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Actualidad

01 Octubre 2022

El Pitillito. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

En marzo de 1970, recién finalizada la carrera, comencé a trabajar en la empresa cuyo nombre era entonces Unión Española de Explosivos (UEE) y cuya principal fábrica se encontrada ubicada en Galdácano, un pueblo cercano a Bilbao. Eugenio Muñiz ostentaba la dirección de esta y Carlos Iceta era el subdirector, además de jefe de la fabricación de detonadores y jefe del departamento técnico de la zona norte. Eugenio y Carlos eran compañeros, ambos, como yo, Ingenieros de Minas; ellos unos experimentados talluditos y yo un novel recién salido del horno, escaso de cocción y falto del gratinado que tan solo produce la experiencia.

Me incorporé a UEE junto con otro compañero de mi promoción, comenzando ambos nuestra formación en aquella fábrica bajo la tutela de Carlos, a quien siempre he recordado como una persona excepcional, un vasco de pura cepa, afable, amigo y maestro cercano. Alguien para mí inolvidable. Aparte de la sabiduría que Carlos atesoraba por su experiencia con los explosivos, tanto en su fabricación como en sus aplicaciones, trasmitía también la de su vida cotidiana a través de inolvidables anécdotas siempre tintadas de un excelente humor, con las que disfrutaba riéndose de sí mismo, siempre antes de hacerlo de los demás. Sencillo, extrovertido, eminentemente prác tico y comprensivo, dispuesto en cualquier momento y lugar a transmitir con paciencia y largueza todos sus conocimientos a cualquier compañero, sin celos, prevención o desconfianza alguna.

La prohibición de fumar era extensiva a todo el terreno que enmarcaba las instalaciones de la fábrica, tanto en el interior de las edificaciones que contenía como en los terrenos en las que estas se enclavaban. Constituía la factoría una parcela enorme en un monte cubierto de vegetación, solamente interrumpida por el entramado de viales que comunicaban entre sí las diferentes líneas de fabricación, los polvorines de almacenamiento e instalaciones auxiliares.

En toda aquella vasta extensión tan solo era permitido darle al fumeque en las oficinas centrales que se encontraban fuera del recinto fabril, por lo que solían ser visitadas con más que sospechosa frecuencia por los directivos, encargados o incluso administrativos de las líneas de fabricación que podían justificar su presencia en ellas para llevar a cabo alguna gestión, real o ficticia, que aprovechaban para hacer realidad aquello de “por lo bien que lo hemos hecho, cigarrito para el pecho”.

Pero los oprimidos operarios no podían permitirse ese lujo y Carlos, fumador empedernido, los comprendía y sabía lo que significaba para un adicto a la nicotina aguantar una jornada de trabajo sin echarse el humo del pitaco a los alveolos pulmonares y era consciente de que los operarios fumaban en los váteres anexos a los edificios en los escapes que realizaban a vaciar sus vejigas o intestinos.

SE DIRIGIÓ AL LUGAR DEL QUE PROVENÍA EL PETARDAZO, COMPROBANDO QUE SE HABÍA PRODUCIDO EN UN VÁTER PRÓXIMO Y HABÍA ALCANZADO A UN TIPO QUE SE ENCPNTRABA EN SU INTERIOR

Aquellos váteres eran entonces unas pequeñas casetas dotadas de las conocidas “placas turcas”, unos simples platos de loza con dos zonas elevadas para el posicionado de los pies y un agujero retranqueado entre ellas para dejas pasar la descarga intestinal, que exigía de suficiente pericia para acertar a través de él y que el material acabara en el fondo de un pozo atravesado por una canalización de fecales.

Carlos insistía en que se habilitaran fumaderos en lugares estratégicos de la fábrica para evitar que la gente usara los váteres para echarse el pitillito, pero Eugenio se negaba en redondo y la cabezonería de Eugenio era ampliamente conocida en la empresa. En una ocasión escuché a un compañero una frase que la definía: “Con Eugenio se puede discutir, siempre que se le dé la razón”. Estaba meridianamente claro.

Contaba Carlos, o así al menos lo recuerdo yo, que montaba las escenas en mi cabeza a medida que él desgranaba su relato, que cierto día se escuchó una explosión en la fábrica que no se correspondía con el tono de las habituales que se producían en los ensayos de los diferentes productos o las sucedidas en el “quemadero” por la detonación de restos y que procedía de las proximidades de la línea de fabricación de detonadores, que Carlos dirigía.

Pero el ruido había sido extraño. Allí todo el mundo conocía el sonido de las diferentes detonaciones que se producían en la fábrica, bien procedentes de accidentes, destrucciones o ensayos y aquello no había sonado a la detonación de un explosivo. Aquello era algo raro. Sonaba más a deflagración que a detonación.

