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Actualidad

28 Febrero 2023

La Ligamita. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Enrique Rodríguez era conocido como El Cazurro. Ocupaba el puesto de delegado técnico-comercial de Unión Española de Explosivos (UEE) en Barcelona. El apodo se debía a su origen leonés. Era Facultativo de Minas y tenía el complejo de que los Ingenieros de Minas eran seres superiores, y se les debía rendir pleitesía.

Uno de sus clientes más importantes era Minas de Suria, que explotaba un yacimiento de potasa en esa ciudad catalana. Aquellas concesiones mineras fueron inicialmente propiedad de la empresa francesa Compagnie Bordelaise des Produits, de los que algunos españoles heredaron el despotismo con el que los gabachos trataban entonces a los operarios aborígenes, con un estilo humillante, especialmente a sus proveedores, sobre los que tan solo les faltaba ejercer derecho de pernada. Minas de Suria exigía a UEE el suministro y, en consecuencia la fabricación para su uso exclusivo, de un antiguo tipo de explosivo conocido comercialmente como Ligamita, un explosivo sensibilizado con nitroglicerina y trilita, con una textura que podría definirse ambiguamente como semi gelatinosa o de igual manera como semi pulverulenta. Como la nutria, que no se considera carne ni pescado.

UEE pretendía dejar de fabricar ese producto sustituyéndolo por otros explosivos más modernos y seguros, con texturas claramente diferenciadas, ya fueran de consistencia gelatinosa o pulverulenta, y todos ellos sensibilizados tan solo con nitroglicerina.

La fijación de Minas de Suria por la ligamita carecía de cualquier justificación técnica. Este producto podía ser sustituido por la amonita, que ya había sustituido a la vieja ligamita en otras muchas explotaciones mineras, con gran ventaja.

En su cerrazón, Minas de Suria se negó en redondo a aceptar el cambio de la ligamita por la amonita, y exigió a UEE –y UEE aceptó– que la ligamita se continuara fabricando para el consumo exclusivo de aquella explotación minera. El sometimiento a esta exigencia marcó el comienzo de una etapa de prepotencia de los responsables de aquellas minas, que bombardeaban a nuestro buen Cazurro con continuas reclamaciones de todo tipo, a las que el muchacho atendía con un servilismo que propiciaba cada vez más el trato degradante y grosero por parte del jefe de explotación de la mina, un tal García (creo que ese era su apellido), un ingeniero de minas que trataba a Enrique Rodríguez con un cortante y distanciado “usted”, usando solamente su nombre de pila en su trato, mientras que Enrique no le apeaba el “señor” a nuestro nefando García, ni en broma.

EN SU CERRAZÓN, MINAS DE SURIA SE NEGÓ EN REDONDO A ACEPTAR EL CAMBIO DE LA LIGAMITA POR LA AMONITA, Y EXIGIÓ A UEE –Y UEE ACEPTÓ– QUE LA LIGAMITA SE CONTINUARA FABRICANDO PARA EL CONSUMO EXCLUSIVO DE AQUELLA EXPLOTACIÓN.

El director de aquella mina era un tal “don” Bre. Nunca supe si “Bre” era su nombre real, tal vez un nombre francés, un apelativo, o tal vez un mote, pero sí supe que Dios iba a la zaga de “don” Bre, que era casi innombrable y el Cazurro había vivido el prodigio de ver a “don” Bre en carne mortal tan solo una vez desde su ingreso en UEE.

Yo trabajaba entonces en el departamento técnico de UEE y se me encomendó la misión, o sea, el embolado de atender la reclamación que se había producido en aquellos momentos motivada, según el inapelable diagnóstico del “señor” García, por fallos de la ligamita debidos a su mala calidad.

“Don” Bre había telefoneado a nuestro director, José Manuel Ochoa, amenazando con denunciar a UEE ante la Dirección General de Minas si no se solucionaba el problema inmediatamente, argumentando que los fallos del explosivo repercutían sobre la seguridad de la explotación poniendo en peligro a sus operarios. ¡Seguridad! Palabra mágica.

Y yo debía visitarlos para analizar lo que ocurría, cuál era el motivo de esos “fallos” y proponer la solución. En la visita me acompañaría el acomplejado Enrique Rodríguez.

Hacía poco que había terminado la carrera, estaba soltero, sin que la subsistencia de nadie dependiera de mi salario, y en aquella época los ingenieros recién egresados podíamos elegir entre múltiples y variadas ofertas de trabajo, con unos salarios más que dignos. Eso me permitía sentirme absolutamente libre, hasta cimarrón. No me paraban bolas y cantaba el pollo al lucero del alba y eso, aunque intranquilizaba a muchos, resultaba muy útil a otros.

Enrique me esperaba en el aeropuerto de Barcelona y desde allí viajamos a Suria en su coche.

Durante todo el camino observé que el acojone de Enrique era notorio. Temía que si la reclamación prosperaba y terminaba en denuncia, debía prepararse para buscarse otro empleo, y entre tanto lo encontraba debería alimentar a su familia a base de productos naturales, hierbas y raíces comestibles, frutos silvestres y tal vez hormigas de ala, si quería incorporar proteína animal a su magra dieta.

—Pero, coño, Enrique, si el explosivo tuviera un problema de fabricación, desde luego tú no serías responsable. Lo será la fábrica. ¿Qué coño tienes que ver tú en la producción de la ligamita?

—Ya, ya, pero la cosa es evitar que nos denuncien en la Dirección General de Minas –eso era lo que preocupaba a Enrique–. Hay que evitar que nos denuncien. Tenemos que seguirles el rollo y no cabrearlos.

—Pero, Enrique, yo creo que lo principal es saber qué coño es lo que está pasan do –comenté–. Yo no creo que el fallo provenga del explosivo. Estos bandarras están haciendo algo raro con él. Ya lo verás.

—Es posible, pero si por lo menos se usara en otras explotaciones, sabríamos si ese problema era o no del explosi vo –argumentaba Enrique–. Si en otras explotaciones lo usaran y también fallara, lo tendríamos claro, pero en toda España solo lo usan estos cabrones. No tenemos otras referencias.

—Según la fábrica –le razonaba yo–, el explosivo no ha sufrido modificación alguna ni en su formulación ni en el proceso de fabricación ni el encartuchado. Lo que provoque esos fallos se tiene que deber a la manipulación en la carga de los barrenos en los tajos. Estos hacen algo raro.

Nos presentamos en la mina a primera hora de la mañana con una puntualidad exquisita, y tras una interminable espera apareció el tal García. De estatura media y cara redonda como una hogaza de pan rústico de cocción escasa, moreno, de pelo corto algo rizado y rellenito. Pero lo más significativo en él era su gesto agrio, de los conocidos como de mala leche y parla desabrida.

Es costumbre el tuteo entre compañeros de carrera con independencia de la edad, pero aquel tipo no solo no se dignó siquiera a estrecharme la mano, que se me quedó perdida en el aire, sino que durante el resto del tiempo no me apeó aquel distante “usted” que parecía escupir.

Salimos de las oficinas para visitar la mina y observar in situ, en los tajos, el desastre que nos anunciaba. En la puerta nos esperaba un Land Rover abierto, a cuyo volante se encontraba un tipo joven, enjuto y de piel aceitunada que, con gesto atemorizado, mantenía la vista baja, pareciendo no atreverse a mirar a la cara al García de los cojones. Supuse que sería el chófer del jerarca, dedicado además a su servicio de esclavo.

El Cazurro y yo nos acomodamos en el asiento trasero, mientras García ocupaba el asiento del copiloto, y sin ni siquiera haberle saludado, indicó al supuesto sirviente el lugar a donde debía conducirnos.

Durante el camino nos hizo una descripción detallada de todos los defectos que hacían que nuestra ligamita fuera una auténtica porquería. Muchos cartuchos no detonaban, su masa estaba muy endurecida y las voladuras resultaban un desastre, con mal arranque y pésima fragmentación.

Como Enrique me había comentado, aquel desgraciado estaba dispuesto a denunciarnos en la Dirección General de Minas. Aquellos cartuchos sin detonar entre el escombro eran un riesgo para su personal que no podía tolerar.

Intenté hacer alguna pregunta mientras nos dirigía aquella reprimenda, pero me cortó de forma grosera.

—Usted limítese a escuchar –espetó–, porque aún no he terminado de expresarles mis quejas y oírme le vendrá a usted muy bien para aprender...

Aguanté el tipo y no contesté a sus estupideces, mientras intercalaba exabruptos dirigidos al atemorizado conductor cuando manifestaba alguna duda en el camino a seguir en algún cruce de galerías de aquel laberinto.

