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Como muchos que nacimos y vivimos aquellos tiempos en los que en España reinaba don Francisco Franco y existía “la mili”, cumplí con mi deber con la Patria como estudiante de ingeniería en la Milicia Universitaria, cursando lo que se conocía como Instrucción Premilitar Superior (IPS), consistente en dos periodos de tres meses cada uno durante dos veranos consecutivos en el campamento de El Robledo, en La Granja, en las cercanías de Segovia, el primero como soldadito raso, como “maldito”, que así nos llamaban los veteranos, y el segundo como sargento, y tras ello, terminada la carrera, cumplí sirviendo cuatro meses como alférez en prácticas en el hoy desaparecido acuartelamiento del Parque Central de Ingenieros de Villaverde.
Cursaba los estudios de ingeniería de minas y, al igual que los galenos son los únicos facultados para recetar fármacos a sus pacientes, los ingenieros de minas éramos los únicos autorizados para recetar, proyectar y emplear explosivos, en cualquier actividad civil que requiriese su uso.
Por ese motivo, los que cursábamos esa carrera, cumplíamos nuestro servicio militar en el Arma de Ingenieros, dentro del Cuerpo de Zapadores, en el que nos debíamos formar como especialistas en el empleo de explosivos militares en ese ámbito, además de en el uso de las armas; por ello, todos los de “minas” coincidíamos en ese cuerpo, integrados en las compañías 11, 12 y 21, que formaban el correspondiente batallón.
Durante el primer periodo de instrucción, en el primer campamento, prácticamente todos los “mineros” compañeros de carrera, coincidimos en la compañía 12 que mandaba un capitán inolvidable, un tipo excepcional por su humanidad y buen hacer. Se trataba de un tal Alfonso Medrano Diges, fallecido en 2000, habiendo alcanzado el generalato.
Medrano era enorme, como un armario de tres cuerpos, barrigón, con manos de oso y voz de trueno, entrañable, y bebedor de los que tenían un vino amable, que se ganó con creces el cariño y respeto de todos los que formábamos aquella compañía, capaces y dispuestos a seguirle hasta el infierno.
Y sucedió que un buen día el capitán Medrano nos anunció que aquella noche participaríamos en una operación nocturna. La cena fue muy copiosa y con un menú contundente. Nos esperaba una dura marcha, apeonando cargados con la impedimenta, ascendiendo hasta una de las cumbres de la sierra de Guadarrama. La marcha debía ser silenciosa para evitar ser detectados por el enemigo, si bien la inclusión de judías blancas bien cargadas de chacinas en la cena habría dado lugar a que los escuchas del supuesto enemigo nos hubieran detectado por los sonoros regüeldos y las explosivas ventosidades que emitía la soldadesca, o venteando como perdigueros por los efluvios que acompañaban a las emisiones anales de la tropa.
Se suponía que había estallado una guerra en la que los zapadores participaríamos para construir nuestras defensas y alambradas y volar las del enemigo, facilitando el movimiento de nuestras tropas en el frente que se extendía a lo largo de la cuerda de la sierra en esa zona.
Entre flatulencias y cuescos ascendíamos por caminos forestales en dos filas, una a cada lado de la pista, mientras que por el centro de la calzada nos superaban, uno tras otro, los camiones Reo que, cargados con los materiales y trebejos de mayor volumen y peso, como cocinas, perolas, rancho, tiendas de campaña y otros corotos, se dirigían a la zona donde acamparíamos y desarrollaríamos nuestra actividad.
Alcanzada la cota de destino, establecimos el campamento, tendimos alambradas, construimos defensas, cavamos trincheras, volamos alambradas enemigas... Hicimos de todo.
Yacíamos derrotados, descojonados por la paliza que nos habíamos llevado, desperdigados por el suelo, tumbados a la sombra de los pinos usando la pinocha como colchón, cuando un “maldito” de otra compañía apareció ante nosotros.
—¡Que se ha terminao la guerra! ¡Que se ha terminao la guerra! –pregonaba alegremente aquel maromo.
—¿Y hemos ganao? –preguntó a voces uno de los nuestros.
Antes de que se produjera respuesta alguna del vocero, se escuchó la voz del comandante de nuestro batallón, un tipo de cualidades físicas, químicas, humanas y espirituales totalmente opuestas a las de nuestro capitán. Se trataba de un alfeñique, de agrio carácter, de trato indeseable, del que nunca nadie escuchó una sola palabra amable, de cuya proximidad no nos habíamos percatado.
—¡A ustedes dos les voy a meter un paquete que se les van a quitar las ganas de bromear con las maniobras! –dijo, con evidente mala leche.
Cuando se había alejado lo suficiente para no captar las voces de la derrotada milicia, comenzaron los comentarios.
—Este agrio carácter podría significar que este hombre está sexualmente insatisfecho. Su acritud podría ser un síntoma de una escasa o tal vez nula actividad en las lides amatorias –diagnosticó el más finolis del grupo.
—¡Qué coño dices! –exclamó el más áspero–. No digas gilipolleces. Ese lo que está es mal follao, ná más. Y punto.
Este debería dejar Minas y pasarse a Psicología –pensé–. Lo lleva en la sangre.
Terminada la “guerra”, de la que al final no quedaba claro si la habíamos ganado o perdido, debíamos regresar al campamento descendiendo hasta él por aquellas pistas forestales, con algunos tramos con pendientes de vértigo.
Nos encontrábamos en formación para iniciar el descenso apeonando del mismo modo que habíamos subido, cuando uno de los alféreces que mandaba una de las secciones de la compañía, nos detuvo. Unos camiones que habían realizado ya un viaje al campamento transportando materiales y regresado para proceder a cargar de nuevo, al no quedar ya nada que transportar, el “mando” consideró que podrían usarse para transportar a los muchachos que cupieran en sus cajas, sustituyendo los corotos por soldaditos.
Nos dirigimos en columna de a tres hasta la trasera del camión que nos indicó el alférez. Los más altos debían ocupar los tres primeros puestos de las tres secciones que formaban la compañía, y yo, por mi elevada estatura, era uno de ellos. Debíamos subir a la caja del camión de tres en tres, y de acuerdo con esa formación yo sería uno de los tres primeros. Eso era un privilegio porque, completado el aforo, a los sobreros les tocaría regresar al campamento desgatando las botas.
El imaginarme montado en la caja de aquel camión Reo, cuyo estado sembraba muchas dudas, conducido por algún inexperto soldadito, descendiendo aquellas pistas, me aterrorizó. Me imaginé inmerso en una batidora mezclado con mis compañeros dentro de la caja, mientras nos despeñábamos ladera abajo hasta el río Eresma.
—Vamos a llegar dando vueltas de campana hasta “La boca del asno”. Nos matamos –pensé–. Allí recogerán nuestros magullados restos mezclados con la chatarra en la que se habrá convertido el camión. Igual me encuentran con la palanca de cambio metida por el culo y un inyector en un oído.
Reaccioné rápidamente. No había ningún mando cerca y no había tiempo que perder. Comencé a ceder el paso a mis compañeros, animándoles y ayudándoles a subir a la caja del camión. Yo me quedaría entre los sobreros para bajar andando al campamento.
—Venga, tío, arriba. Monta. Yo te ayudo. Venga, el siguiente –así iba animando a subir a la gente.
—Pero ¿y tú? –preguntaba el beneficiado de turno.
—Tú no te preocupes por mí. Yo ya sabré apañarme. Tú sube rápido –respondía yo con gesto firme.
Cuando ya había conseguido llenar la mitad de la caja con felices camaradas, escuche un vozarrón a mis espaldas.
—¡Langa: alto ahí! –rugió.
—¡Hostias, el capitán! La hemos jodido –me dije–. Me la he cargao.
Detrás de mí estaba nuestro capitán Medrano. Me quedé paralizado, inmóvil como un perro perdiguero haciendo la muestra. Medrano se acercó en dos zancadas hasta mí y poniéndome una de sus enormes manos sobre el hombro giró la cabeza para repasar con mirada aviesa a todos los presentes, manteniendo en suspenso a la absorta concurrencia. Tras esa pausa teatral se dirigió a la peña.
—¡He aquí a un compañero de verdad! –bramó emocionado–. Es un ejemplo de espíritu de sacrificio, un camarada que se sacrifica por los suyos y que no se aprovecha de una prebenda, sino que la cede a favor de sus compañeros. Un ejemplo para todos.
Respiré tranquilizándome... pero el capitán Medrano continuó con la filípica.
—Y por eso, por demostrar tu espíritu de sacrificio y tu compañerismo, te mereces ser el primero en regresar al campamento en el camión. ¡El primero! –repitió, y se dirigió a los que ya ocupaban el interior de la caja para que dejaran libre la primera plaza de uno de los bancos laterales, desde donde podría distinguir el camino a través del cristal posterior de la cabina del conductor, para saborear el descenso.
—¡Uy, la hostia, uy, la hostia, uy, la hostia! –pensé (tres veces)–. ¿Cómo le digo yo a este hombre que es que me acojona bajar por estas cuestas en estos camiones? Lo mato del disgusto.
Intente solventar la situación argumentando que mi gesto carecía de importancia, que no tenía valor alguno, que bajaría al campamento caminando encantado, sin problema, pero Medrano se negó en redondo. A punto estuve de decirle que no sólo me había encantado el palizón que llevaba en el cuerpo por la “guerra” vivida, sino que me había sabido a poco y que me encantaría darme un paseo hasta el campamento a ver si así reventaba, pero me contuve y él insistió.
A PUNTO ESTUVE DE DECIRLE QUE NO SÓLO ME HABÍA ENCANTADO EL PALIZÓN QUE LLEVABA EN EL CUERPO POR LA «GUERRA» VIVIDA, SINO QUE ME SABÍA A POCO.
—¡Langa, ahí el primero! ¡Al camión! ¡Es una orden! –espetó, señalando el interior de la caja, y no tuve más remedio que subir a él y ocupar la “plaza preferente” que me indicaba.
Y así bajamos hasta el campamento, dando tumbos, bandazos, frenazos, derrapes... pero sin llegar a despeñarnos. Yo estaba convencido de que aquello constituía el castigo divino por mi cobarde trapacería, que nunca confesé, no por miedo a las consecuencias para mí, sino por el capitán Medrano, que no se merecía el desengaño que le podría producir la confesión de mi cobardía. Eso lo mataría. Podría causarle un infarto, lipotimia, flus, ictus, desmandibulado, derrame cerebral o hasta un pedoleche. No podría confesarlo. Tendría que vivir con mi secreto.
Transcurrieron varios años hasta que en cierta ocasión requerí una certificación de haber cumplido el servicio militar para alguna gestión y tuve que solicitarla en la sede del entonces Gobierno Militar, que se encontraba en el Paseo de la Reina Cristina, en Madrid. En Información me indicaron que me dirigiera a una planta y un despacho determinado. Allí, en la antesala, me recibió un soldadito, al que referí lo que necesitaba. Se dirigió al interior del despacho regresando acompañado de un capitán que portaba en la mano el documento solicitado.
—Joder, chaval, ¿qué coño has hecho tú en la mili? –preguntó de sopetón.
—Perdón, mi capitán, ¿a qué se refiere? –pregunté extrañado.
—Joder, a que en tu expediente figuras con “valor demostrado” –dijo–, y alguna sonada has tenido que hacer porque eso lo tienen muy poquitos en su expediente, casi nadie. A todo el mundo se le cita con “valor, se le supone”. Para citarte con “valor demostrado”, alguna cojonuda has debido hacer.
—Pues no recuerdo, mi capitán. No sabría qué decirle. No tengo ni idea. Igual es una confusión –dije, como despistado.
—Tendría cojones que esto venga de la historia del puto camión. Lo que faltaba –dije para mis adentros.
Y podría haber sido así. Recuerdo una anécdota que contaba el padre de mi actual mujer, que se refería a una medalla al mérito otorgada a un marinero por una herida sufrida en “acto de servicio”, cuando la realidad, de la que él fue testigo, era que el muchacho se partió un brazo bromeando con otros compañeros sobre la cubierta de un barco de guerra.
Pero, al pronto, recordé que en una ocasión había realizado una “machada” mientras montábamos un puente Bailey, que tal vez fuera la causante de esa mención y eso me tranquilizo. A pesar de la trapacería del camión, igual sí me había merecido aquella calificación de “valor demostrado” por esa acción, que por su temeridad me valió en el momento una bronca del capitán, pero pudo ser también la que luego mereció el reconocimiento del mi “valor”. Eso me consoló.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas