Skip to main content

Actualidad

01 Enero 2023

Cosas de la Sísmica. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

La petrolera Chevron iba a realizar una campaña sísmica en las sierras cercanas a Molina de Segura. Estos trabajos, dicho de forma simple, consisten en registrar las ondas sísmicas reflejadas en las capas profundas del terreno, provocadas por diferentes cargas explosivas detonadas a poca profundidad. Chevron disponía de unos camiones “todoterreno” que portaban todo el aparellaje de los numerosos geófonos dispuestos en la superficie de terreno, equipos de registro y casetas transportables.

Todas las voladuras generan alarma entre los ciudadanos y es normal que tan pronto perciben las vibraciones producidas por estas en las construcciones de su propiedad, comiencen a buscar en ellas los daños que se pueda haber producido. En ese instante, cuando se observa con atención muros y techos que nunca se observaron antes con detalle, se aprecian viejas grietas preexistentes que, de inmediato, se imputan a las voladuras, aunque existieran desde el momento de la construcción de la estructura y se hubieran producido por motivos que nada tienen que ver con ellas.

Para evitar reclamaciones infundadas, Chevron contrató los servicios de Río Blast para registrar las vibraciones producidas en la superficie del terreno por la detonación de aquellas cargas, certificando que, de acuerdo con la legislación vigente, no alcanzaban niveles que pudieran producir daños en las construcciones, chalets, casetas de huertas, pozos... que se encontraban desperdigadas por aquellas inhóspitas sierras.

Las cargas se dividían en dos grupos. Unas denominadas “napas” y otras “pozos”. En ambas se utilizaba Goma 2 EC y detonadores AI (alta insensibilidad). Las “napas” eran cargas muy pequeñas, creo recordar que del orden de 50 gr, colocadas en tierras y a muy poca profundidad, menos de 1 m. Los “pozos” eran barrenos muy profundos, que, si la memoria no me falla, llegaban a alcanzar hasta 30 o 40 m, cargados con unos 25 kg de explosivo.

En ambos casos, napas y pozos, no deberían dar lugar a problemas de proyecciones en su detonación, las napas, por estar en tierras y con poca carga, podrían producir un bocazo, con un soplado de tierras en vertical, sin más, y los pozos, con el explosivo a esa profundidad y un enorme retacado generarían unas vibraciones importantes pero no podrían dar siquiera bocazos, por lo que no se podía esperar ninguna proyección en su disparo; ni siquiera polvo.

El personal de Chevron había tendido sus líneas de geófonos conectadas con sus casetas de campo y el personal del contratista que había realizado las perforaciones había dispuesto las cargas en los barrenos. Un artillero del mismo contratista iba con el explosor y una línea de tiro, a quien yo acompañaba tomando nota de las características de cada carga (napa o pozo, número, posición, peso...) y coordinaba el momento del disparo con mis dos compañeros de Río Blast, José María Fuentes y Eduardo González, que iban situándose, junto a las construcciones más cercanas a cada disparo, con nuestros sismógrafos montados en un Lada Niva.

Habíamos comprado aquel Lada por tratarse de un 4x4 muy económico, que nos permitiría meternos con los equipos por terrenos complicados. El coche era capaz de subir por las paredes, pero las carreteras no eran para él. Tenía cuatro velocidades cuando los vehículos normales disponían ya de una quinta. Era necesario hacerle el “rodaje”, que comencé personalmente con un viaje de Madrid a Puertollano y vuelta. A la ida no adelanté a nadie (si no contamos los coches parados) y a mi regreso, durante todo el camino, adelanté tan solo a un renqueante camión; y había mucho tráfico.

Eduardo y Pepe eran dos ingenieros de minas sin experiencia alguna en el manejo de explosivos, mientras que en mi caso, mucho mayor que ellos y dedicado a esa actividad desde el instante en que acabé la carrera, había tenido ya múltiples y variadas, algunas muy chuscas y otras menos divertidas, pero, por fortuna, todas, aunque con un final no tan feliz como los masajes tailandeses, nunca provocaron daños personales y algunas se han convertido en estos recuerdos jocosos.