Alarmado, se dirigió al lugar del que provenía el petardazo, comprobando que se había producido en un váter próximo y había alcanzado a un tipo que se encontraba en su interior, al que habían llevado, por su pie, a las oficinas centrales a la presencia de Eugenio, el director.

Parece que Carlos se dirigió de inmediato al despacho de Eugenio, mientras se decía:

—Si ha bajado por su pie, o no está herido o lo está muy levemente y no es importante. Nada grave, espero –pensaba.

Al entrar en el despacho de Eugenio, Carlos lo encontró descompuesto y en pleno fragor del discurso amonestador al accidentado, a quien solamente faltaba amenazarle con el fuego eterno, la flagelación, el tormento en el potro y una excomunión de propina. Tal vez no cayó en la posibilidad de darle también un tiento de garrote vil.

Porque aunque en un principio el tipo aseguraba que no había tenido nada que ver con aquel cañonazo, achacándolo a la posible explosión de algún resto de pentrita que pudiera existir en una conducción de sus aguas de lavado, próxima a la de las aguas fecales, el hombre, haciendo realidad la teoría de Carlos, había terminado confesando que había aprovechado la evacuación intestinal para echarse un pitillito para el pecho.

Acuclillado, alineado su ojo ciego con el ojo de la placa turca, dio candela al pitillo, pero en lugar de hacerlo con mechero o chisquero, lo hizo con un fósforo, cerilla o mixto, que, sin la precaución de apagarlo, levantando ligeramente una nalga, lo dejó caer, flameante, a través de aquel agujero hacia las profundidades del pozo.

El cañonazo fue inmediato. Naturalmente había sido producido por la explosión del metano que formado en el pozo y canalización a partir de esos residuos humanos que sus múltiples antecesores habían venido acumulando con sus evacuaciones intestinales.

Tras la primera sorpresa, Carlos se hizo cargo de la situación, observando al individuo abroncado, quien, compungido mirando al suelo mientras giraba nerviosamente la que debía ser su boina pinzada entre sus dedos pulgar e índice impregnada de materia marrón, aguantaba sin abrir el pico las reprobaciones de Eugenio.

Carlos percibió además el pestilente olor que emanaba del tipo y que alcanzaba de pleno a su pituitaria. Aprovechó un segundo ,en el que Eugenio detuvo su parla para recuperar aliento y continuar con la bronca, para mediar en la pelotera quitando hierro al incidente.

—Pero Eugenio, coño –algo así debió decirle–. ¿No ves cómo va de mierda el hombre? Pero si lleva mierda desde la cara a los pies. Y en el pelo no, porque se la ha protegido la boina. Pero mira; míralo bien.

Eugenio clavó la mirada en el individuo, percibiendo entonces el castigo que la propia falta había infringido a su autor.

LA DEFLAGRACIÓN DEL METANO CONTENIDO EN AQUEL AGUJERO HABÍA REMOVIDO LA MIERDA QUE SE HABÍA ACUMULADO EN SU FONDO LANZÁNDOLA AL EXTERIOR COMO TIRO DE TRABUCO DE BANDOLERO ANDALUZ.

En efecto, parecía que la deflagración del metano contenido en aquel agujero había removido la mierda que se había acumulado en su fondo lanzándola al exterior como tiro de trabuco de bandolero andaluz a través del agujero de la placa turca, impactando directamente sobre la retaguardia del cagador acuclillado, sorprendido con los pantalones y calzoncillos en los tobillos, rebasándole por los costados, dándole una mano de marrón, ascendiendo por los bordes de la caseta hasta alcanzar el techo, descolgándose el sobrante no adherido a este y derramándose sobre el cuerpo del tipo, cubriéndole de tinte viscoso la boina y aquella parte del cuerpo que se había librado en el ascenso de la mierda. Como para emular a Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”... pero sin paraguas. Aquello debió ser como un brocheo a dos manos: ida y vuelta.

—Déjalo hombre; no merece la pena –continuó Carlos–. Una pequeña sanción ya le vale. A fin de cuentas no ha ocurrido nada grave. ¿No crees que ya tiene suficiente con lo que le ha venido de abajo arriba y luego de arriba abajo? Este va a tardar tiempo en sacarse el olor del cuerpo y yo creo que hasta se le han quitado las ganas de fumar de por vida... Con eso tiene bastante.

Y Carlos concluía entre sonoras y contagiosas carcajadas de fumador que, curiosamente, Eugenio no solo accedió a suavizar el paquete que, en principio, pretendía meter al atribulado trabajador, sino que ordenó la instalación de fumaderos en la fábrica.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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