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Actualidad

01 Abril 2023

Simago. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

El proyecto Puente de Ventas, de nombre oficial Peri16-2, contemplaba la demolición de varios edificios en la calle de Alcalá y aledañas. Uno de ellos fue el número 269. Contaba con sótano, planta baja, ocupada por un supermercado de la cadena Simago, y cuatro plantas dedicadas a viviendas. Las plantas sótano y baja eran de estructura de hormigón armado, mientras que las cuatro plantas superiores eran de mampostería de ladrillo.

La Comunidad de Madrid solía constituir sociedades independientes para el desarrollo de los diferentes proyectos que implementaba en la ciudad. De esa manera los concedía una gran autonomía que los aligeraba de burocracia y, para este caso, había constituido la sociedad P.V. (Puente de Ventas).

Con la intención de beneficiarse de la publicidad que les podría dar réditos políticos a su proyecto, y por consiguiente a su partido, decidieron que la demolición se realizara mediante voladura, porque ese sistema siempre da lugar a un espectáculo publicitado por todos los medios de comunicación de forma gratuita, convertido en noticia.

El trabajo fue adjudicado a Detecsa, donde yo me había incorporado a mediados de octubre de 1991 y la voladura se realizó el 29 de febrero del bisiesto 92. Dada mi trayectoria profesional, se me adjudicó la responsabilidad total de la voladura, desde la confección del proyecto hasta apretar el botoncito del explosor, pasando por la carga de los barrenos, viviendo el quehacer de la obra día a día y a pie de tajo.

El contrato de obra incluía la demolición por voladura del edificio y tan solo la retirada del escombro que cayera fuera del contorno de su planta. La propiedad consideraba que la evacuación del escombro que cayera en el interior se llevaría a cabo junto con el movimiento de tierras que requerirían las nuevas construcciones que allí surgirían.

La existencia de sótano en toda la planta de la edificación me permitía diseñar la secuencia de la voladura de tal manera que el edificio se recogiera hacia su centro, volando los pilares del sótano y baja en toda su altura, secuenciando sus detonaciones desde el centro hacia el perímetro, creando una especie de cráter que se tragara el edificio, con una buena fragmentación, por ser el resto de sus pisos de ladrillo, lo que podría significar para Detecsa un importante ahorro, al evitarse la carga y transporte del escombro al vertedero y su canon.

Y llegó el 29 de febrero de 1992. La propiedad se había esmerado en convertir la voladura en un circo, publicitando la traca en todos los medios e invitando a una extensa nómina de políticos, politiquillos, politicastros, medradores, figurones y figurines, acompañados de sus esposas, amigas, queridas, ligues o barraganas, que, para estar a tono con la categoría de sus ilustres parejas, habían pasado previamente por el salón de belleza para someterse a costosos “completos”. Todas lucían sus mejores galas, envueltas en suntuosos abrigos de piel y aderezadas con ostentosos abalorios, formando una coreografía propia de una recepción en el Palacio Real, con el Monarca de anfitrión. A ese ganado se sumaban en el entorno reporteros de televisión, radio, prensa, voceros y chafarderos varios, provistos de cámaras de todo tipo, policía local y municipal, protección civil, bomberos y ambulancias. Tan sólo faltaban los payasos de la tele.

LA SEÑORA ESCUCHÓ LA EXPLOSIÓN EN LA DISTANCIA Y OBSERVÓ LA NUBE DE POLVO SUFRIÓ UN PATATÚS, SÍNCOPE, LIPOTIMIA O PEDOLECHE, CON UNA PÉRDIDA TEMPORAL DE LA CONSCIENCIA, POR LO QUE EL AMOROSO HIJO VENÍA DISPUESTO A TOMAR CUMPLIDA VENGANZA SOBRE EL RESPONSABLE, QUE ERA YO.

Para agasajo de tan altas personalidades, la propiedad había dispuesto una enorme carpa de tela blanca y, bajo ella, unas mesas y sillas dispuestas para que, cómodamente sentados, esas fuerzas vivas y señoras disfrutaran de un ágape con abundantes sólidos y líquidos, un cátering servido por uniformados camareros para celebrar el augurado éxito del evento. Aquellas viandas se encontraban exhibidas sobre una larga mesa. Todo ello, naturalmente, con cargo al proyecto, o sea, al contribuyente.

