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Actualidad

01 Junio 2021

Pintando Maneras. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Cuando decidí cursar la carrera de ingeniero de minas lo hice por dos motivos. Uno, porque la escuela se encontraba cerca de mi domicilio y podía ir y volver de ella andando; otro, porque en ella se impartía la asignatura de “Explosivos” y mi afición por esta materia se me adivinaba desde mi más tierna infancia. Desde niño pintaba maneras. Sufría de obsesión por los petardos, tracas, cohetes, mixtos, fósforos y artificios piroténicos en general.

Mi familia era originaria de Piedralaves, un peque o pueblo de la provincia de Ávila, hoy puesto de moda como lugar turístico, pero que en mis años de infancia era una humilde villa. Aunque mis padres emigraron a Madrid siendo niños, donde yo nací y viví, el pueblo siempre se mantuvo vivo en su corazón y decidieron construirse una casa en él, pensando en sus vacaciones y en su retiro en su vejez, y allí me llegó la vocación por las voladuras, como a Saulo la luz.

Ocurrió que, junto con la edificación del caserón que mi padre decidió construir, se realizaban las obras de desmonte de algunas zonas de la parcela, para lo que fue necesario fragmentar algunos enormes bolos de granito que aparecieron entre las tierras durante su excavación. Aquellos enormes pedruscos deberían ser fragmentados a base de “barrenos”, que así se decía, “echar barrenos”, a lo que hoy se llamaría taquear. A fin de cuentas se trataba de trocear, entonces con pólvora negra y mecha lenta, aquellos pedruscos para reducirlos a tamaño manejable.

Un par de paisanos del pueblo, que se decían artilleros porque eran los que conocían el manejo de la pólvora, perforaron los barrenos a mano mediante barrena y marro, extrayendo el material disgregado por el corte de la barrena con una larga “cucharilla”. Correría el año 1955, por lo que yo contaba con diez años y el barrenado se realizaba tal y como lo cantaría Antonio Molina en su famosa tonadilla Soy minero.

TRAS LAS EXPLOSIONES NOS ARREMOLINAMOS TODOS ALREDEDOR DE LOS FRAGMENTOS EN LOS QUE SE HABÍAN CONVERTIDO LOS GRANDES BOLOS. UNO DE ELLOS SE HABÍA ABIERTO EN VARIOS TROZOS, COMO UNA GRANADA.

Yo no perdía ripio de aquella operación y la imagen de los granos de pólvora cayendo dentro de los barrenos de los que asomaba aquella “cuerda” negra embreada me atraía. Pude observar las detonaciones desde una ventana de la casa, junto a mi padre, tras contemplar la parafernalia de la operación. El artillero voceó tres veces: “ barreno, barreno, barreno...!”, y tras tres toques dados con una corneta igual a la usada por el pregonero del pueblo, encendió las mechas con su cigarro liado y volvió a gritar: “ ardiendoooo!”, mientras corría a ponerse a resguardo.

Tras las explosiones nos arremolinamos todos alrededor de los fragmentos en los que se habían convertido los grandes bolos. Uno de ellos se había abierto en varios trozos, como una granada, y en entre ellos surgió un lagarto ocelado de buen tamaño. Elevado sobre su patas delanteras, cubierto del polvo blanquecino producido en la rotura de la roca, nos miraba girando la cabeza en redondo con aspecto de encontrarse atontado, sin saber qué le había ocurrido, porque el cañonazo del barreno lo debió pillar escondido bajo la piedra.

Entre el jolgorio de los presentes, el pobre bicho echó a andar muy despacio, tambaleándose como un borracho y dando traspiés, y se dirigió hasta una cercana pared de piedras superpuestas, sin argamasa, desapareciendo entre ellas.

Durante las fiestas del pueblo por su patrón, San Roque, aparecían en el pueblo unos carromatos de venta ambulante en los que se ofrecían diferentes productos que hacían las delicias de la chavalería, que gastaba en ellos las perras que sus progenitores les daban para la fiesta. Comenzando por las pipas de girasol y calabaza, pasando por los “torraos”, simples garbanzos tostados, se llegaba hasta el dulce más sofisticado: las almendras garrapiñadas, tan solo asequibles a los hijos de los aborígenes de mayor poder adquisitivo.

Pero a mí aquellas chucherías, dulces o saladas, no me interesaban. Lo mío eran los fósforos, los petardos, las bombas, los garbanzos de pega... que contenían explosivos sensibles al choque y detonaban por impacto al lanzarlos contra el suelo. Las bombas eran del tamaño de un dátil y producían una sonora explosión, y los garbanzos de pega eran una especie de bolsa de papel de seda rellena de una mezcla de arena y polvo explosivo que producía una pequeña detonación. Estos, así como las bombas, se transportaban y exhibían en los puestos en cajas, entre serrín para evitar choques o golpes. En toda esa munición explosiva gastaba los dineros que mi padre me daba.

En una de aquellas fiestas gasté gran parte de mi peculio en garbanzos de pega, un buen puñado de ellos que guardé en un bolsillo de mi pantalón corto, los que vestíamos los críos entonces y los míos eran recién estrenados.

Sentado en una silla jugando con unos amiguitos al parchís, se me cayó un dado al suelo. Al doblarme lateralmente en la silla para alcanzarlo, aplasté los “garbanzos” contra el borde de la silla, que estallaron todos juntitos en mi bolsillo. El recio forro del fondo de los bolsillos evitó que se me achicharrara el muslo, que sufrió tan solo una quemadura muy superficial. El fogonazo se dirigió hacia el exterior abriendo un boquete impresionante en el pantalón, que quedó con los bordes ennegrecidos por la llamarada. Por fortuna no cogió candela.

— ¡Un pedo! ¡Se ha tirao un pedo con lumbre! –coreaban divertidos los cabrones de mis amiguitos.

MI MADRE NUNCA PUDO EXPLICARSE CÓMO SE HABÍA PRODUCIDO AQUEL DESASTRE, Y YO CÓMO AÚN MANTENÍA ÚTIL MI PIERNA Y NO ME LA HABÍAN TENIDO QUE AMPUTAR POR LA INGLE... O POR EL SOBACO.

Luego, más crecido, mantuve escarceos con los botes de carburo, pero el asunto era muy complicado por la dificultad de proveerse de carburo cálcico. Nos lo proporcionaba el herrero del pueblo que disponía de él para generar acetileno que utilizaba en su taller para la soldadura oxiacetilénica.

El sistema de lanzamiento de botes consistía en practicar un agujero de pequeño diámetro en el fondo de un bote vacío sin tapa, que luego se sellaba con cera. Practicábamos un agujero en el suelo que se llenaba de agua y en el que echábamos unos trozos de carburo que al contacto con ella comenzaba a producir gas acetileno. Encajando el bote en posición invertida en el agujero y sellando los bordes con tierra, este se llenaba de gas.

En ese momento se aplicaba una llama sobre el agujero tapado con cera mediante una vara lo más larga posible. Al derretirse la cera que taponaba el agujero, el gas comenzaba a fluir al exterior, inflamándose, como si fuera la llama de un mechero, hasta que la presión del gas descendía y la combustión alcanzaba al gas del interior del bote provocando su explosión, lo que lo lanzaba proyectado como una bala de cañón. A veces el bote no arrancaba y comenzábamos a toquetearlo intentado rebajar la presión, y a veces, al cambiarlo de posición, el bote salía disparado en dirección imprevista.

El juego se acabó y Pancho, el herrero del pueblo, se negó a suministrarnos el carburo cuando un bote desviado le impactó en la cara a un mozo, incapacitándolo para participar en concursos de belleza en el futuro.

Descubrí luego la pólvora, como los chinos. Los materiales para su fabricación estaban al alcance de cualquiera: azufre, carbón vegetal y nitrato potásico. El azufre se vendía en droguerías, el carbón vegetal era el combustible de los populares braseros y el nitrato potásico era un abono que cualquier agricultor usaba. Los coqueteos con esta mezcla duraron poco.

El último experimento que hice consistió en el intento de lanzamiento de un cohete al espacio; una funda de puro de aluminio. Tres palillos sujetos a su perímetro con un esparadrapo constituían las patas en las que se apoyaba sobre el suelo. Lleno de pólvora y con un agujero en su tapa roscada, a través del que se asomaba una mecha casera construida con hilo de lana, pegamento y pólvora que deber a servir para la iniciación y el escape de gases que lo impulsara, procedimos a darle candela. Y digo procedimos porque en aquel lanzamiento estaban invitados un par de amiguitos, presentes a pesar de que sus papás les tenían prohibido acompañarme en estos festejos.

LOS AROS DE LA BOCA DE CARGA DEL FOGÓN SALIERON DESPEDIDOS HACIA EL TECHO IMPULSADOS POR UNA POTENTE LLAMARADA, COMO SI SE HUBIERA PRODUCIDO LA ERUPCIÓN DE UN VOLCÁN. LA PUERTA DEL HORNO SE DESCOLGÓ, EL CAJÓN DE LAS CENIZAS SE ESTAMPÓ CONTRA LA PARED OPUESTA A LA COCINA Y SE DESCOLGARON VARIOS AZULEJOS DE LA PARED.

Todos estábamos expectantes, preparados para elevar nuestra vista y seguir la ascensión del cohete, pero no ascendió sino que se vino derecho al grupo echando una estela de humo. Mis reflejos me salvaron porque me llevó el antebrazo a la cara y la fundita del puro acertó  en él. A pesar de lo ligeros que eran esos envases, me atizó tan fuerte que me dejó un moretón en el antebrazo, en el lugar del impacto.

Ascendiendo un escalón en la temeridad, comencé a preparar unos artificios formados por una mezcla de clorato potásico y azúcar, cuya formulación me transmitieron los “mayores”. El clorato potásico se vendóia en las farmacias en forma de comprimidos, unas pastillas muy pequeñas que se usaban como antiséptico en las afecciones de garganta y que se han dejado de fabricar recientemente. Las pastillas se molían machacándolas en un mortero hasta convertirlas en polvo y lo mismo se hacía con el azúcar, naturalmente por separado, puesto que su mezcla constituía el explosivo.

Los “mayores” preparaban “papelinas” con pequeñas porciones de la mezcla, que colocaban espaciadas en los raíles de algún tranvía, que al pasar la rueda sobre ellas producía sus detonaciones seguidas, como si de disparos de ametralladora se tratara. Yo fabricaba esas papelinas y las detonaba colocándolas sobre un suelo duro y rugoso, y sobre ellas una piedra de tamaño de unos diez a quince centímetros de diámetro, dando un buen pisotón a la piedra a la vez que se arrastraba por el suelo. Era como darle una patada con la planta del pie, presionando y desplazando la piedra.

Yo le cogí el truco a aquella técnica y no fallaba una. Tenía un sitio predilecto en la casa de mis padres en Piedralaves. Era una gran losa de granito en un paseo al final de una pequeña escalera en la salida de la terraza que daba a la parcela. Deduje que cuanta más cantidad de mezcla cargara en la papelina, más grande sería el “pedo” y preparé una “papelona” con una cantidad muy grande de aquella mezcla explosiva.

Acababa de estrenar unos zapatos con piso de suela recia, rígida indomable, que me obligaban a andar como si calzara madreñas porque era imposible doblar los pies dentro de ellos, pero, justo por eso, resultaban extraordinarios para sacudir la patada a las piedras. Con aquellos zapatos sacudí la patada a la piedra que usé para detonar aquella excesiva carga. La explosión fue brutal. Lo último que vi antes de caer de espaldas fue mi pie que se elevaba, sin zapato, por encima de mi cabeza. Cuando pude reconocerme y saber quién era y dónde me encontraba, de la piedra pequeña no quedaba ni los restos, en la losa del suelo se apreciaba un rosetón delator del fogonazo y los oídos me pitaban como un tren al llegar a un paso a nivel.

Encontré mi zapato a unos siete u ocho metros del lugar de la explosión y la suela estaba partida en dos, con las partes unidas entre sí por el cuero del zapato, que actuaba como bisagra. El pie me dolía con mirármelo y me debía haber aumentado en varias tallas porque me apretaba el calcetín como si se hubiera convertido en una bota.

Aunque el zapato del pie derecho estaba definitivamente perdido, aproveché  el izquierdo un tiempito, todo el que tardé  en poderme volver a calzarme un par de zapatos nuevos, cuando el pie derecho recuperó  su tamaño normal. Mientras tanto calzaba en  l una alpargata abierta en el talón.

En el colegio hice amistad con un compañero cuyo hermano mayor se encontraba en la universidad estudiando químicas y nos proveía de algunos productos para experimentar en nuestros artificios pirotécnicos. Cierto día preparamos una mixtura con todo lo que teníamos a mano y fuimos a probarla a casa de otro amiguito, un tal José Luis.

La casa contaba con una enorme cocina de fundición, de las que usaban carbón como combustible, con una extensa placa en la que se encontraba la boca de carga con sus correspondientes anillos. En su frontal se encontraba la puerta del horno y el cajón de recogida de las cenizas.

La mamá de José Luis había salido a hacer alguna gestión y aprovechamos su ausencia para probar la potencia explosiva de la nueva fórmula. Levantamos el aro central con el gancho “ad hoc” para ello y arrojamos sobre el carbón incandescente el envoltorio que contenía la mixtura, saliendo de naja de inmediato a la habitación de al lado, para observar el resultado a través de la puerta entornada.

Los aros de la boca de carga del fogón salieron despedidos hacia el techo impulsados por una potente llamarada, como si se hubiera producido la erupción de un volcán. La puerta del horno se descolgó, el cajón de las cenizas se estampó contra la pared opuesta a la cocina y se descolgaron varios azulejos de la pared.

Sin detenernos a hacer una más detallada evaluación de los daños, el compi que me surtía de munición y yo salimos de aquella casa echando virutas, dejando al hijo de los dueños sin salir de su asombro, pensando en cómo se podría enfrentar en solitario a la ira de sus papás cuando contemplaran el desastre. José Luis me contó que el díalogo con su progenitora fue más o menos así:

—  Pero qué me has hecho en la cocina, José Luis?! –exclamó la mamá del susodicho al ver la catástrofe.

—No he sío yo, mamá –respondió la criatura–. Ha sío mi amiguito Langa, que ha querío probar un nuevo explosivo que ha preparao y lo ha echao dentro de la lumbre... y...

— Y ha reventao el fogón!  ¿Pero qué le ha metido el desgraciao?  ¿Una bomba de mano?   ¿Será hijo de puta tu amiguito?!  Lo mato!  Si pillo a ese desgraciao lo ahogo...!  Si lo agarro lo quemo vivo!  Le meto yo en el fogón a él!

—Es que se ha ido corriendo, mamá . En cuanto ha visto el humo y todo roto ha dicho que se tenía que ir enseguida a su casa por si sus papás estaban preocupaos.

—Sí hijo sí –respondió la mamá–.  Que vaya a su puñetera casa a probar sus petardos, a ver si la hunde con él dentro!  No me extraña que sus padres estén preocupaos con un hijo así!  ¡Es que es para estarlo!

Yo nunca volví por casa de José Luis. Así se me fueron cerrando las puertas de las casas de mis amiguitos, mientras yo pensaba lo solitaria que era la vida del artillero.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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