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Imaginemos un mundo donde los minerales, esos elementos fundamentales que sustentan nuestra civilización moderna, simplemente no existen. En esta oscura distopía, la humanidad se enfrenta a una realidad desoladora, donde la vida tal como la conocemos se desmorona lentamente bajo el peso de la escasez y la desesperación. Sin hierro, sin cobre, sin litio ni silicio. Sin nada de lo que durante siglos ha sostenido nuestros delirios de grandeza. Nada de estructuras altivas ni cables que lleven la luz, ni chips que finjan inteligencia. Nada. Sólo el vacío.
Las ciudades, privadas del esqueleto metálico que las mantenía erguidas, se vinieron abajo como castillos de arena en pleamar. Los rascacielos, orgullosos titanes de cristal y acero, comenzaron a resquebrajarse. Los puentes, símbolos de conexión y de paso, colapsaron sin ceremonia. Y las gentes, aisladas al otro lado del río, aprendieron a construir balsas con bidones y esperanza, aunque casi siempre se hundieran antes de llegar.
La tecnología murió en silencio, sin luto ni funeral. Sin silicio para los microchips, sin litio para las baterías, sin cobalto para las conexiones, el mundo se volvió sordo, ciego y mudo. Los teléfonos, antaño prótesis de nuestras emociones y agenda de nuestras vidas, se apagaron y quedaron tirados como ladrillos inútiles en los cajones. Los ordenadores, portales hacia lo infinito, se convirtieron en cajas muertas, como ataúdes donde yacía una inteligencia que nunca fue nuestra del todo. En los hospitales reinaba la desesperanza. Sin calcio, sin magnesio, sin zinc, las batas blancas se convirtieron en trapos sin poder. Los quirófanos eran ruinas. Las jeringas, reliquias. Los rayos X, un recuerdo lejano. El bisturí fue sustituido por navajas de campo. Y la esperanza, como siempre, fue la primera en morirse. Volvimos a poner paños calientes y a rezar a lo que fuera. Lo mismo daba. La fiebre no hacía distinciones.
Los campos, sin fertilizantes minerales, se volvieron estériles. La tierra, despojada de nutrientes, paría cosechas escuálidas y amargas. Volvimos al azadón, a las manos llagadas y al hambre. Los frutales dieron menos, las raíces se pudrieron y el trigo no levantó cabeza. En los mercados –si es que sobrevivían– el pan era una rareza y los ojos se volvían cuchillos afilados. El hambre, vieja amiga de la desesperación, regresó a la mesa sin necesidad de invitación.
Y con el hambre vino la violencia. No de golpe, no con épica. No como en las películas. Vino como viene el moho: lenta, silenciosa, imparable. Primero fueron los saqueos. Luego, las peleas por una lata de judías. Después, el canibalismo moral y literal, según dónde y quién. Las ciudades se convirtieron en junglas de ladrillo húmedo. Las aldeas, en fortalezas. Y los gobiernos, en polvo. Porque, claro, sin cobre no hay moneda. Sin metales no hay armas modernas, ni tanques, ni drones, ni siquiera urnas. Sin minerales no hay estado. No hay poder. No hay nada. El liderazgo regresó a lo tribal. A lo feudal. A la ley del garrote.
SIN MINERALES NO HAY NADA. NI PANTALLAS, NI VACUNAS, NI PUENTES. Y SI NO LOS SACAMOS, AQUÍ O EN MARTE, LO ÚNICO QUE NOS QUEDARÁ SERÁ RECORDAR EL MUNDO TAL COMO ERA. SIN MINERALES, NO HAY CIVILIZACIÓN. SÓLO BARRO. SÓLO HAMBRE.
En medio del naufragio civilizatorio cayeron los gigantes que una vez conquistaron la tierra: las grandes máquinas. Las excavadoras que mordían montañas, las dragalinas que domaban ríos, los camiones de 400 toneladas que rugían en las minas a cielo abierto como bestias de otro mundo. Sin acero, sin motores, sin electrónica de precisión, aquellos colosos quedaron varados como dinosaurios moribundos, oxidándose a la intemperie entre las ruinas de una era que se creyó inmortal. Con ellas, se extinguió también el músculo que construía el mundo.
Y mientras el mundo se deshacía, algunos levantaron la vista. No por esperanza sino por instinto. Miraron al cielo y al mar. A Marte. A los asteroides. A las rocas que flotan en el vacío con más litio que la Tierra entera. A los fondos oceánicos donde el manganeso y el cobalto descansan desde antes de que naciéramos como especie. La nueva fiebre del oro no era por oro. Era por sobrevivir.
Entonces empezaron a hablar de minería espacial. De extraer platino en gravedad cero. De traer hierro de vuelta como si fuera pan bendito. De llenar los océanos de plataformas para arrancarle al lecho marino lo que ya no queda en tierra. Por eso enviamos sondas, excavadoras robóticas y sueños a las estrellas. No por gloria ni romanticismo sino por necesidad. El futuro –ese espejismo al que todos queremos llegar– necesita cobre, silicio, hierro y litio. Y si no están aquí, habrá que sacarlos del fondo del mar o de un pedrusco sideral. Eso sí, que nadie proponga una mina cerca de casa porque se arma el escándalo. Queremos móviles, energía y hospitales, pero sin polvo, sin detonaciones, sin maquinaria rugiendo a dos valles de distancia. Queremos civilización, pero que pique otro.
Y así vamos: rechazando lo que nos sostiene mientras exigimos que todo funcione. Pero sin minerales no hay nada. Ni pantallas, ni vacunas, ni puentes. Y si no los sacamos, aquí o en Marte, lo único que nos quedará será recordar el mundo tal como era. Y susurrar que una vez lo tuvimos todo. Y lo fundimos. Literalmente. Sin minerales, no hay civilización. Sólo barro. Sólo hambre.
Enrique Pampliega