El mirador había sido instalado calle abajo del edificio a volar, a una cota inferior a este, en el descampado existente que se había creado tras la demolición mecánica de los edificios de su entorno, dando vista a uno de sus laterales para observar desde allí los fuegos de artificio sin perder detalle.

Disparé desde el portal de un edificio ubicado calle arriba, es decir, en dirección opuesta a donde se encontraba la carpa, tras comprobar que todo estaba en orden y dar los preceptivos toques de sirena, asomando el hocico unos cuantos segundos al escuchar el ruido generado por el derrumbe de la estructura, por si acaso se escapaba alguna pedrada tardía. Pero en el lugar tan solo se veía una gran bola de polvo, una espesa nube que actuaba como un fluido, que se alejaba calle Alcalá abajo rodando sobre el suelo. Una gran masa densa que impedía toda visión de lo que hubiera tras ella.

Poco a poco comencé a ver el lugar donde se encontraba el edificio. Solamente se observaban unos cuantos cascotes desparramados sobre la acera. El edificio se había colado dentro del sótano prácticamente completo, hecho cisco. Si no había daños por alguna pedrada, aquello había resultado un éxito. Continué siguiendo la nube que, a su paso, iba depositando en el suelo, una impresionante alfombra de polvo.

El primero humano con quien me encontré emergiendo de la espesa bruma, como Clint Eastwood en sus westerns, caminando calle arriba, fue un cabo de la Guardia Civil, un tal Miguel, que prestaba servicio en la Intervención de Armas, con quien yo había trabado cierta amistad al haber mantenido contacto con él en muchas ocasiones por la cantidad de solicitudes de autorizaciones de empleo de explosivos que había cursado durante mi vida profesional, que, aunque otorgados por las Delegaciones del Gobierno, precisaban del informe favorable de la Intervención de Armas de la Guardia Civil.

—¡Hostias, Miguel, cómo te has puesto! –dije sorprendido–. Estás para ir derecho a la tintorería. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Qué coño, tintorería! –respondió–. ¡A un lavadero de coches voy a tener que ir! ¡En mi puta vida he visto nada igual, y he estado en muchas! ¡Ten cuidadito que los de la carpa, si te echan mano, igual te capan! ¿Pero qué coño ha pasao...? ¡Anda, que la que se ha liao... ha sido cojonuda!

—¡EN MI PUTA VIDA HE VISTO NADA IGUAL, Y HE ESTADO EN MUCHAS! ¡TEN CUIDADITO QUE LOS DE LA CARPA, SI TE ECHAN MANO, IGUAL TE CAPAN! ¿PERO QUÉ COÑO HA PASAO...? ¡ANDA, QUE LA QUE SE HA LIAO... HA SIDO COJONUDA!

Armándome de valor, superé la primera intención de escabullirme huyendo a Barajas a pillar el primer vuelo a algún país sin convenio de extradición con España. Alcancé la carpa observando el desastre sobrevenido tras pasar la nube, que aunque perdiendo densidad continuaba rodando calle abajo hacia la plaza de ventas, desgraciando a todo el que pillaba.

Aquellos ilustres trajeados, sus encopetadas damas acompañantes, personal de los medios de comunicación y camareros del cátering parecían superviviente de Pompeya, tras el famoso petardazo del Vesubio en el 79 DC, mientras yo, el causante de la ruina de su vestuario, estaba impoluto.

Sus galas estaban echadas a perder y dudaba que aquellos abrigos de caras pieles pudieran recuperarse. El polvo se había adherido al maquillaje de las atildadas mujeres, pintadas como apaches, formando una pasta. Incluso dudaba de que sus cabellos fueran recuperables.

—A estas las van a tener que quitar el maquillaje con decapante y rapar al cero, como a las colaboracionistas francesas –pensé.