EL DIRECTOR DE AQUELLA MINA ERA UN TAL «DON» BRE. NUNCA SUPE SI «BRE» ERA SU NOMBRE REAL, TAL VEZ UN NOMBRE FRANCÉS, UN APELATIVO, O TAL VEZ UN MOTE, PERO SÍ SUPE QUE DIOS IBA A LA ZAGA DE «DON» BRE, QUE ERA CASI INNOMBRABLE Y EL CAZURRO HABÍA VIVIDO EL PRODIGIO DE VER A «DON» BRE EN CARNE MORTAL TAN SOLO UNA VEZ DESDE SU INGRESO EN UEE.

Tras un largo recorrido accedimos a una cámara donde ordenó al chófer detener el Land Rover y, poniéndose en pie sobre el piso del vehículo emulando al general Patton dando órdenes a sus tropas, erguido sobre el clásico Jeep, comenzó a señalar los cartuchos de ligamita sin detonar que se encontraban esparcidos por el suelo, entre el escombro de la voladura. Yo había descendido del coche y los estaba examinando.

—¡Mire usted este desastre! ¡Esto es impresentable! –desde su altura me gritaba con desprecio–. El riesgo sobre nuestro personal es intolerable, y estos hechos han de ser denunciados ante la autoridad minera...

—¿Puedes decirme –le interrumpí, utilizando el tú– cómo se cargan los barrenos?

—Eso a usted no le importa –respondió agriamente.

—Eso sí me importa. Y mucho –respondí– y querría saberlo porque si no, resultaría que hemos venido aquí para nada.

—¡Usted! –se dirigió entonces a un operario que se encontraba a mi lado, y que resultó ser un artillero–. ¡Explíquele a este señor cómo se hace la carga de los barrenos!

—Bueno, verá usted –comenzó el artillero–, utilizamos dos o tres cartuchos como colchón, al fondo de los barrenos, que metemos los primeros. Luego metemos el cebo y luego el resto de los cartuchos.

—¿Qué es eso del colchón? –me interesé porque no había escuchado jamás algo así.

—Pues que metemos al fondo del barreno esos cartuchos, sin detonador, para amortiguar la onda –respondió.

—Y luego meten el cartucho cebado con el detonador, ¿no?

—Sí, señor.

—Y en ese cartucho, ¿el detonador que va dentro, apunta hacia esos cartuchos de colchón?

—Sí, señor.

—Ya. Y luego meten en el barreno el resto de los cartuchos, hasta el retacado, ¿no?

—Claro. El resto de la carga y luego retacamos.

—¿Y este sistema lo han usado siempre en la mina?

—No, no. Lo hemos empezado a usar hace poco tiempo.

Estaba absolutamente claro. La onda de detonación en el explosivo es selectiva y se propaga en una dirección. La carga del detonador, situada en el fondo del casquillo de este, explota transmitiendo la onda de detonación en la dirección en la que se ha colocado dentro del cartucho, y esta onda se sigue propagando a los otros cartuchos dentro del barreno, en esa misma dirección, y no en la opuesta. El explosivo situado detrás de ese detonador tiene un tremendo porcentaje de posibilidad de quedar sin detonar, aun estando confinado en el mismo barreno.

Por eso, con la forma en la que esta gente cargaba los barrenos, lo normal era que detonasen tan solo aquellos cartuchos que llamaban “de colchón”, pues hacia ellos se dirigía la onda de detonación, pero no detonasen los que introducían posteriormente.

Como había dicho el artillero, este sistema lo habían introducido en la mina recientemente. A partir de ese momento fue cuando comenzaron a producirse aquellos fallos.

El Reglamento de Explosivos y las Normas Básicas de Seguridad Minera prohibían expresa y taxativamente esa forma de carga los barrenos, que era, exactamente, la manera en la que la efectuaban aquellos tipos.

La normativa especificaba con total claridad que el cartucho cebo, ese en el que va contenido el detonador, se introducirá en el barreno o bien el primero o bien en último lugar, y con el detonador apuntando en uno u otro sentido, pero siempre “mirando” hacia el resto de los cartuchos.

Comencé a explicarme, dirigiéndome al artillero para evitar la vergüenza a aquel petulante, quien, sin tener ni idea de los conocimientos básicos sobre el uso de explosivos, se permitía aquel trato humillante.

—Verá, es que así no se debe cargar –intenté explicar, dirigiéndome al artillero– porque...

—Nosotros cargamos como nos parece oportuno –escupió el “señor” García con su tono despótico– y usted no tiene nada que decir... Tan solo responder ante la Dirección General de Minas cuando les llegue nuestra denuncia.

