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Una demolición agitada (y 2). Esteban Langa Fuentes
Confraternizábamos todos en un bar cercano, a muy escasos metros de la obra, que estaba excelentemente servido de bollería para acompañar el café mañanero, así como de pinchos y tapas para homenajearse a precio módico a media mañana, durante el descanso preceptivo. Todos aparecíamos en aquel local asidua y simultáneamente, por lo que solíamos colmatar la barra, poniendo en jaque al personal de ésta y al de la cocina, apremiándolos con los pedidos de pinchos de tortilla de patata y derivados varios del ganado porcino, pasados por la plancha, empapados en su propia grasa, refrescando el gañote con pirriaque tinto o cerveza de barril.
Nadie se cambiaba de ropa para el ágape sino que todos vestíamos la que llevábamos encima a la hora del evento y algunos ni se lavaban las manos antes de la jamada, manipulando las viandas con ellas pringadas de cualquier cosa, pero que lucían limpias al final del desa yuno por obra y gracia de la grasa de la panceta, chorizos o morcillas que habían constituido su desayuno. Quedaba probado que la grasa consistente, el óxido, el polvo de ladrillo y hormigón, el aceite de lubricación de las máquinas y la mierda en general que impregnaba las manos de los más alérgicos al agua y jabón, no eran tóxicos y su deglución no presentaba problemas digestivos, maridando a la perfección con la grasa de gorrino.
Los demoledores de Detecsa vestíamos monos o conjuntos de pantalón y chaquetilla de recia tela azul. Los que trabajaban en la retirada del amianto vestían monos de un solo uso, blancos, cerrados en tobillos y muñecas y con capucha. Usaban guantes y se cubrían la boca y nariz con mascarillas de papel y los ojos con unas gafas cerradas. Se trataba del mismo equipo de protección usado por los pintores, acuchilladores de madera, barnizadores y, en general, por cualquiera que necesitara proteger su ropa y bronquios del polvo de cualquier tipo, sin diferenciación en cuanto a su peligrosidad.
Hay que decir que, en aquellos tiempos, la normativa para la retirada de amianto no tenía nada que ver con la que se encuentra en vigor hoy, cuando llega a alcanzar niveles próximos a la histeria, aunque se requería cumplir unos mínimos que se ignoraban muchas veces, dando lugar a escenas chuscas.
La cuadrilla, capitaneada por el Gordito se presentaba en el bar a la hora de la colación con todos sus miembros vestidos con su ropa de trabajo, con las cremalleras de los monos abiertas, las capuchas retiradas colgando tras la nuca, las mascarillas y las gafas en la frente y los guantes metidos entre los monos y unos cinturones improvisados, hechos con cuerdas.
UN BUEN DÍA APARECIERON EN LA OBRA UN PAR DE MUJERES DE MEDIANA EDAD. ERAN HERMANAS, Y CON ASPECTO PREOCUPADO NOS EXPUSIERON QUE, SUPUESTAMENTE POR CAUSA DE LAS OBRAS, UNA VIVIENDA DE SU PROPIEDAD, SITUADA EN EL BAJO DE UN EDIFICIO PRÓXIMO DE VARIAS PLANTAS, SE HABÍA INUNDADO DE AGUAS FECALES.
El polvo de amianto era de color blanco, como sus monos de trabajo, y no destacaba sobre ellos, pero las caras de los individuos eran un cuadro: totalmente blancas por el polvo de amianto depositado, pero con las zonas de la nariz, la boca y los ojos impolutas, sin una mota de polvo, mostrando el color original de la piel sólo en esas zonas, como islas en aquellos rostros blanquecinos. Eran como el negativo de las caras de los mineros de carbón.
Y de aquella guisa saciaban su gusa con sabrosos guisos entre guasas, mojando pan en las grasas de gruesos torreznos, compartiendo las viandas con el resto de personal, departiendo y confraternizando con todos los parroquianos y compartiendo con ellos el polvo de amianto que habían acumulado sobre sus ropas durante el trabajo. Bien podrían decir al regreso a casa que venían de echar unos polvos.
Y todos nosotros al lado como los primeros. Así eran las cosas entonces y todo ello se consideraba normal y, al igual que las palabras no pueden sacarse de contexto, los hechos tampoco pueden sacarse de su época.
Descartada la voladura por imposición del Ayuntamiento, comenzamos las obras de demolición por procedimientos manuales y mecánicos. Se mascaba que íbamos a tener una obra larga y llena de sobresaltos.
Los trabajos se desarrollaron con dos equipos básicos. Uno de demolición mecánica con un par de retroexcavadoras Hitachi provistas de accesorios intercambiables, pinzas de demolición, martillos hidráulicos y cazo de carga. Estos equipos pesados se dedicarían fundamentalmente a la demolición del edificio de fabricación y la carga de los escombros generados en todo el derribo. Otro equipo estaba constituido por un grupo de trabajadores expertos en lo que llamábamos demolición manual, empleando desde herramientas de mano, como marros, picos y palas, hasta martillos neumáticos rompedores de 25 kg de peso, accionados por compresores, junto con pequeños equipos autopropulsados, tipo Bobcat, provistos de martillos picadores hidráulicos y cazos de carga, que podían moverse sin dificultad sobre los forjados de las distintas plantas de los edificios.
Se decía que en América había existido una antigua tribu indígena, los mohawks, cuyos miembros eran incapaces de sentir vértigo, y que los descendientes de aquellos “pieles rojas” fueron unos trabajadores fundamentales en la construcción de los rascacielos neoyorquinos, gracias a esa cualidad.
No había constancia de que nuestros muchachos fueran descendientes de los mohawks, pero no tenían que envidiarles en cuanto a no sentir vértigo y muy especialmente uno de ellos, un tal Ramajo. Este muchacho andaba por las alturas como un gorrión, como si se tratara de un mohawk, capaz de caminar sobre un perfil de 20 cm de ala a 20 metros de altura, como si lo hiciera sobre la acera de cualquier calle, acompañando su rápido paso con las manos en los bolsillos, fumándose un pitillito mientras silbaba o tarareaba alguna alegre tonadilla. Resultaba imposible pensar que este muchacho pudiera sufrir una caída en altura en una obra y menos en ésta, en la que no se daba la oportunidad de tener que caminar sobre ninguna viga aislada.
Por eso, cuando alguien me dijo que dentro de la ambulancia que salía de la obra mientras yo llegaba a ella iba Ramajo, porque había sufrido una caída, no salía de mi asombro. Pero éste fue aún mayor cuando me relataron que la caída se había producido cuando caminaba tranquilamente sobre una terraza visitable de un edificio con suelo de loseta catalana, tan liso como el de la cocina de su casa. Había llovido, el suelo estaba resbaladizo y nuestro amigo Ramajo se escurrió al pisar sobre una pequeña mancha de verdín. Se le fueron los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo, con el resultado de un esguince cervical.
La demolición del edificio de talleres y oficinas requería un especial cuidado, pues dada su posición era fácil que cayeran algunos escombros a la vía. Teniendo en cuenta los horarios de paso de los trenes, trabajando con especial cuidado, con algunas protecciones y contando con una persona situada permanentemente junto a las vías para retirar cualquier escombro que cayera sobre ellas, íbamos desarrollando el trabajo sin grandes sobresaltos, hasta que un ladrillo traidor descolgado de la fachada escogió un camino especial y, rebotando en los diferentes tubos del andamiaje que encontraba en su trayectoria, fue cambiando su natural verticalidad dirigiéndose hacia las vías, hasta atizarle a una conducción de fibra óptica anclada a un lateral de la embocadura del túnel.
Ni una pedrada lanzada con su certera honda y a mala leche por David, el pastorcillo que fulminó a Goliat de un brutal cantazo entre los cuernos, hubiera llegado a atinar a aquella puta fibra óptica, pero sí lo logró aquel ladrillo de mierda dando botes, ¡Y mira que era fina la puñetera fibra y lo difícil que era acertar en ella!
Aquello constituyó un drama, porque el daño se exacerbaba con el desconocimiento que teníamos entonces de lo que era la fibra óptica, que en este caso servía para mantener la conexión entre estaciones y saber por dónde coño andaba el trenecito en cada momento. Y cada cual, como ocurre en general entre los españoles, “pontificaba sobre la mierda sin haberla catado”, dando su opinión sobre las consecuencias del terrible siniestro.
ÍBAMOS DESARROLLANDO EL TRABAJO SIN GRANDES SOBRESALTOS, HASTA QUE UN LADRILLO TRAIDOR DESCOLGADO DE LA FACHADA ESCOGIÓ UN CAMINO ESPECIAL Y, REBOTANDO EN LOS DIFERENTES TUBOS DEL ANDAMIAJE QUE ENCONTRABA EN SU TRAYECTORIA, FUE CAMBIANDO SU NATURAL VERTICALIDAD DIRIGIÉNDOSE HACIA LAS VÍAS
—¿La fibra óptica rota?... Un desastre. Esa fibra es carísima. Eso cuesta una fortuna. Un huevo –decía uno.
—Pero eso no es lo malo –decía otro–. Lo peor es que no se puede empalmar y hay que reponer la línea completa –largaba otro
—No jodas. O sea, ¿que hay que meter los setenta y cinco kilómetros que hay entre Bilbao y Santander nuevos y en un solo rollo? ¿No es mucho? –opinaba un tercero.
—No hombre, no seas bestia. Sólo de estación a estación –decía el que presumía de saber un huevo de esto–. O sea desde Bilbao a Basurto, o así.
Todo giraba en torno al empalme. Y hasta ahí daban nuestros temores, que por suerte eran tan sólo consecuencia de nuestra ignorancia porque la fibra se empalmaba con la misma facilidad que un dieciochoañero con un Playboy.
Un buen día aparecieron en la obra un par de mujeres de mediana edad. Eran hermanas, y con aspecto preocupado nos expusieron que, supuestamente por causa de las obras, una vivienda de su propiedad, situada en el bajo de un edificio próximo de varias plantas, se había inundado de aguas fecales que alcanzaban más de un metro de altura en su interior. Esa no era su vivienda habitual y descubrieron la inundación de mierda que había sufrido el piso cuando los vecinos del edificio dieron la alarma por la pestilencia que emanaba de él.
El nivel del piso se encontraba bajo rasante, por lo que la inundación no se detectó hasta que el fétido caldo alcanzó la puerta de entrada de la vivienda. Pero el problema no terminaba allí, porque la inundación se había extendido a todos los bajos del edificio, ninguno de los cuales estaba habitado.
Todo se debía a que una parte del escombro producido se había colado a través de los pozos existentes en las naves industriales que comunicaban con la red de alcantarillado de la ciudad, taponando ésta. Además, el caudal normal de aguas fecales se había visto incrementado con el agua de riego que veníamos utilizando en la demolición para minimizar el polvo producido en ella.
—¡Andalostia, más agua hay, pues, pero así la mierda está más diluida, oye!
—¡Cagüenlostia!, si habríamos hecho voladura, pues igual habríamos jodido medio barrio, pues, pero de una puta vez, de una sola hostia. Metes cañonazo de cojones y a tomar por culo; ya jodes lo que sea de un viaje, pero en cambio así andaríamos to los días tocando los cojones.
Pero la movida más espectacular consistió en la rotura de un depósito de fuel enterrado, terciadito de combustible negro como el azabache y pegajoso como la miel. Nadie tenía constancia de la existencia de ese depósito, que se encontraba en desuso. Allí quedó cuando se sustituyeron los quemadores de los hornos para emplear otro combustible y hasta la propiedad se había olvidado de él y su contenido. De haberlo recordado, ese fuel habría sido retirado como residuo tóxico, tal como se hizo con el amianto. Y como también las obras de demolición se encuentran sometidas a la inexorable Ley de Murphy, aquella no sería una excepción.
LO PEOR FUE QUE EL COMBUSTIBLE HABÍA IMPREGNADO LAS VÍAS Y EL TREN QUE CIRCULABA CUESTA ARRIBA, DIRECCIÓN A BILBAO, PATINABA BAJO AQUELLA NEGRA LLUVIA.
No recuerdo exactamente la fecha, pero sí que todo sucedió el último día de trabajo anterior a un largo puente durante el cual la obra se encontraría cerrada, sin actividad. Supongo que se trataría de algunas fiestas importantes de Bilbao. Suele ser en esas fechas señaladas cuando por arte de esa ley se producen los sucesos más inoportunos. Son momentos en los que, como decía un amigo, todo te viene de culo, menos el aire, que te viene de frente. Me encontraba en Madrid, en la oficina, cuando sonó mi teléfono. Era mi amigo Ramón.
—Oye, que se ha jodido un antiguo depósito de fuel enterrado que nadie conocía y ha caído todo al túnel del FEVE. ¡Un lío de cojones, pues!
Era un desastre. Por el paso de un equipo pesado al borde del depósito enterrado, se rajó el hormigón de su fondo y el fuel comenzó a escapar por la fisura, con la mala fortuna de que justo bajo él discurriera la manida línea del FEVE con la que ya habíamos tenido algunos encontronazos, entre ellos el de la fibra óptica. El fuel fluyó a través de las grietas del terreno, alcanzando el techo del túnel, chorreando mientras un tren llegaba a esa la zona, camino del centro de la ciudad. Este se encontró con una lluvia de fuel negro, espeso y pastoso que caía sobre los vagones, algunos de los cuales circulaban con las ventanillas abiertas, por lo que muchos pasajeros fueron alcanzados por aquella pasta negra, sin saber de dónde procedía ni a qué se debía.
Pero lo peor fue que el combustible había impregnado las vías y el tren que circulaba cuesta arriba, dirección a Bilbao, patinaba bajo aquella negra lluvia. Avanzando a trompicones, alcanzó al fin la terminal prácticamente con todos los vagones pringados del fuel añejo.
Allí hubo fuel-oil para todos. Tren, vías, pasajeros... Un drama, como luego se supo. Según algunos testigos sufridores del desastre, los berridos, blasfemias y cagamentos de los pasajeros pringados, tronaban con eco por la reverberación de sus voces en la oquedad del túnel, que actuaba como caja de resonancia.
—Cagüenlostia, estos llegan a Bilbao como si serían senegaleses que vendrían en patera, más negros que la antracita –decía uno del FEVE–. Ya llevaríais a todos al Corte Inglés pa comprarles ropa, pues. Oye, que ya podría haber montado aquí una sucursal vuestra compañía de seguros, que todos los días andaríais con hostias, pues –añadía.
Habíamos dado tantos partes a la compañía de seguros que no le faltaba razón.
Por suerte, Ramón se ocupó inmediatamente de vaciar el fuel que aún quedaba en el depósito, evitando la prolongación del desastre.
Y por fin entre aciertos y errores, conseguimos acabar aquella obra, sin que, por suerte, se produjera ninguna desgracia personal grave.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas