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Actualidad

01 Noviembre 2020

El pantalón. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

A lo largo de la carrera de Ingeniero de Minas, en la Escuela de Madrid, nos encontrábamos con diferentes asignaturas que, junto con la persona o personas encargadas de su impartición, constituían conjuntos de diferente clasificación: marías, coñazos, normales, difíciles, imposibles y terroríficas. Entre los alumnos de aquella escuela, la asignatura de Electrotecnia pasó a ser una de las terroríficas durante el periodo en que fue impartida por un catedrático, un tal José Alonso Martínez, al que siempre se mencionaba con el don por delante, al que, por los tremendos conocimientos de la cosa eléctrica y su exigencia y dureza se le conocía en aquellos lares como don Dios Alonso Martínez y Cristo de Faraday, y con el mote abreviado de “El Maestro”.

Era bajo y grueso como un bolo. Tobillo y pantorrilla fina creciendo hacia la barriga y culo, zona de máximo perímetro que luego se reducía hacia los hombros. Vestía siempre traje, pero a pesar de ello lo lucía cada día con el mismo porte y distinción que un paleto en una boda: ceñido como si fuera de dos tallas menos que la propia. Como un botijo.

Alentaba en todos los alumnos la esperanza de que en cualquier momento se le descosiera la costura del culo del pantalón con un sonido rasgado, o la costura de la espalda de la chaqueta, cuyas puntadas estaban al borde del colapso. Entre las solapas de la prieta chaqueta, asomaba su pequeña y redonda cabeza, como una bola, con escaso pelo. Parecía unida directamente al tronco, sin cuello que rompiera la monotonía de las formas esféricas de su organismo.

Miraba sibilinamente a través de unas gafas de montura metálica bajo las que, con alguna dificultad, se apreciaban unos ojos pequeños pero de una viveza extrema. La cara redonda se remataba con una boca enorme y de labios tan gruesos que hoy día hubieran sugerido que contuvieran una buena dosis de silicona. Mientras explicaba al atento alumnado, se mojaba aquellos gruesos labios con la lengua, con lo que poco a poco se le iba formando una espesa espuma en la comisura de estos, que de vez en cuando retiraba con el pañuelo a lo largo de sus disertaciones.

Mi promoción sufrió con él los correspondientes ataques de pánico, pero los veteranos no dejaban de decir que era en sus tiempos de estudiantes cuando este hombre era verdaderamente duro. Según estos, los años habían hecho mella en él, ablandando su carácter como la carne de un pulpo apalizado para cocinarlo “a feira”, y se había convertido en una hermanita de la caridad. Se decía que ya estaba “amariconao”.

Eso resultaba difícil de creer, aunque una leyenda popularizada entre los de aquella escuela lo hacía verosímil. La legendaria historia que sobre este tipo llegó a mis oídos se gestó aquel día en el que un aplicado alumno se dirigía a la Escuela para presentarse al examen final de la asignatura.

En aquella época nuestro hombre realizaba los exámenes en la modalidad oral, en los que además permitía la asistencia de oyentes, espectadores que ocupaban las butacas de la sala. Eso le gustaba, dado que escenificaba su poderío ante los aterrorizados alumnos y, además, estos se encontraban en una situación de inferioridad por el miedo escénico que aquella parodia les producía. La reducida nómina de alumnos le permitía organizar aquellas representaciones teatrales, que posteriormente se vio obligado a retirar del cartel por el incremento del número de alumnos en los años siguientes.

Nuestro alumno había viajado en metro hasta la estación de Ríos Rosas, la más cercana a la Escuela. Para la ocasión se había vestido con las mejores galas, con el traje de los domingos. Podría pensarse que lo hiciera así para hacer juego con el Maestro, pero no, no era eso. Era simplemente que en aquella Escuela y en aquellos tiempos, reinando en España don Francisco Franco, las normas en la vestimenta eran especialmente severas. Por ejemplo, la chaqueta y corbata eran prendas obligatorias en todas las clases, y ese día no podía ser menos.

A la salida del metro nuestro hombre se encontró con una climatología desfavorable. Llovía abundantemente y la acera lucía encharcada. Para evitar salpicarse los bajos del pantalón, que en esos casos quedaban marcados con la suciedad del agua por unas manchas que las madres llamaban “cascarrias”, nuestro hombre se detuvo unos instantes para remangarse, dejando a la vista sus calcetines hasta las espinillas, y de esta guisa recorrió apresurado los escasos metros que le separaban de la Escuela, cubriendo su cabeza con una carpeta donde portaba los apuntes que había venido repasando en el suburbano, mientras notaba cómo se le cerraba el esfínter anal por el miedo que le producía la prueba, nada menos que enfrentarse cara a cara con don Dios Alonso Martínez y Cristo de Faraday, jugándose el año de trabajo para aprobar la asignatura.

Sacudiéndose el agua que había mojado su ropa y carpeta entró en la sala de exámenes. La sesión estaba a punto de empezar y allí ya había unos cuantos examinandos y oyentes esperando el comienzo de la escena. Llegó su hora y fue llamado al escenario. Levantándose velozmente de su asiento ascendió al tablao sin darse cuenta de que había olvidado devolver los bajos de sus pantalones a su posición original.

Don Dios Alonso Martínez y Cristo de Faraday, alias el Maestro, miró entonces a nuestro amigo y con una sonrisa en los labios le indicó:

—Los pantalones...

El pobre chico, pensando que no había escuchado bien, preguntó sorprendido:

—Perdón, don José, ¿cómo dice usted?

A lo que el Maestro trató de aclarar:

—Los pantalones. ¡Qué se baje los pantalones, hombre!

Naturalmente, don José se refería a los bajos de las perneras, pero nuestro hombre no recordaba que los tenía subidos y, decidido a hacer todo lo necesario con tal de aprobar la asignatura, comenzó a aflojarse la correa de los pantalones, entre el jolgorio general del público presente, incluido el Maestro.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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