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¿El abuelo de Luis ha muerto. Anselmo, natural de un pueblo de la montaña palentina, vivió su infancia en él y aunque de joven emigró a la capital del reino en busca de trabajo mantuvo la casa paterna del pueblo. Jubilado y viudo regresó para vivir la última etapa de sus días en ese pueblo que constituía un palmario ejemplo de aquellos que formaban parte de eso que los políticos llamaban pomposamente la “España vaciada”.
Pero Anselmo, próximo al final de sus días, necesitaba sentirse cercano a sus mejores recuerdos, dentro de ese escenario en el que las sensaciones de las que disfrutó en su niñez inundaban su memoria, perezosa para recordar los eventos recientes, pero ágil y alerta para los de su infancia.
Recordaba las dreas a pedradas que mantenía con los mozalbetes de la pandilla contraria... ¡Ah, aquella pedrada que atizó al Macario! ¡Qué cantazo en la cabeza! ¡Qué puntería! ¡Cómo sonó! Tres días en coma estuvo el Macario. Y no se recuperó. Allá siguió desde entonces, oficiando como “tonto del pueblo”. Con una sustanciosa subvención por minusvalía, eso sí.
Fue allí, en el pajar del Honorio, donde descubrió Anselmo el “amor propio”, cuando el hermano mayor de su amigo Tomás le instruyó, a él y a éste, sobre cómo se podía llegar a disfrutar con el simple vaivén de una mano. Primero fue con la propia, con la diestra, con la que Anselmo disfrutó de buenos momentos, y más tarde gozó con las de Herminia, una virtuosa ambidiestra, famosa entre los mocitos del lugar.
Recuerdos... ¡cuántos recuerdos! Toda aquella nostalgia acunaba a Anselmo y llenaba de imágenes sus sueños, hasta que un día se perdió entre ellos y ya no regresó.
Durante su retiro fueron muy escasas las visitas de Rubén, su único hijo, hasta que cesaron definitivamente el día en que éste le propuso vender la casa del pueblo para consumir el final de sus días en una residencia de la tercera edad.
—Padre –se dirigió Rubén a su progenitor–, tiene usted que vender esta casa. Noso tros le buscaremos una residencia en la que estará usted perfectamente atendido y cerca de nosotros... le podremos visitar a diario y...
—Eso. A diario. Y los domingos tres veces. Y la pasta para ti, ¿no? Y mi pensión también –respondió Anselmo–. No hijo, no. A una residencia podéis iros los dos.
—¿Cómo dos, padre? –inquirió Rubén extrañado–. ¿Quiénes, padre?
—Pues tú y tu puta madre –respondió Anselmo cariñosamente a su hijo.
—Pero padre, ¡qué barbaridades dice usted!, si madre está muerta –respondió Rubén.
—Pues te llevas sus cenizas, que ella sí quería ir a una residencia, porque yo no tengo intención de acabar allí mis días –continuó el anciano– y además te hago saber que tú no vas a oler un euro de mi pensión y esta casa se la voy a dejar a mi nieto cuando “doble la servilleta”, o sea, cuando casque, a tu hijo Luis, que es el único que me ha demostrado cariño y se ha preocupado por mí y ha venido a verme, y con Marta, su pareja, últimamente muchas veces, y sé que esto les gusta a los dos.
Y así fueron los hechos y en su testamento, el abuelo Anselmo nombró heredero universal de todos sus bienes a su nieto Luis.
—HAY QUE JODERSE CON LAS HERENCIAS –AFIRMABA LUIS–. ANTES DE DISPONER DEL DINERO DE LA CUENTA Y DE LA CASA HEMOS TENIDO QUE PAGAR UNA FORTUNA. AQUÍ SE LLEVA TO DIOS EL DINERO DEL MUERTO ANTES QUE NOSOTROS.
La masa hereditaria de Anselmo consistía en una casa de dos pisos de 120 m2 por planta y un corral anexo de unos 300 m2 que incluía una zona provista de una tejavana que ocupaba como un tercio de la superficie del corral, y los fondos de una cuenta de ahorro en la Caja Rural por un importe de ochenta mil euros.
