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Actualidad

01 Enero 2021

Los corchos explosivos. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

DESPUÉS de haber visto en las páginas de esta revista, negro sobre blanco, algunas de mis más esperpénticas experiencias con los explosivos, me he llegado a preguntar dónde y cuándo surgió en mí la afición a las voladuras, hasta convertir esa actividad en mi profesión, si de pequeño no sufrí ningún golpe especial en la cabeza y mis padres no tenían relación de consanguinidad. Algún hecho despertó en mí la afición a los petardos, tracas, truenos y explosiones en general. Hoy he hecho memoria buscando algún indicio que pueda darme siquiera una pista y he comenzado buceando en mi infancia.

En ella descubrí algunos engaños de los que venía siendo objeto durante esa inocente etapa de la vida, a una edad más temprana de la que hubiera sido deseable. Mucho antes que los chicos de mi entorno, sufrí la desilusión de conocer que los Reyes Magos eran los padres. Conocí también que los niños no los traía la cigüeña desde París, lo cual no me hizo ni fu ni fa, y que la masturbación no producía ceguera, lo que me causó no solo una gran tranquilidad sino una extraordinaria alegría. Siempre fui muy mayor para mi edad.

Lo de los niños y la inocuidad de la masturbación para la vista me lo soplaron los chicos mayores, los más golfos. Lo de los Reyes Magos no se debió a chivatazos malsanos de estos, ni a que yo espiara los sospechosos movimientos y gestos de mis progenitores en las fechas próximas a la Epifanía. Se debió simple y llanamente a mi excesiva envergadura. Al venir al mundo, era tan feo y mi tamaño era tal que mi progenitor sospechó que mi madre había mantenido relaciones extramaritales con el terrible y malcarado gigante Gargantúa y yo pudiera ser fruto de ellas.

A medida que me desarrollaba, las dudas de mi padre se iban disipando. Me iba pareciendo a él, pero mi estatura y corpulencia no se correspondían con mi edad y siempre aparenté ser mucho mayor de lo que realmente era. Resultaba más fácil creer que me pudiera incorporar al servicio militar en breve como voluntario que imaginarme ilusionado y nervioso en una visita a los Reyes Magos entre la tramoya de decorados orientales de algún famoso centro comercial del centro de Madrid. Los Reyes rehuían sentarme en sus regazos y las jóvenes que desempeñaban el papel de pajes me ignoraban negándome sus carantoñas. Debían maliciarse que un bandarra de mi estatura debía tener edad más que suficiente para haber dejado de creer en Sus Majestades de Oriente tiempo atrás y, por lo tanto, o era tonto o me lo hacía para aprovecharme de ellas, recurriendo a las apreturas de la festiva aglomeración para tratar de tentar sus respingones culetes, resaltados por sus ajustados leotardos, imitando calzas medievales, o incluso, si el tumulto lo permitía, ponerles un rabo.

MUCHO ANTES QUE LOS CHICOS DE MI ENTORNO, SUFRÍ LA DESILUSIÓN DE CONOCER QUE LOS REYES MAGOS ERAN LOS PADRES. TAMBIÉN QUE LOS NIÑOS NO LOS TRAÍA LA CIGÜEÑA DESDE PARÍS Y QUE LA MASTURBACIÓN NO PRODUCÍA CEGUERA, LO QUE ME CAUSÓ UNA EXTRAORDINARIA ALEGRÍA

Esa discordancia de mi apariencia con mi edad real daba lugar a frecuentes cachondeos de los amigos de mis padres, que no eran conscientes de esa circunstancia y cuando se enteraban de que yo escribía puntualmente la carta a los Magos, puteaban a mis progenitores.

—Pero, Segundo –así se llamaba mi progenitor–, ¿es que vas a esperar a que a tu hijo le desengañe algún sargento con que los Reyes Magos son los padres cuando haga la “mili”?

—Emilia, hija –así se llamaba mi madre–, ¿no te das cuenta que tu hijo parecía el padre de todos los niños en la cabalgata de ayer?

La vergüenza de mis padres acabó echándome fuera del colectivo de niños que disfrutaban con las actividades a las que los acompañaban puntualmente sus papaítos. No me llevaban a ver a los Reyes, ni en sus tronos ni en la cabalgata, y tampoco a echar la carta en el Buzón Real. Mi padre decía que era mejor enviarla por correo normal, echándola al buzón de la esquina, metida en un sobre con la dirección: Reyes Magos. Oriente.

Así sin más. Ni tratamiento de Majestades, ni calle, ni número, ni ciudad, ni remite. Pero no olvidaba el franqueo y pegaba en el sobre el correspondiente sello, ensalivado con un lengüetazo la cara engomada de la estampilla con la imagen de don Francisco Franco. Como yo creía que era Rey, pensaba que al ver a un colega en el sello, los Magos me darían un trato preferente.

De todos los regalos que los Reyes Magos me trajeron cuando aún mantenía viva mi infantil quimera, antes de que mi progenitor se sincerara conmigo produciéndome el primer gran desengaño de mi existencia, solo uno ha perdurado hasta hoy en mi memoria. Se trataba de una escopeta, y tal vez aquel artilugio fuera la causa origen de mi inclinación a las explosiones. Las típicas escopetas que los Reyes traían a los nenes en esos años, y que yo esperaba recibir por haber sido bueno, eran de dos cañones de hojalata y cuerpo de madera. Eran las que se conocían como “escopetas de corchos”, que imitaban a las de caza. Cada cañón contenía en su interior unas zapatas ajustadas al extremo de un eje metálico, formando un émbolo que se encontraba acoplado a un muelle. El muelle se comprimía empujando la zapata hacia el fondo del cañón mediante una especie de baqueta, hasta una posición en la que se bloqueaba retenido por el correspondiente gatillo, quedando cada cañón listo para el disparo. Los proyectiles eran un par de tapones de corcho que se encajaban en cada cañón. Apretando cada gatillo se liberaba el correspondiente émbolo, la zapata comprimía el aire en el tubo haciendo que cada corcho saliera disparado como el tapón de una botella de champán.

Para evitar que los pequeños extraviaran los corchos o sacudieran algún taponazo en un ojo a algún adulto, estos solían disponer de unas cuerdas que, atadas a una de las anillas en las que se sujetaba la bandolera, limitaban su alcance.

En cuanto puse el ojo encima de la caja que contenía mi escopeta supe que aquella era especial. Dentro había un papel enrollado que mi padre tomó a su cuidado. Se trataba de una simple hoja donde se indicaban las instrucciones para su uso y las precauciones que debía tomarse para evitar accidentes.

Entre tanto, mi progenitora se apuntó al corro y se puso a investigar el contenido de una pequeña caja que acompañaba a la escopetita en su envase original. Allí se encontraba la munición del arma, unos curiosos corchos que tenían un pequeño hueco relleno con una extraña sustancia de un color rosa pálido.

Aquella escopeta gozaba de unas características que la hacían muy superior a las que yo conocía. En esta no existían las zapatas, sino que se sustituían por una especie de agujas percutoras, y tampoco disparaba aquellos corchos convencionales. Comprimidos los muelles y retenidos por los gatillos al igual que en las escopetas de corchos tradicionales, se encajaban estos en los cañones. Al accionar los gatillos se liberaban los muelles y los percutores picaban aquella materia rosa, provocando su explosión.

La primera en comprobar que aquella sustancia rosa era un explosivo tremendamente sensible fue mi progenitora. Mi padre se dispuso a leer aquella hoja, cuya primera advertencia rezaba algo así: “Estos tapones contienen explosivo sensible al roce. Manejar con precaución No manipular bajo ningún concepto”.

Entre tanto, ella intentó raspar aquel producto, metiendo la larga y acicalada uña del dedo meñique de su mano derecha en el hueco que lo contenía, para curiosear de qué se trataba. Cuando mi padre levantó la vista, al llegar a lo de “bajo ningún concepto”, con intención de poner sobre aviso a los presentes, se produjo la explosión. La punta de la uña desapareció sin que se encontraran restos de ella entre las barreduras del suelo. Debió consumirse por combustión. La mujer tuvo suerte de no perder el dedo aunque se le achicharró la primera falange. Debía dolerla tan solo con mirarlo.

Yo temía que mi escopeta acabara hecha astillas y empleada para encender la cocina de carbón en la que se guisaba en casa, pero afortunadamente se salvó, pues aproveché la bronca que se montó entre mis progenitores para escapar a mi habitación con el arma y las municiones, mientras mi padre procedía a hacerle una cura de urgencia a mi madre mientras recibía un alud de reproches, responsabilizándole del accidente y echándole en cara la peligrosidad de la escopetita. Yo no entendía porqué se la liaba a mi padre cuando a fin de cuentas la culpa sería de los Reyes Magos. Igual la había liado el negro.

Aproveché los taponcitos para asustar a todo el que se me ponía por delante, haciendo caso omiso de las recomendaciones que me hacían familiares directos y vecinos de por dónde me podría meter la escopetita, hasta que un día la munición se terminó, lo que me dejó desarmado, triste y desangelado. Me había viciado con las explosiones. Era un adicto.

Mi madre y hermana respiraron tranquilas. Por fin se habían acabado las explosiones extemporáneas y el olor a pólvora que impregnaba la casa como si se tratara de una galería de tiro de la Guardia Civil. Pero mi padre se afanó en remediar mi pena, y sin saber cómo lo consiguió, un buen día apareció en casa con una caja de unos corchos explosivos de procedencia y composición desconocida.

Poco duró mi alegría y también el desasosiego de las mujeres de la casa y vecindario. Para probar la potencia de fuego de los nuevos corchos, los ajusté a los cañones con tanta fuerza como me fue posible y apreté los dos gatillos a la vez para ver qué ocurría. Y lo vi. La potencia del explosivo de aquellos tapones o la cantidad de producto contenido en ellos, o ambas cosas a la vez, eran con mucho muy superiores a los primitivos. La explosión fue impresionante. Cuando se disipó el humo y me recuperaba del susto, mientras escuchaba de fondo las pisadas y aspavientos de mi madre y los reproches de mi hermana, supe que el juego se había terminado para siempre.

Los cañones habían reventado, se mostraban varias grietas en casi toda su longitud y sus extremos estaban abocardados como si la escopeta se hubiera transformado en un trabuco, con los bordes también agrietados. El desastre quedó a la vista de mi madre, que odiaba profundamente aquel artilugio.

—¡Gracias a Dios! –gritaba la mujer– ¡Por fin! ¡Ya se ha jodido la escopetita! ¡Se acabó la historia, coño, que esto parece el frente del Ebro!

—¡Pues me pido otra para los Reyes del año que viene! –se me ocurrió decir.

—¿Qué te vas a pedir otra escopetita de mierda? ¡Tú no te pides nada! ¡Ni se te ocurra! –mi madre no paraba de chillar–. ¡Os vais a la puñetera calle tu padre y tú con los Reyes Magos a dar tiros con la escopetita o a asustar a los camellos!

—¿Pero qué tiene que ver mi papá? –pregunté inocentemente.

Quizá aquella pregunta mía influyó también para que me desvelaran que los Reyes Magos eran los padres, antes de tener que echar también a Melchor de casa.

Yo creo que ahí comenzó mi pasión por las voladuras...

¡Ah, y por la caza!

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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