pasar el susto a coche parado. El viaje había colmado la capacidad de sufrimiento de Neftalí. Me enteré de que había pedido a su jefe que en el futuro encomendara otros mecánicos a mi acompañamiento para reparaciones en obra, salvo si el viaje lo hacíamos en la furgoneta del taller o transporte público, en cuyo caso él se sentiría feliz en mi cercanía. Cuando me enteré de aquella deserción justificable, evité hacerle pasar malos ratos y viajaba con otros montadores, pero él era el mejor y con quien yo más me compenetraba, y le echaba mucho de menos.

Construcciones Amsa nos había comprado un jumbo modelo Gálico, un equipo de perforación para túneles provisto de dos brazos, sobre los que se insertaban sendas perforadoras. Todo el conjunto iba montado sobre un carretón que circulaba sobre una vía que se iba instalando en el piso del túnel a medida que su excavación avanzaba.

La obra consistía en la excavación del túnel de transvase Guadarrama-Aulencia, que llevaría agua desde la presa de Las Nieves, sobre el rio Guadarrama, en las cercanías de Galapagar, hasta la presa de Valmayor, sobre el río Aulencia.

La perforación se comenzó por la boca Este, la correspondiente a la presa de las Nieves, donde pusimos el jumbo en marcha, enseñamos el manejo a perforistas de Amsa, con la ausencia de mi amigo Neftalí, y realizamos las primeras voladuras hasta ajustar el esquema. Durante un par de semanas yo pasaba el día en la obra con la gente poniendo el equipo en marcha. Allí me encontraba a mis anchas.

Con la obra bastante avanzada, surgió un problema importante en el jumbo, lo que me obligó a recurrir a Neftalí. Intentó escabullirse con todas las excusas posibles, pero le juré que conduciría despacio, o incluso si lo prefería podría conducir él mi coche. Todo para evitar hacer el viaje en la furgoneta del taller y con él al volante, lo que nos hubiera supuesto horas llegar hasta Galapagar.

Tragó y allá marchamos. Éramos un equipo. Con su inteligencia y con mi fuerza seríamos capaces de grandes gestas. La primera se montó dentro del túnel. Entramos hasta el frente, que se encontraba a unos doscientos metros de la boca. Acababan de preparar una voladura, habían retirado el jumbo a una distancia prudencial y estaban a punto de dispararla, por lo que tuvimos que retirarnos hacia atrás, hacia la salida. Lo hicimos caminando con tranquilidad, sin ningún apresuramiento, pues yo estaba convencido de que dispondríamos de suficiente tiempo para alcanzar la boca del túnel y salir al exterior, pero no fue así.

En las voladuras, cada barreno o grupo de barrenos es detonado en distinto tiempo, es decir, cada detonador debe explotar en un momento prefijado, de forma que entre detonaciones consecutivas pueden existir diferencias que pueden oscilar desde milésimas de segundo hasta varios segundos, según las distintas series de detonadores existentes.

En nuestro caso, las primeras cargas tenían desfases de 30 milésimas de segundo y las siguientes de medio segundo, con 12 números de detonador, lo que implicaba que para el oído humano se escucharía una detonación que correspondería a todos los detonadores con intervalo de 30 milisegundos entre sí, que el oído no podía discernir como detonaciones individuales, y luego doce detonaciones seguidas con intervalos de medio segundo entre ellas, que sí eran diferenciables.

En las voladuras en roca, la velocidad de transmisión de la onda sísmica producida a través del terreno es superior a la onda aérea (ruido) y por ello la primera sensación que se percibe después de la imagen de la explosión, es la de la vibración del terreno, escuchándose luego la detonación con un cierto retardo. La secuencia es ver, sentir y oír. El jumbo se desplazaba sobre una vía montada en el piso del túnel, que también servía para el transporte del escombro de las pegas, que se hacía mediante un “tren búnker”.

Caminábamos juntos, despreocupados, cuando sentí la vibración producida por la detonación de las primeras cargas y me pegué al hastial (la pared del túnel) porque sabía lo que venía después, dada mi experiencia, y aquello no me pillaba de sorpresa, pero el pobre Neftalí no se había visto en otra.

Prosiguieron después las detonaciones del resto de los barrenos, una detrás de otra tras el ruido atronador que retumbaba en aquel agujero; llegaron seguidamente los golpes de aire que se generaban al convertirse el explosivo en gases, dando tremendas bocanadas hacia el exterior, haciendo volar papeles, basuras, latas de conservas de las comidas del personal y toda clase de objetos dispersos por el suelo.

Al primer golpe de aire, Neftalí salió despedido hacia adelante cayendo de bruces al suelo entre las vías, y la bocanada le voló el casco. Era un ejemplo palmario de “no saber por dónde le venía el aire”. Le oí decir:

—¡Ay, Dios!

Al intentar levantarse le vino el segundo golpe de aire, con más objetos volando y de nuevo al suelo rodando.

—¡Ay, la Virgen!

Aquello se repitió doce veces. Caía, rodaba, intentaba levantarse y, antes de incorporarse, le sacudía otro golpe de viento, vuelta a caer y vuelta a rodar. Cada vez estaba más lejos de mí y si la traca hubiera continuado habría salido a la calle a base de cañonazos. Cuando terminaron los truenos se levantó, comenzó a proferir imprecaciones que rayaban en cagamentos blasfemos, anatemas y amenazas.

—¡Hijos de la gran puta! ¡Los mato! –exclamó como colofón, como un grito de guerra.

Se lanzó hacia dentro del túnel para echar mano a los artilleros, que estaban próximos al frente, ya que disparaban desde muy cerca. Consciente de sus intenciones, cuando llegó a mi altura le atrapé, consiguiendo calmarle y convencerle de que allí no había pasado nada y que además los artilleros no iban a comprender su intención de matarlos, porque aquello era normal para ellos, que eran más de uno y bastante más recios y bestias que él y, además, había que salir de allí lo antes posible para no tragarnos una pipada de gases, pues aunque la ventilación era aspirante, la canalización del aire tenía bastantes agujeros.

No habíamos reparado el jumbo, pero se negó en redondo a volver a entrar en el agujero de nuevo. Cuando le juraba que aquello era normal, él insistía histérico que yo estaba tan loco como los de dentro. Me lo llevé al pueblo a “tomar algo”, para tranquilizarle. Fue imposible convencerle por lo que consideramos que sería mejor reparar el equipo fuera de túnel.

A nuestra vuelta habían sacado el jumbo a la calle y estaban desescombrando la pega. Era invierno y estábamos al aire libre, al lado del río y hacía bastante frio. Unos de los problemas que tenía el equipo era el funcionamiento lento de un cilindro hidráulico con el que se accionaba el giro del brazo. El cilindro en cuestión era enorme. Tenía del orden de un metro y medio de largo, unos treinta centímetros de diámetro y estaba lleno de aceite. Existían dos cilindros de ese tipo, uno por cada brazo, y estaban dispuestos sobre el chasis en posición horizontal y a una altura de casi dos metros. Sus extremos se cerraban con dos tapas de acero, del mismo diámetro que el cilindro y unos cuatro centímetros de espesor, con un rebaje a los dos centímetros que encajaba en el interior, como un tapón, atornillado al cilindro mediante una retahíla de tornillos “allen”.

Con las dimensiones que se mencionan y conociéndose la densidad del acero, el lector podría calcular el peso de la tapa, pero sin cálculos, a ojo de buen cubero, yo puedo afirmar que pesaba un huevo. El rebaje encajaba en el cilindro y era preciso un extractor para sacar la tapa y no lo teníamos, solo disponíamos de llave para aflojar los tornillos, pero como dicen que ingeniero viene de ingenio, apliqué el mío a la solución del asunto. Si poníamos la bomba hidráulica en marcha y accionábamos el mando del cilindro, la presión en la cámara empujaría la tapa hacia afuera y saldría sola sin necesidad de extractor. Nos pusimos manos a la obra, quitamos los tornillos, me subí al jumbo y arranqué el motor y la bomba hidráulica, mientras Neftalí permanecía en el suelo, junto al cilindro, con las manos sobre su cabeza para coger la tapa cuando se despegara de su encaje, con los dedos pegados al borde de esta.

Y ahí se organizó el sarao. Yo le di dos toquecitos al mando, solo tic, tic, y la tapa salió del cilindro a una velocidad sensiblemente superior a la prevista, es decir, echando leches, con lo que a Neftalí se le fue de las manos. Ni la tocó. Le cayó de canto a la altura de las uñas de los dedos de los pies; en los dos, que los tenía juntitos y en aquel entonces las botas de seguridad no se conocían. Al menos nosotros no las usábamos.

Por si eso fuera poco, al vuelo de la tapa le siguió la salida en cascada del aceite del cilindro que, como era natural, en ese momento tenía la empaquetadura al lado opuesto, o sea, para entendernos, de las dos cámaras en que se dividía el cilindro, cuyo volumen varía en función de la posición de la empaquetadura en cada momento, en aquel instante a la zona que coincidía sobre la cabeza de Neftalí le correspondía el volumen máximo de aceite; prácticamente todo.

No obstante tuvo suerte, porque como acabábamos de arrancar la bomba, todo el aceite que le cayó sobre la cabeza duchándolo estaba aún frío. Si le hubiera agarrado calentito hubiera sido peor porque le hubiera pelado. Como buenamente pudimos lo llevamos a la oficina de obra chorreando aceite, pero en ella tan solo disponían de lavabos y servicios; no había duchas. En los lavabos no había jabón, sino un producto que se llamaba Taifol, que era una pasta que debía contener sosa en cantidad, mezclada con una especie de abrasivo que parecía ser asperón, más adecuado para fregar sartenes que para el uso humano. Para hacerse idea de la eficacia arrancando manchas de grasa, de aquella “pasta”, se decía de ella que “extraía hasta raíces cuadradas”. Era más áspera y abrasiva que la lija.

Neftalí tuvo que lavarse en el río, en “mangas de pelotas”, o sea, desnudito, frotándose con aquel gel de belleza que le dejó el cuerpo tan pelado como el culo de la mona Chita y con el agua helada. Y del pelo... mejor ni hablar. Estaba como para anunciar el Taifol plagiando el conocido eslogan de la casa de productos de belleza L’Oreal París: “¡Porque yo lo valgo!”. Recogimos su ropa en una bolsa de plástico después de tratar de lavarla en el río, con lo que a la grasa que no conseguimos quitar le añadimos agua y aquella pasta horrible.

En aquella ocasión yo llevaba algo de ropa en el coche, le presté unos calzoncillos, una camiseta y una camisa, todo de tres tallas superiores a la suya. En la obra le prestaron un mono y unas botas dos tallas también mayores, que le vinieron al pelo porque tenía los dedos inflamados como morcillas y le dolían a rabiar. Las uñas ya le negreaban como a los gavilanes y yo pensaba que pronto cambiaría alguna, como así fue.

Conseguimos una manta que nos prestó el guarda de la obra y, envuelto en ella, me lo llevé a Madrid con la calefacción del coche al máximo y se lo entregué a su santa esposa, tras un viaje en el que el diálogo fue escaso. La verdad es que ya no me dirigía la palabra y hasta me escatimaba la mirada.

Al día siguiente supe que había planteado a su jefe que antes de volver conmigo a alguna obra pediría la cuenta. No se lo reproché. Si se lo hubiera echado en cara me había matado. Seguro. Allí se acabó nuestra amistad.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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