Luis y Marta aprovecharon la oportunidad para establecerse en el pueblo montando en él algún negocio, dejando atrás el ajetreo de la ciudad y se embarcaron en el proyecto. Se dedicarían a la cría de corderos para venderlos a carnicerías y a la fabricación de queso. La planta baja de la casa sería la quesería y establecerían la vivienda en la planta superior. El corral sería perfecto para el ganado.
La pareja fundió todos sus ahorros en las gestiones necesarias para adquirir la propiedad de los bienes que el abuelo Anselmo había legado a su nieto.
—Hay que joderse con las herencias –afirmaba Luis–. Antes de disponer del dinero de la cuenta y de la casa hemos tenido que pagar una fortuna. Aquí se lleva to dios el dinero del muerto antes que nosotros. Hemos pagado abogado, notario, gestoría, Registro de la Propiedad. Hemos tenido que liquidar el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y no sé cuántos más. El banco nos ha cobrado una comisión por el cambio de titularidad de la cuenta y hemos tenido que pagar un dineral por el impuesto de la Plusvalía. Nos han esquilmao los pocos ahorros que teníamos, Marta.
Luis comprendió entonces por qué muchas herencias no eran aceptadas por los deudos, supuestamente beneficiados, que podían acabar perdiendo dinero por los impuestos y costosos trámites que conllevaba la operación y este diálogo debía ser bastante frecuente por la “España vaciada”.
—Paco, que se ha muerto tu tío y te ha dejado una casa en el pueblo.
—Pues para el Estao, que la herede Hacienda y se la meta por donde le quepa, que como dicen que reza el dicho popular: “Pa ser puta y perder dinero, mejor me hago mujer decente”.
Luego llegó el proyecto para la reforma de la casa, las instalaciones y toda la maquinaria, corotos, trebejos para la quesería, la correspondiente licencia de obra y licencia de actividad que, con la compra de una furgoneta de segunda mano, se llevó por delante gran parte del efectivo heredado de la cuenta corriente de Anselmo.
Con lo poco que le quedaba, Luis se dirigió a la feria de ganado para hacerse con las ovejas con las que comenzaría su actividad como “pequeño empresario”, convirtiéndose en un sufrido autónomo.
Allí entabló contacto con el rabadán de una ganadería de la zona que ponía a la venta doce churras, agrupadas en un aprisco provisional en medio de la feria.
Cerrado el trato, Eutiquio, que así se llamaba el rabadán, se interesó por el proyecto de Luis. —Y digo yo –comenzó la plática Eutiquio–, que pá qué hostias quiés tú unas ovejas, con la pinta que tiés de venir de la capital. A mí me da que tú no tiés ni puta idea de borregos.
Si Luis hubiera nacido en la zona, hubiera respondido educadamente a Eutiquio que haría con las ovejas lo que le saliera de los cojones, pero con su refinada educación de capitalino respondió: —Bueno, pienso criar corderos para carne y fabricar queso.
—Pues lo tiés jodío, chaval –respondió Eutiquio– porque aquí tó dios hace lo mismo; tól mundo hace queso, que lo tenemos ya aborrecío y... además, ¿tiés carnero para que las preñe?, porque pa criar corderos, primero hay que preñar a las ovejas.
Luis cayó entonces en la cuenta de que había pasado por alto ese hecho y expresó en voz alta su reflexión. —¡Joder!, no había caído. Más gastos. Esto no acaba nunca. Pues tendré que pedir un crédito.
Aquellas palabras y la expresión de decepción en el rostro de Luis, hicieron mella en la exquisita sensibilidad de Eutiquio, que ofreció a Luis una solución original a la vez que muy económica a su problema crematístico.
