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Actualidad

01 Septiembre 2022

Delicatessen. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

–«Hay que ver la cantidad de marisco que me he tenido que comer para que en mi casa no faltaran los garbanzos”.

Tengo para mí el pálpito de que esta frase ha debido ser traducida a más idiomas que la letra de La Macarena, pero de lo que estoy seguro es que ha tenido que ser acuñada en la vieja Piel de Toro, cuna de la novela picaresca, por algún avezado comercial.

Los “viajes de empresa” han representado siempre oportunidades para disfrutar de aventuras, algunas incluso peligrosas, y de placeres, algunos prohibidos, además de simples expansiones, no adiabáticas ni isentrópicas, sino gozosas; regodeos imposibles de alcanzar mediante el abono a costa del bolsillo propio, pero en cambio asumibles por la empresa, disfrazadas de gastos de viaje.

Echar una cana al aire dándole al cuerpo una alegría y cosa buena a los bajos, disfrutar de una visita cultural o gozar de un buen yantar, deglutiendo manjares inasequibles al bolsillo o libar algún pirriaque de ingestión no apta para cardiacos por el precio de la botella, son posibilidades nada desdeñables, que los más avispados saben aprovechar con destreza incorporando sus importes en las cuentas de gastos como invitaciones o gastos de representación de sus actividades comerciales, en las que los agasajos a terceros resultan agasajos propios.

Esas situaciones me hacían recordar el viejo cuento en el que los propietarios de una casa habían invitado a comer a un matrimonio amigo. El pequeño hijo de los primeros preguntó a los invitados cuándo iban a volver a comer a su casa.

—No sabemos, hijo –respondió el hombre–, cuando tus papás nos vuelvan a invitar... pero... ¿por qué lo preguntas?

—Es que cuando vienen invitados a casa es cuando mejor comemos —respondió el niño.

Es también cierto que las dietas, el kilometraje, las invitaciones y gastos en general en viajes pueden significar en muchos casos unos ingresos adicionales que, sumados a los salarios, pluses, comisiones u otras regalías, convierten un puesto de trabajo de magra retribución en uno excelentemente remunerado, que desincentiva la ascensión en el escalafón, tanto en las empresas como en la Administración, puesto que estas circunstancias se dan en todos los ámbitos. Se dice que los sargentos de cocina nunca cambiarían su puesto con el del coronel.

Por mi actividad profesional, con continuos viajes, he visto algún caso notable. Conocí a un funcionario que extendió el alcance de las invitaciones, además de al desplazamiento y a la clásica comida especial, a las copas vespertinas en un bar de alterne (donde era aclamado por las chicas como especial cliente), la cena y las copas nocturnas, durante las que propuso también gozar de un kiki o periquito en una discreta casa de lenocinio de confianza que solía frecuentar, aunque la pérdida de consciencia por el alcohol que ingerido lo evitó.

—Después de la juerga que se ha pegado el tío a nuestra costa, seguro que informará favorablemente el proyecto –decía yo convencido al día siguiente.

—Eso será si se acuerda de dónde, con quién ha estado y a qué coño iba, porque con el pedo que se ha pillado, si recuerda quién es sin mirar el DNI ya es un logro –respondía entre risas mi compañero.

En el ámbito de la empresa privada tuve ocasión de conocer un espécimen que pelaba y comía gambas como si fueran pipas Facundo al aguasal, enganchado a ellas como un yonqui a la droga o las ardillas a los piñones, justificando el gasto como invitación a clientes. Se podía seguir su trayectoria por las cáscaras de los crustáceos decápodos que dejaba en cada restaurante o bar donde yantaba. Si el tipo se reencarna en una futura vida, lo hará como ballena para hartarse a krill.

LOS «VIAJES DE EMPRESA» HAN REPRESENTADO SIEMPRE OPORTUNIDADES PARA DISFRUTAR DE AVENTURAS, ALGUNAS INCLUSO PELIGROSAS, Y DE PLACERES, ALGUNOS PROHIBIDOS, ADEMÁS DE SIMPLES EXPANSIONES, NO ADIABÁTICAS NI ISENTRÓPICAS, SINO GOZOSAS.

La compra de maquinaria por las empresas constructoras es fuente de sainetes de este tipo, con diferentes protagonistas, pero con el mismo guión. Planteada la necesidad de la adquisición de algún equipo, unos tipos de la empresa constructora estudian las diferentes ofertas analizando las características técnicas de estos y sus precios, acosados por los vendedores.

A medida que el tiempo avanza, la horquilla de equipos se va reduciendo por eliminación de los considerados inadecuados, llegando a una final cuyo ganador se decidirá entre un par de ellos, momento en el que el vendedor ofrece al comprador girar una visita a algún lugar donde pueda contemplar el equipo ofertado, trabajando en una obra, evaluando en directo sus bondades.

Ese lugar puede encontrase a poca distancia del domicilio de la empresa compradora, en territorio nacional, o en lugares remotos, en ubicaciones entre “casa diós” y “el quinto coño”... o hasta en lugares más alejados.

Uno de estos casos que dio lugar a una situación chusca llegó a mis oídos a través de un amigo que trabajaba en la empresa en la que sucedió el sucedido suceso: Agromán.

Agromán contaba con un departamento dedicado a estudiar, inventar y diseñar métodos y sistemas de trabajo que pudieran aplicarse a las obras para mejorar su productividad, y con ello incrementar la rentabilidad de estas. Los componentes del grupo debían utilizar sus neuronas, hasta echar humo, para seleccionar equipos, inventar sistemas, organizar medios, diseñar métodos... todo lo que pudiera servir de apoyo a las obras. Aquel equipo estaba formado por un talludo jefe, que dirigía un equipo de noveles ingenieros recién egresados, e imberbes estudiantes contratados como becarios.

El mencionado jefe, o “macho de la piara”, como designaba el amigo que me refirió esta anécdota a todo el que ostentara cierto mando de personal de la empresa, era conocido en aquel parvulario técnico con el apodo de El Foca, sin duda por su aspecto físico.

Era obeso, con el cuerpo en forma de huso, pies pequeños, manos grandes, con prominente barriga y pecho y hombros estrechos. Destacaba el buen tamaño de su cabeza y en su cara, de facciones tristes, destacaban un mostacho impresionante y unos ojos saltones. Puestos a fantasear, resultaba fácil imaginárselo en “mangas de pelotas”, dando palmas encaramado en un pedrusco sembrado de mejillones y percebes, en una rompiente marina donde podría dar el pego haciéndose acreedor a un arponazo de algún esquimal beodo, confundido con un vulgar fócido; aunque también provocaría entre simpatizantes animalistas el deseo de lanzarle sardinas esperando que las enganchara al vuelo.

No recuerdo su nombre, por ello usaré su cariñoso apodo para referirme a su persona. En compañía de un becario (al que en adelante, en un alarde de imaginación identificaré como Becario) realizó un viaje a Suecia para observar en vivo y en directo el funcionamiento de un jumbo de perforación, en pleno trabajo de perforación de los barrenos para las voladuras de avance en un túnel en aquellas tierras, o mejor dicho, en aquellas rocas, dado que Agromán se encontraba en negociaciones para adquirir una máquina de este tipo.

Las gentes del departamento de compras disponían de varias ofertas de equipos de diferentes marcas, pero antes de tomar una decisión se consideró que aquellos Sénecas podrían observarlos trabajando en su salsa para recomendar la elección del idóneo para realizar el trabajo al que irían destinados.

Esto significada disfrutar de unas escapadas a lugares exóticos aprovechando el periplo para conocer mundo y el Foca y el Becario se sacrificaron realizando aquel viaje.

Fue en la época en la que las suecas tenían fama de ser especialmente liberales en materia sexual, o tal vez fuera que las españolas eran entonces suficientemente estrechas para que aquellas destacaran, pero, en cualquier caso, el viaje motivó envidias, resentimientos y acusaciones de otorgar inmerecidos privilegios a los viajeros por parte de los que se quedaron en tierra, especialmente de los más salidos. Se hablaba de nepotismo descarado.

Contrariamente a lo esperado, nada se supo de sus presumibles escarceos sexuales en el país nórdico. Es más, ni siquiera se rumoreó que los hubiera habido. Más bien se daba por hecho que no habían disfrutado de coyunda o felación con alguna bella “valkiria”... ni siquiera una mísera gayola.

En cambio se tuvo conocimiento de un hecho que corrió de boca en boca entre el personal de la empresa, alcanzando también los tímpanos de gentes extrañas al negocio, todos divertidos por lo chusco que resultó.

Decididos a deleitarse con la más exquisita cocina sueca, acudió la pareja a darse un placer gastronómico, a cargo de la empresa, a un afamado restaurante de Estocolmo. Con la carta delante, redactada en sueco, idioma tan inteligible para ellos como el silbo gomero, dudaban en su elección.

TRAS DEPOSITAR LA BANDEJA SOBRE LA MESA ACCESORIA, RETIRÓ CON AFECTADO GESTO EL PLATEADO CUBREPLATOS, BAJO EL QUE APARECIÓ UNA LATA DE BUEN TAMAÑO, DE ESAS DE ENVASE AHORRO, DE EXQUISITAS SARDINAS EN ACEITE DE OLIVA VIRGEN MARCA CUCA.

El Foca, hombre de inteligencia demostrada al haber alcanzado un alto cargo en Agromán, advirtió al Becario que el desconocimiento de la lengua no sería óbice ni cortapisa, ni muro ni valladar para hacerles errar en la elección del menú, dando por hecho que el plato más exquisito habría de ser, en buena lógica, el de más elevado precio de la carta. Ese era el que deberían elegir. Asintió el Becario reconociendo la astucia de su jefe y, a coro con él, aportando cada uno el correspondiente dedo índice de su mano derecha, procedieron a dar cursis golpecitos en la carta sobre el texto que correspondía al plato de mayor precio. El atildado maître, impecablemente uniformado, comprendió al punto sus gestos y tomó la debida nota mientras susurraba algo en sueco.

—¿Qué habrá dicho este? –preguntaba el Becario al Foca.v —Seguro que ha dicho lo de “excelente elección, señores”, lo clásico por el acierto –respondió el Foca.

—Eso debe ser –concedió el discípulo.

Tras un tiempito de inquieta espera, sonrieron ambos nerviosos observando cómo un camarero se aproximaba a su mesa, enfundado en un elegante chaqué y con sus manos envueltas en unos guantes de nívea muselina, sosteniendo en ellas una ostentosa bandeja de plata en la que, escondido bajo el cubreplatos del mismo material, debería encontrarse el manjar escogido y, bajo la atenta mirada de los comensales, el hombre, tras depositar la bandeja sobre la mesa accesoria, retiró con afectado gesto el plateado cubreplatos, bajo el que apareció una lata de buen tamaño, de esas de envase ahorro, de exquisitas sardinas en aceite de oliva virgen de la marca Cuca.

Y sin que los absortos comensales encontraran sobre la bandeja alguna otra vianda a la que dirigir la visual, con los globos oculares casi fuera de sus órbitas, por poco como los ojos de las cigalas que van montados al aire, clavados en aquella lata de color pimentón y doradas serigrafías, observaron cómo el fámulo procedía a la ceremonia de su apertura, valiéndose de un rimbombante abrelatas que accionaba con hábiles movimientos, no libres de solemnidad.

Tras la ceremoniosa maniobra, operación en la que milagrosamente el tipo no se pringó los guantes, procedió mediante el hábil empleo del tenedor y paleta adecuados, también de plata, a plantar tres sardinas sobre cada uno de los platos de nuestros amigos, regándolas posteriormente con el resto del aceitito que había quedado en la lata.

Tras colocar los platos bajo las bocas abiertas de los estupefactos comensales, saludó a nuestros amigos con una reverente inclinación de cabeza y procedió a retirarse alejándose de la mesa con igual elegancia con la que se había aproximado a ellos portando aquella delicatessen.

—Iría a buscarles el segundo plato –dije yo a mi amigo cuando me relataba los hechos.

—Pues eso no se supo –me respondió–. Nadie sabe lo que pidieron de segundo. Igual fue tortilla de patatas, pero es muy posible que a su regreso a España se fueran a un restaurante a comerse unos arenques ahumados suecos.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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