Del ágape solamente se habían salvado las bebidas, gracias a encontrarse confinadas en latas o botellas, pero se las iban a tener que beber a palo seco y a morro porque todos los componentes de la cuchipanda, pinchos, bocaditos, frituras, canapés... hasta los panchitos y patatas fritas, estaban echaditos a perder y el menaje igualmente cubierto de polvo.

—No, si ya sabía yo que no podía haber salido todo tan bien –me dije–. Ya me extrañaba a mí...

Pude conocer con todo detalle lo ocurrido por las numerosas grabaciones que se habían hecho, tanto por profesionales como por aficionados que se encontraban en la carpa, que vieron venir hacia ellos la bola rodante, alcanzándoles de lleno como un tsunami de polvo, espeso hasta ser masticable.

Jamás había visto nada igual. En una filmación de la voladura se observaba que los dos patios interiores existentes en la parte de la estructura de los pisos superiores habían actuado como chimeneas a través de las que se expulsó, como dos fogonazos de cañón, una inmensa cantidad del polvo producido por la masa de la mampostería que se disgregaba, además de los gases del explosivo.

Los vídeos grabados por unos aficionados desde el interior de la nube mostraban a los asistentes corriendo como locos, chocando entre ellos. En un momento, cruzaba la imagen un cojo provisto de dos muletas que intentaba escapar de aquella debacle corriendo, trastabillando de un lado a otro como pollo sin cabeza. Félix Prudencio, el gerente de Detecsa, mi jefe entonces, correteaba buscando inútilmente una salida de la espesa niebla, cubriéndose la cabeza con su gabardina.

Después de ver esas grabaciones, creí en el buenismo humano, pues aquellas gentes, en lugar de lincharme, me felicitaron efusivamente.

—Igual les ha sabido a poco –pensé.

Me encontraba charlando sobre el evento con un grupo de personas de P.V., gente del Ayuntamiento y el cabo Miguel, cuando observé a un tipo que se acercaba hacia noso tros a grandes zancadas, profiriendo gritos como un poseso, dirigidos a mí.

—¡Cabrón! ¡Hijo de la gran puta! –gritaba–. ¡Tú... sí, tú, bujarrón...! –decía señalándome, mientras convergían todas las miradas sobre mí–. Casi matas a mi “mamá”, cabrón...

—¡Vaya por Dios! –pensé–. Ya le he metido una pedrada a la madre de este. Preso soy... Bueno, como estaba allí el cabo Miguel me podría llevar él al talego. Mejor que me encierre un amigo yendo recomendado.

Ocurrió que el fulano vivía con su madre a un par de manzanas del lugar y su “mamá” y él eran los únicos en Madrid que no se habían enterado de que aquel edificio se iba a volar. Cuando la señora escuchó la explosión en la distancia y observó la nube de polvo sufrió un patatús, síncope, lipotimia o pedoleche, con una pérdida temporal de la consciencia, por lo que el amoroso hijo venía dispuesto a tomar cumplida venganza sobre el responsable, que era yo.

Ante el jolgorio de todos los que se encontraban a mí alrededor, viendo que estaba haciendo el ridículo, que mi gesto había cambiado y se iba a encontrar con un guantazo en correspondencia a sus insultos, hizo mutis por el foro desapareciendo de la escena.

Por la estructura de Detecsa, la responsabilidad de la retirada de escombros corría a cargo de un tal Vicente, un paisano de edad cercana a la de jubilación, con más horas de vuelo que el príncipe Cantacuceno y el barón Richthofen juntos, más vicios que una garrota y más concha que un galápago, que despachaba directamente con el gerente, Félix Prudencio.

Nos encontrábamos varios comentando las anécdotas del evento en el despacho de Félix cuando –aunque este había dado orden a su secretaria de que no le pasara llamadas– Concha se asomó entreabriendo la puerta.

—Félix –dijo–, llaman de Simago. Dicen que es muy urgente.

Concha le pasó la llamada. Todos escuchábamos tan solo las palabras de Félix en la conversación.

—¡Si? Ah, sí, hola... dígame. ¿Cómo? Pero... –balbuceaba–. Pero... No, no, ahora mismo. Inmediatamente... ¡Sí, sí! No se preocupe que ahora mismo lo arreglo... y disculpe... lo siento mucho... Sí, sí, ahora mismo.