—¡Tranquilo, chaval! ¡Ni pá Dios! –exclamó Eutiquio, mientras palmeaba el hombro de Luis–. ¡Ni créditos ni hostias! Tiés una solución muy fácil. Tú ties pinta de ser un mozo fuerte y estás en la edad de tener un buen rabo que tie que funcionarte como a los burros enamoraos, mismamente. Por eso, si te pones a ello, no te hace falta carnero pa na. De momento preñas tú a las borregas y luego, ya si eso, más adelante, cuando tengas cuartos, compras el carnero... mayormente, claro.
—¿Qué? ¿Pero, qué dice usted, Eutiquio? –respondió Luis–. Ande y déjese de bromas.
—¡Qué bromas ni qué hostias! –exclamó Eutiquio–. ¡Digo verdad! Yo mismo he probao más de una vez, cuando era joven, claro, porque ya... a mi edad... el muñeco no me da pa na. Pero entonces bien que me funcionaba, ¡ridiós!, que me salieron unos cordericos bien guapos... más majos que los del carnero. Aunque no pillé vicio, no. No como otros que yo me sé...
—Pero, Eutiquio... –intentó rebatir Luis–, eso es imposible.
—¡Que te digo yo que sí, me cago en la puta de oros! ¡Que revientes tú si te miento! –respondió Eutiquio–. Que lo tengo yo visto y más que probao. Que muchos corderos que triscan por estas brañas son hijos de los pastores, que en un apretón del deseo... ya se sabe... una urgencia... Y es que se ve claramente en el careto de los borreguillos, que son clavaos a la jeta del pastor. Yo te apuesto lo que quieras a que tú las pués preñar.
Tal firmeza en la postura de Eutiquio, hizo dudar a Luis. Podría probar.
—Bueno, Eutiquio –respondió–, ¿y qué tengo que hacer? —Pues, es cosa fácil –explicó Eutiquio–. Tiés que trajinarte a las churras lo mismo que si fueran chavalas. Mismamente que con las galanas del puticlub de la gasolinera; igual. Las agarras de la borra por detrás y atacas. Además, ya verás que se están muy quieticas, porque pa mí que ellas lo disfrutan. ¡Hala! Eso sí, lo que pasa es que a lo peor no se te preñan a la primera metida y tiés que repetir los apareamientos.
—¿Y cómo sé si se han quedado preñadas? –pregunta Luis, cada vez más interesado.
—Pues mu fácil, galopín –continúa Eutiquio–. Si a la mañana siguiente al día de la coyunda, la churra se pone al sol, es que se ha preñao, y si se pone a la sombra es que no lo está y tendrás que repetir el envite.
Luis decide probar. Con la ayuda de Eutiquio carga las ovejas en la caja de la furgoneta y se vuelve al pueblo, donde descarga a los animales en el corral, ya preparado para recibirlas con agua y forraje.
Al día siguiente cubrirá a las ovejas, pero ha de hacerlo discretamente sin que nadie le vea. Ni siquiera Marta, su pareja, debe saber de sus andanzas eróticas con las borregas. Amanece y las carga en la furgoneta sigilosamente y sale del pueblo enfilando un camino forestal hasta un recóndito paraje, en el que un pequeño claro entre los vetustos pinos servirá como extenso tálamo para trajinarse una tras otra a sus ovejas, al resguardo de miradas indiscretas.
TERMINADA LA ORGÍA, LAS OVEJAS PASTAN LIBREMENTE MIENTRAS LUIS RECUPERA EL RESUELLO DESPATARRADO EN EL SUELO CON LA ESPALDA APOYADA EN EL TRONCO DE UN PINO. LUEGO, CON LOS ANIMALES A LA GRUPA DE SU VEHÍCULO, REGRESA AL PUEBLO LIBERÁNDOLOS EN EL CORRAL.
—Oye Luis, ¿a dónde llevabas las ovejas tan pronto? –se interesa Marta.
—Las llevo a pastar en una zona que tiene una hierba especial, para que la leche tenga un gusto característico y se lo transmita al queso –miente Luis–. Tenemos que darle al nuestro queso un toque único.
Ya en la cama, Marta comienza a acercarse a Luis con roces que inequívocamente manifiestan sus deseos de disfrutar de una sesión de sexo rural, en aquel ambiente invadido por el estimulante olor a las borregas que duermen en el corral, mientras de vez en cuando llega hasta sus oídos el tintineo de alguna esquililla y algún ladrido lejano.
Eso excita a Marta, pero Luis la evita. Mañana tal vez tenga que repetir la monta de alguna oveja y debe reservarse. Declina la invitación argumentando cansancio, jaqueca y flatulencias que teme deriven en estruendosas ventosidades, capaces de dar al traste con el romanticismo del momento. Marta, aunque no muy conforme, acepta la excusa.
A la mañana siguiente, el sol ya se ha levantado cuando Luis se asoma corriendo al corral y contempla, decepcionado, que todas las ovejas se encuentran tumbadas a la sombra de la tejavana. No hay ni una al sol.
YA EN LA CAMA, MARTA COMIENZA A ACERCARSE A LUIS CON ROCES QUE INEQUÍVOCAMENTE MANIFIESTAN SUS DESEOS DE DISFRUTAR DE UNA SESIÓN DE SEXO RURAL, EN AQUEL AMBIENTE INVADIDO POR EL ESTIMULANTE OLOR A LAS BORREGAS QUE DUERMEN EN EL CORRAL,
Luis murmura algunas blasfemias y groseros cagamentos y procede a cargar de nuevo a las churras en la camioneta. Luego, tras conducir hasta el mismo claro del monte del día anterior, repite el repaso sexual con todas ellas y tras dejarlas pastar mientras, derrengado, se recupera tirado sobre la hierba, volviéndolas a cargar en la furgoneta, regresa a casa.
Trae un aspecto de derrotado y unas profundas ojeras que llaman la atención de Marta.
—Pero... ¿tú has visto el aspecto que traes? –advierte Marta–.
¿Y esas ojeras? Si pareces un mapache. ¿Te encuentras bien? ¿No estarás enfermo?
—No, mujer –responde–. Nada de enfermo; no. Todo está bien. Lo que ocurre es que me he dado una paliza a correr por el monte detrás de dos ovejas que se han escapado, hasta echarlas el guante.
De nuevo, ya en la cama, Marta trata de reclamar el sexo de Luis, que de nuevo se excusa.
—¡Oye, Luis! –recela Marta–. ¿No te estarás yendo al puticlub de la gasolinera en lugar de al monte con las ovejas?
—¡Pero, qué dices! –responde Luis–. ¿Estás loca? ¿Cómo se te ocurre pensarlo siquiera?
—Pues mucho se te escapan a ti las ovejas y mucho cansancio me parece –replica Marta–. Como sigas así, te hago la “prueba de la ponchera”.
—¿Qué?, ¿eso qué es? –inquiere Luis.
—Una prueba que mi amiga Gladis, la venezolana, decía que hacían las mujeres en su tierra para saber si sus parejas habían sido infieles –responde Marta–. Consiste en que cuando llegan a casa, les meten los huevos en una ponchera, lo que aquí sería un barreño, y si flotan... el tipo se la carga. O sea, que tú, mucho cuidadito.
El tercer día las cosas no han cambiado. Luis se asoma al corral y sus ovejas se encuentran a la sombra bajo la tejavana. Repite el viaje y vuelve a cubrir a las ovejas. Vuelve a casa destrozado, pero ya no tiene excusa para esquivar los deseos de Marta, y antes de verse sometido a la “prueba de la ponchera”, cumple con ella como buenamente puede.
Pero el esfuerzo adicional le ha superado y al salir el sol y abrir los ojos en la cama, se ve incapaz de ponerse en pie. Pide entonces a Marta que se asome al corral y le diga si las ovejas están al sol o a la sombra.
Marta sale de la casa para comprobarlo y retorna al dormitorio, donde Luis espera una buena noticia.
—¿Dónde están, Marta? –pregunta el muchacho–. ¿Están al sol o a la sombra?
—Pues ni al sol ni a la sombra, Luis –responde Marta–. Están montadas en la furgoneta y una en la cabina tocando el claxon.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas