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La maldita manía de cortar cabezas. Enrique Pampliega

En Australia y Nueva Zelanda lo llaman tall poppy syndrome, el síndrome de la amapola alta: cuando alguien sobresale por méritos propios, lo odian, lo critican o intentan rebajarlo para que no destaque por encima del rebaño. En España no hemos necesitado importar nombre extranjero: lo practicamos de oficio desde tiempos de Quevedo. Lo he visto en amigos brillantes y lo seguimos cultivando como si fuese mala hierba nacional.
Lo curioso de los australianos es que, siendo un país joven y sin siglos de nobleza, inventaron esa expresión para explicar un fenómeno universal: al que sobresale, se le corta la cabeza. Así de sencillo. Da igual que sea político honrado, investigador brillante o artista con talento: basta destacar un palmo sobre la mediocridad para que el rebaño entero se organice contra él.
Aquí llevamos siglos aplicando esa tijera social con precisión quirúrgica. Quevedo se reía del poderoso y el Lazarillo aprendió que para sobrevivir había que caminar encorvado. En la tierra de la envidia, el que levanta la cabeza se convierte en blanco móvil.
No hablo de teoría. Conozco amigos que valen más que el oro: profesionales con talento, currantes infatigables, tipos que han levantado empresas o hecho descubrimientos notables. ¿Sabes qué les ocurrió? Lo previsible: cuanto más se esforzaban, más se les señalaba. “Este se lo tiene creído”. “Mira qué listo se cree”. “Va de sobrao”.
No soportamos que a alguien le vaya bien, salvo en el fútbol o en Eurovisión. Si un chaval mete un golazo en la Champions, todos sacamos pecho como si hubiésemos corrido la banda con él. Pero si ese mismo chico decide escribir un libro, investigar o montar un negocio, entonces es sospechoso. He visto colegas hundirse no por sus errores, sino por los cuchicheos de los mediocres. El síndrome de la amapola alta no es una metáfora sociológica: es un arma cargada de resentimiento.
En el fondo, todo esto tiene que ver con nuestra versión cutre del igualitarismo. Aquí no se trata de que todos tengan las mismas oportunidades: lo importante es que nadie destaque demasiado. Que el vecino no tenga mejor coche, que el compañero no ascienda, que nadie publique un libro si yo no paso de leer titulares.
LO TERRIBLE ES QUE EL REBAÑO NO DESCANSA. ES PACIENTE E IMPLACABLE. OBSERVA CÓMO CRECE LA AMAPOLA, ESPERA, Y CUANDO LA FLOR ALCANZA ESPLENDOR, LA GUILLOTINA SOCIAL CAE SIN CONTEMPLACIONES.
La igualdad bien entendida es un ideal hermoso. La igualdad mal entendida es nivelar por abajo. Y en este país hemos hecho de ese vicio una virtud patriótica. El refranero es un catálogo de tijeras: “El clavo que sobresale se lleva el martillazo”.
El síndrome tiene dos caras. Una, la que sufre el individuo demasiado tiempo bajo los focos: ansiedad, presión, miedo a equivocarse. Pero lo grave es la otra: la hostilidad social hacia el que destaca. Esa reacción refleja de recortar al que sobresale no es un mecanismo de defensa individual, sino un instinto colectivo. Nos da miedo que el talento ajeno nos recuerde nuestras carencias. En lugar de admirar o imitar, preferimos arrastrar al brillante a la mediocridad general. Quizá sea herencia de monarquías, dictaduras o simple deporte nacional de la envidia. Basta mirar la historia: en el Siglo de Oro teníamos a los mejores escritores de Europa y se pasaban el día lanzándose puñales entre ellos. Góngora contra Quevedo, Lope contra todos. En lugar de admirarse, se arrancaban las plumas a dentelladas. Esa tradición sigue viva en universidades, empresas y bares. El síndrome de la amapola alta no es metáfora importada: es radiografía de nuestra cultura.
Claro que quien vive permanentemente bajo exposición paga un precio. El político honrado –sí, alguno queda– acaba harto de insultos. El artista que arrasa vive con miedo a la crítica que lo hunda. El empresario que levanta una compañía de la nada se convierte en sospechoso para Hacienda, vecinos y empleados.
El precio de sobresalir no es solo social, también íntimo. Pero si me dan a elegir entre la ansiedad del que está arriba y el veneno de los que lo rodean, me quedo con lo primero. Al menos el que sufre arriba puede consolarse pensando que llegó allí por méritos propios. Lo terrible es que el rebaño no descansa. Es paciente e implacable. Observa cómo crece la amapola, espera, y cuando la flor alcanza esplendor, la guillotina social cae sin contemplaciones. Críticas, burlas, rumores, difamaciones: da igual el método, lo importante es que el tallo quede a ras del suelo. Y en ese gesto colectivo se esconde lo más siniestro: la alegría secreta por la caída del otro. En España, más que alegrarnos por el triunfo ajeno, nos reconforta el fracaso del vecino. La lección es clara: si quieres crecer, prepárate para que te corten. Si quieres destacar, asume que alguien intentará rebajarte al nivel general. Es el precio de ser amapola alta en un campo de cardos.
Veo amigos sufrir este maldito síndrome. Y lo peor es que no son atacados por sus fracasos, sino por sus virtudes. En este país, lo repito, el pecado capital no es la incompetencia, sino la excelencia. El mediocre se tolera; el brillante se ajusticia. Lo llaman tall poppy syndrome. Nosotros lo llamamos ser español entre españoles.
Enrique Pampliega