AL APRETÓN DEL BOTÓN DEL EXPLOSOR SUCEDIÓ UNA EXPLOSIÓN BRUTAL. FUE COMO UN BERRIDO QUE LANZÓ HACIA LAS ALTURAS UN CHORRO DE CANTOS RODADOS QUE FORMABAN EL PISO DE LA RAMBLA.

El trabajo duró dos días. El primero nos echamos al campo antes de amanecer, guiados por la gente de Chevron hasta el lugar de los ensayos porque desconocíamos el terreno. Comenzamos con los primeros disparos de napas. Disponíamos una línea de tiro de bastante longitud, más que suficiente para que nos alcanzara alguna pedrada proveniente de la explosión de estas, pero, como era de esperar, aquellas detonaciones eran cual pedos de monja meliflua, produciendo un débil soplado del barreno con un lanzamiento de un poco de tierra al aire.

Poco a poco nos fuimos confiando y reduciendo la distancia de seguridad, acortando la línea tiro hasta disparar situados a unos escasos metros de cada carga. Lo mismo ocurrió con los pozos, que ni siquiera soplaban al dispararlos. Eso lo sabíamos el artillero y yo, pero no Eduardo ni Pepe, que se encontraban muy distantes, dedicados a sus registros.

Aquellos montes constituían un paraje pelado donde los escasos árboles eran olivos o almendros sembrados en las estrechas ramblas entre los montes y alguna chumbera despistada o frutales en huertas en los puntos donde existía algún pozo que permitía el riego.

Llevábamos alguna botella de agua en el coche, pero nada sólido que llevarnos a la boca. Suponíamos que dispondríamos de algún tiempito para echarnos algo al coleto en algún pueblo cercano al recorrido que debíamos seguir, pero nada de comida, y no hubo ni tiempo ni pueblo cercano, apañándonos con lo que pillamos sobre el terreno, higos, granadas... que nos alivió nuestra hambre lobuna.

El segundo día continuó la fiesta, pero con la salvedad de que, después de jurar que nunca más volveríamos a pasar hambre, con más firmeza que Escarlata O'Hara en Lo que el viento se llevó, nos habíamos aprovisionado con gran cantidad de chacinas, embutidos y salazones, pan de hogaza y pirriaque de Jumilla para facilitar su tránsito por el gañote.

A media mañana recalamos junto a una caseta de Chevron, junto con Eduardo y Pepe, para recuperar fuerzas dando cuenta de nuestras provisiones, que se encontraban en el Lada. En la caseta se encontraba un americano al que invitamos (por cumplir) a compartir el ágape, pero el tipo aceptó sin dudar, demostrando manejar la faca con más soltura atacando a los embutidos que hablando nuestro idioma, complicándosele la parla, además, al hablar con la boca llena. El tío atacaba a la manduca como un excursionista rescatado y trasegaba pirriaque como si estuviéramos en el mismísimo desierto.

Nos encontrábamos muy cerca de un pozo, el de mayor profundidad de la serie. Ninguno de los anteriores había “soplado” y este no sería una excepción, y como Eduardo, que era el “científico”, quería estudiar la señal que se generaría en las proximidades de un barreno, donde el impacto traspasara el nivel de “vibración” pasando a ser un “choque”, aproveché la oportunidad.

—Oye Eduardo –le propuse–, podemos hacer un ensayo con los geófonos en la boca del tiro, que lo tenemos al lado. Así vas a tener un registro de un “choque”.

Le pareció buena idea.

—Tranquilos, seguir comiendo y terminar sin prisa –me ofrecí, colaborador–, yo voy colocando todo y os lo dejo a huevo, solo para registrar. De todas maneras registrar desde dentro del coche, por si alguna chinita... Nunca se sabe.

Mientras terminaban el ágape acerqué el coche hasta el taladro dejando todo dispuesto. Pepe y Eduardo subieron al coche por las puertas laterales. Habíamos retirado el asiento trasero y ocupado esa parte con los instrumentos.

Miraban por el cristal trasero tratando de localizar el tiro, que suponían cerca, pero no lo veían. Me miraban haciendo gestos con los que entendí me preguntaban dónde estaba el petardo. Con el índice de la mano derecha les hice señas guiándoles hacia el lugar, justo junto al coche. Tuvieron que arrimarse al cristal, con las caras pegadas a él hasta comprobar que los cables del detonador asomaban muy cerquita del parachoques trasero.

NOS HABÍAMOS APROVISIONADO CON GRAN CANTIDAD DE CHACINAS, EMBUTIDOS Y SALAZONES, PAN DE HOGAZA Y PIRRIAQUE DE JUMILLA PARA FACILITAR SU TRÁNSITO POR EL GAÑOTE.

Se les demudó el gesto. La situación de acojonamiento serviría para decidir su futuro: superar el miedo continuando en la empresa o buscar otro empleo, porque aunque el artillero y yo mismo estábamos cerca del barreno, no podían evitar que el terror se reflejara en sus caras.

Disparamos y, como era de esperar, un tiro ciego con más de treinta metros de retacado y esa carga no llegó ni a soplar, pero la onda de choque sobre la superficie del terreno hizo saltar los geófonos que habíamos situado alrededor de su boca y también al Lada, que pegó un bote importante.

Los muchachos descendieron del coche soltando improperios liberadores de su tensión, cabreados además por el pitorreo que nos traíamos el artillero y yo, divertidos con la broma, que, curiosamente, a ellos no les había hecho ninguna gracia.

Confiados en la inocuidad de las napas y con la andorga repleta seguimos disparándolas sin separarnos apenas de ellas, por la pereza de tender y recoger cada vez la pesada línea de tiro, llegando a una napa perforada en una antigua rambla, junto a unos huertos, donde coincidimos con unos cuantos aldeanos que se aproximaron a investigar a qué eran debidas aquellas detonaciones, quedándose a nuestro lado para presenciar aquel disparo.

Contrariamente a lo esperado, según venía sucediendo en cada napa disparada anteriormente, en lugar de un débil ¡puf!, al apretón del botón del explosor sucedió una explosión brutal. Fue como un berrido que lanzó hacia las alturas un chorro de cantos rodados que formaban el piso de la rambla. Fue como un cañonazo de un surtidito de pedruscos redonditos, de tamaños variados, desde pequeños chinarros hasta piedras como puños de pelotari, acompañados de tierra.

Sin necesidad de consultar a Sherlock Holmes se deducía que a los cornudos que habían venido cargando las napas les habría quedado un sobrante de explosivo que, en lugar de destruir, retornar al polvorín o metérselo por algún orificio corporal propio o de sus progenitores, se lo habían metido a aquélla última napa, más cargada que un pepino del cañón Berta, joya del mismísimo Hitler.

Aunque aquellos curiosos aldeanos no tenían conocimientos sobre explosivos sabían, por la observación de la naturaleza, que “todo lo que sube baja”, maliciándose que aquellos pedruscos que ascendían acabarían descendiendo y mientras que a la subida eran inocuos, a la bajada podrían darles algún disgusto, a pesar de la protección que les brindaba el paño de sus boinas, y, al igual que el artillero y yo mismo, salieron “escopetaos” en diferentes direcciones para distanciarse lo más posible del foco emisor de los pedruscos, antes de que descendieran de nuevo a tierra.

Dado que yo no llevaba casco, boina, gorrilla o capacete que cubriera mi molondra, corría protegiéndomela con el cuaderno (tamaño Din A4) que utilizaba para tomar mis datos. Eso sí: era de pastas duras, ojo, que protege más.

El relato del sucedido con aquella napa traidora hizo las delicias de los presentes y ausentes, corriendo de boca en boca, versionado, corregido y aumentado, con la consiguiente mofa befa y escarnio por parte de Eduardo y Pepe que cruzaban sus miradas reflejando en sus ojos la satisfacción de sentirse vengados por los hados.

Recordé entonces el famoso dicho atribuido a los asturianos sobre los embutidos:

—“Carne en calceta, pal que la meta”.

Llegué a la conclusión de que, lo mismo que en los chorizos, morcillas morcones y botillos del Bierzo... los únicos barrenos de confianza son los que uno mismo carga.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


Artículos relacionados