—Mire usted –ahí la jodió el “señor” García y esta vez fui yo el que utilizó el usted–, este sistema de carga está absolutamente prohibido, precisamente porque da lugar a estas situaciones. Pero, por lo que veo, usted no tiene ni puta idea de ello y con su forma de actuar es usted el que está poniendo en riesgo al personal de la explotación... ¿Y usted dice ser ingeniero de minas? Desde luego es inexplicable que usted haya obtenido el título.

—¡El explosivo falla porque está duro y nada más! –gritaba, histérico.

Ya no lo soporté más. Agarré un cartucho de entre el escombro. La textura era perfecta y tenía al tipo a huevo, allí, envarado encima del vehículo.

—¿Qué? ¿Que está duro el explosivo? –exclamé, mostrando un cartucho mientras lo estrujaba con la mano–. ¿Duro? ¿Duro esto...?

Y se lo largué directo, como una pedrada. Le alcancé en el pecho, perdió el equilibrio, se tambaleó y estuvo a punto de caerse del vehículo.

—Y ahora, “señor” García –remarqué el tratamiento–, voy a ser yo quien va a presentar la denuncia en la Dirección General de Minas, pero contra usted, por incompetente, arriesgando la vida de esta gente.

La cara de Enrique traducía una mezcla de asombro y terror.

—Le mete una bronca al “señor” García y le atiza un cartuchazo que casi lo tumba... ¡Joder, con la atención al cliente! Los dos a la puta calle. Despido fulminante –pensaba Enrique–. Y claro, este cabrón, soltero y sin obligaciones y yo con una familia a la que dar de comer... Mi ruina me ha buscao este salvaje. En maldita hora ha venido aquí. Está loco.

Cuando García recuperó el equilibrio, descendió del coche seguido por Enrique. Yo esperaba que se me viniera encima y me dispuse a atizarle un guantazo si se me arrimaba, pero debió olerse que, dada la diferente corpulencia entre ambos, le iba a acabar cayendo algún sopapo, así que tomó una decisión menos arriesgada.

—¡Lléveselo usted de aquí inmediatamente! –se dirigió al acojonado conductor, mientras me señalaba–. ¡Saque a este individuo de mi mina!

—Joder –pensé–, menos mal que el aceituno sabrá por dónde se sale y me va a llevar hasta la calle, porque si me dejan tirao dentro de la mina, la liamos cojonuda. Me convierto en troglodita, porque me iba a resultar imposible salir de aquí.

Tras advertir a Enrique que le esperaría en el hotel, subí al vehículo. El aceituno no abría la boca, hasta que de pronto levantó la vista hacia mí y susurró:

—Pues yo también soy ingeniero de minas...

Así era. El chaval había terminado la carrera recientemente y había comenzado a trabajar en la mina, recibiendo un trato vejatorio.

—¡¿Cómo?! –exclamé, sorprendido–. ¿Que tú eres compañero y este déspota te trata como a un esclavo? –Increíble, pero así era.

Me fui al hotel y al rato llegó Enrique. La bronca había trascendido hasta el famoso “don” Bre, quien había comprobado que la legislación correspondiente advertía taxativamente de la total prohibición de ese sistema de carga. El tipo se había disculpado con Enrique y quería hablar también conmigo, acojonado por mi amenaza de denunciarlos. Volvimos a la mina y allí nos recibieron, halagadores hasta lo empalagoso, el “señor” García y “don” Bre en comandita.

—Hombre, Langa, encantado –largaba “don” Bre, melifluo cual monseñor florentino–. Ya tenía yo ganas de conocerte personalmente. Yo creo que hay que olvidar este incidente... Son cosas entre compañeros, ja, ja, ja, ¿verdad, García? Pelillos a la mar. No hay que dar importancia a cosillas que no la tienen, ¿verdad, Enrique? Y dejarnos de denuncias...

—Verá usted, “don” Bre, por mi parte... –comenzó a decir Enrique.

—Pero, tutéame, Enrique, por favor –sugería amablemente “don” Bre.

—Y a mí también, Enrique, oye, estamos todos en el mismo barco –añadía García.

Se acabaron las reclamaciones, las quejas y la línea directa con Ochoa.

Enrique Rodríguez se convirtió en el único interlocutor de aquellas gentes, comenzando a recibir un trato más que cordial por parte del “señor” García y el tal “don” Bre, con los que a partir de entonces se tuteaba mientras era invitado a tomar café y pastitas en sus visitas. Enrique entendió ese día que el cliente no siempre tenía razón. Y que un cartuchazo a tiempo hace milagros.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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