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Actualidad

28 Septiembre 2025

Trincheras. Enrique Pampliega

Enrique Pampliega

Yo crecí creyendo la patraña de que la política era administrar lo común. Qué ingenuidad la mía, qué gilipollez tan propia de otro siglo. La realidad, con los años, se encargó de arrancarme la venda de los ojos a golpe de titulares y campañas. La política hoy no se parece en nada a aquel ideal de gestionar lo que es de todos: es un negocio de trincheras emocionales, una tómbola de agravios donde nadie escucha y todos vociferan como si les fuera la vida en ello.

El debate de ideas murió hace tiempo. Lo que queda es un mercado de lealtades, banderas convertidas en escapularios y enemigos inventados para alimentar un odio que se ha vuelto la gasolina de la vida pública. Y que nadie se llame a engaño: no es fruto del azar, es ingeniería social en estado puro. Divide y vencerás. Si la gente se mata por símbolos, no se atreverá a preguntar por qué el sueldo no llega a fin de mes. La polarización, en este país, se ha convertido en el método más rentable para ejercer el poder sin dar jamás una explicación.

El truco es tan viejo como eficaz: todos necesitamos sentir que pertenecemos a algo. Da lo mismo una peña de fiestas que una camiseta de fútbol. Lo importante no es el contenido, sino el calor de la tribu. Y en esa selva, el que osa pensar por libre se convierte en sospechoso. Basta con levantar una ceja ante la consigna o con cuestionar un eslogan. Automáticamente, el que se sale del rebaño queda marcado con la cicatriz del traidor.

Lo que antes fue debate ahora es rito tribal. Se imponen mantras en lugar de argumentos, consignas en vez de reflexión, aplausos automáticos donde antes cabía el razonamiento. La política ha sido convertida en religión, y toda duda se castiga como herejía.

El combustible que alimenta esta maquinaria es la fábrica del agravio. No importa si el agravio es real, exagerado o inventado. Lo único que cuenta es que prenda, que incendie la indignación. Se necesitan enemigos permanentes, amenazas constantes, alertas diarias. Si no existen, se fabrican; si caducan, se reciclan; si se quedan cortas, se exageran. El pueblo, dócil como ganado, los mastica con furia, los rumia, los vomita y vuelve a tragarlos. Así, entretenido en peleas simbólicas, olvida preguntar por lo que realmente importa.

LO QUE ANTES FUE DEBATE AHORA ES RITO TRIBAL. SE IMPONEN MANTRAS EN LUGAR DE ARGUMENTOS, CONSIGNAS EN VEZ DE REFLEXIÓN, APLAUSOS AUTOMÁTICOS DONDE ANTES CABÍA EL RAZONAMIENTO. LA POLÍTICA HA SIDO CONVERTIDA EN RELIGIÓN, Y TODA DUDA SE CASTIGA COMO HEREJÍA.

El campo de batalla ya no es el Parlamento, sino la pantalla del móvil. Allí manda un algoritmo ciego, frío e implacable, que no premia la verdad, sino la rabia. No busca informar, busca retener. Y nada retiene más que el conflicto. Uno ya no lee: escrolea. No piensa: reacciona. No intenta entender: busca reafirmarse. Y el algoritmo, generoso, le sirve exactamente lo que ya cree, pero adobado y amplificado hasta la náusea.

Lo peor es que lo hacemos convencidos de ser libres, críticos e informados, cuando en realidad no pasamos de marionetas de un ventrílocuo sin rostro. Los medios aprendieron pronto la lección: donde antes había análisis, ahora hay provocación; donde antes había contraste, ahora titulares incendiarios; donde antes había periodismo, ahora hay activismo.

En este contexto, lo que se resquebraja no es sólo la política: es la democracia misma. No con golpes de Estado ni cañonazos, sino con algo más sutil y devastador: la imposibilidad de aceptar la derrota. Nadie concede que el otro pueda tener razón, nadie se baja del burro. Todo se convierte en relato. Y en esa selva de relatos, la verdad es una especie en extinción. Lo que queda son versiones, épicas infladas y odios reciclados. Sobre esa mentira se construye una democracia de escaparate, inútil para convivir.

Los que mandan lo saben y se aprovechan. Blindados, inmunes al ruido, se acomodan en el fango mientras nos despedazamos por símbolos. Creen que lo tienen todo controlado. Ignoran –o fingen ignorar– que las tensiones no resueltas siempre revientan, que las sociedades polarizadas no se reforman: se pudren. Y cuando se pudren, pierden todos. También ellos.

Y encima ocurre aquí, en España, lo que lo agrava todavía más. Porque este país, por mucho que lo vistan de moderno, sigue siendo lo que siempre fue: cainita, barroco, teatral, dado a las guerras civiles, con o sin tiros. Aquí la moderación es sospechosa, el acuerdo suena a cobardía y el sentido común se considera traición. Aquí cotiza el aspaviento, la bravata, la frase definitiva. España no necesita enemigos exteriores: se basta sola para devorarse desde dentro, con saña, con arte y con entusiasmo.

Quizá ya sea tarde. Quizá el sentido común no tenga mercado en esta feria. Quizá esta época quede recordada como la del griterío inútil, la de los hashtags en vez de los argumentos. Pero mientras queden voces dispuestas a disentir, aunque sean pocas, habrá un resquicio de resistencia. Una última línea del frente, hecha de palabras, de dudas y de memoria. Porque no todos tragamos, no todos olvidamos, no todos gritamos. Y si algún día alguien pregunta qué demonios pasó, que se sepa que hubo quienes aún sostuvimos que disentir no era traicionar.

Enrique Pampliega
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