—¡Concha! –llamó a la secretaria–. Avisa ahora mismo por radio que localicen a Vicente y que me llame por teléfono inmediatamente.

La respuesta de Vicente no se hizo esperar. Unimos la conversación de Félix con Vicente a la anterior con la propiedad.

—Vicente, me han llamado de la propiedad de lo de Simago y me han dicho que están llegando a la obra camiones nuestros con escombro y echándolo dentro del solar. ¿Qué coño pasa, Vicente? –espetó Félix, que quedó callado escuchando la respuesta de éste– ¡Pero, coño, Vicente! –comenzó a gritar, tras escuchar las disquisiciones de aquél– ¡Que era una broma, Vicente, joder!, ¡que era una broma! No se te ocurra echar un camión más, Vicente, ni un ladrillo, ¡coño, que era una broma! –y colgó el teléfono.

—Tiene cojones –se dirigió a nosotros–, resulta que como Esteban ha conseguido meter todo el escombro en el sótano y todavía sobraba espacio, hice el comentario a Vicente de que todavía quedaba sitio para echar escombro dentro. Vicente se lo ha tomado en serio y ha empezado a echar allí el escombro de otras demoliciones, en lugar de llevárselo al vertedero. La propiedad ha pillado un rebote de cojones. Y con razón, claro.

EL POLVO SE HABÍA ADHERIDO AL MAQUILLAJE DE LAS ATILDADAS MUJERES, PINTADAS COMO APACHES, FORMANDO UNA PASTA. INCLUSO DUDABA DE QUE SUS CABELLOS FUERAN RECUPERABLES.

En el telediario de la noche, un presentador, que parecía un “mimo” de los que puede verse en nuestros lugares turísticos, hablaba a la cámara comentando el asunto micrófono en mano. Sus palabras finales fueron:

—Esta voladura nos ha dejado con este deplorable aspecto que pueden ustedes observar.

Y es que daba pena verlo.


LA DEMOLICIÓN DEL EDIFICIO SIMAGO EN LA PRENSA

«Sonaron tres toques de sirena. Tras el tercero, como un flan partido en dos por un cucharón; como un puzle de cuadriláteros tirado al suelo por una mano infantil, como un castillo de naipes abatido por el soplo de una boca de mujer, el edificio de la calle de Alcalá conocido como “Simago”, se derrumbaba con gran estruendo».

Con esta reflexión cuasi poética relató un redactor de la revista del distrito de Ciudad Lineal, en su edición de febrero de 1992, la voladura del edificio Simago que recoge en estas páginas de forma novelada Esteban Langa, que fue el artífice de la voladura. El redactor de esta perla que hemos rescatado de la hemeroteca, aparte de sentirse lírico, también facilitó la noticia:

«El Sábado 29 de Febrero de 1992 a las 15:30 horas tuvo lugar la demolición controlada del edificio Simago situado en el número 269 de la madrileña calle de Alcalá. Esta ejecución formaba parte del derribo de una serie de edificios y casa unifamiliares que se situaban en la calle de Alcalá y sus calles adyacentes siendo todas estas parte de un proyecto denominado como “Peri_16-2” o más conocido como “Proyecto puente de Ventas” aprobado el 28 de Febrero de 1989.

Se trataba de un edificio de seis plantas con un volumen de unos 12.000 m3 aproximadamente. Para ello se utilizaron 82 kilos de goma-dos y 30 metros de cordón detonante. Entre otras, una de las medidas a tomar fue el recubierto de mallas metálicas a los edificios cercanos ya que al estar situado en una zona bastante abierta, la onda expansiva iba a ser de gran importancia y era muy probable que se produjera algún daño por algún elemento procedente de la voladura.

La voladura controlada del edificio Simago tuvo una gran repercusión en los vecinos de la zona pues era un acontecimiento que no se podía ver todos los días. Para ello, el ayuntamiento acotó una zona alejada del edificio en cuestión pero que fuera idónea para que los vecinos pudiesen ver de primera mano la ejecución».

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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