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Actualidad

01 May 2024

Deformación Profesional. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Prácticamente toda mi vida profesional ha tenido relación con el uso de explosivos. Cursé la carrera de Ingeniero de Minas en la Escuela de Madrid, y mi primera experiencia profesional tuvo lugar en la empresa que entonces se denominaba Unión Española de Explosivos, aunque a lo largo de su historia ha cambiado más veces de nombre que un delincuente de un país del este.

A pesar de que a la finalización de la carrera tenía tres ofertas de trabajo en diferentes empresas dedicadas a actividades más civilizadas, opté por dedicarme al mundillo de los explosivos. No he encontrado entre mis ancestros ningún aguerrido dinamitero aunque, naturalmente, no he podido extender la búsqueda en mi árbol genealógico desde la invención de la pólvora por los chinos hasta mis días, pero ciertamente tenía querencia por la cosa de las explosiones desde mi más tierna infancia.

Digo esto, aunque a la vez no recomiendo a nadie andar rebuscando entre sus ancestros, pues puede encontrarse con sorpresas desagradables. Alguien decía que casi siempre se acababa encontrando entre los ascendientes una monja, un cura, una puta y un ajusticiado y, claro con un agravante muy desagradable, pues como la cosa iba de antiguo, con una forma de recibir el matarile un tanto áspera y poco considerada, o sea, ahorcamiento, garrote, decapitación... o hasta muerto a palos o pedradas a manos del pueblo soberano, siempre dispuesto a una rápida lapidación.

En mi investigación a través de la rama femenina, quedó descartada la existencia de algún episodio de infidelidad de mi madre o relación lícita o ilícita de otros ancestros femeninos con algún artillero de mina, cantera, pirotecnia o asistente de cañón, ni con ningún Tedax, que en su época se llamarían de otra forma, aunque su función fuera la misma. Ni siquiera se llegó a sospechar de alguna relación ilícita con los que tiraban los cohetes en las fiestas del pueblo.

Pero a pesar de no constatar genes pirotécnicos en mi ADN, antes de alcanzar la pubertad ya había reventado la cocina de mi casa un par de veces y una sola vez la de los padres de un amigo. Y fue sólo una, porque no tuve más oportunidades de volver a pisar aquella casa para repetir la hazaña.

No hizo falta que los papás de mi amiguito me vedaran la entrada en su domicilio después de aquella barbaridad. No fue necesaria su prohibición explícita, pues a la vista de los destrozos infringidos en la cocina, comprendí que regresar a aquel lugar entrañaba un grave peligro para mi integridad física y no tuve necesidad de pulsera ni sentencia judicial que recomendara mantenerme alejado de la casa a más de un kilómetro de distancia.

—Oye, José Luis, dime, ¿qué han dicho tus papás cuando han visto lo de la cocina?

—Mi mamá no paraba de gritar y casi le da un patatús. Luego lloraba que se le caían los mocos. Mi papá ha dicho que cuando te pille te mata a hostias, y decía unas blasfemias que no veas. No te las repito por no condenarme al infierno.

Por si me quedaba alguna duda, aquella sutil insinuación era más que suficiente para evitar mi aproximación no sólo a la casa, sino a cualquier lugar que pudiera ser frecuentado por los papás de mi amiguito y donde me pudieran poner la vista encima y luego las manos si me ponía a “tiro de hostia”.

En mi hogar, mis padres lo tenían más difícil, pues no me podían echar de casa, ya que las leyes franquistas no permitían la expulsión de los vástagos del hogar paterno, por muchas cabronadas que estos hicieran. A cambio, los padres gozaban del privilegio legal de poder zurrar a los hijos, a granel o al detal, pero estaba absolutamente prohibido echarlos a la puta calle, con independencia de las barbaridades que pudieran cometer, dentro o fuera del hogar familiar. Sólo estaba, no solamente tolerado sino bien visto, expulsar del hogar a las hijas preñadas en estado de soltería.

—OYE, JOSÉ LUIS, DIME, ¿QUÉ HAN DICHO TUS PAPÁS CUANDO HAN VISTO LO DE LA COCINA?
—MI MAMÁ NO PARABA DE GRITAR Y CASI LE DA UN PATATÚS. LUEGO LLORABA QUE SE LE CAÍAN LOS MOCOS. MI PAPÁ HA DICHO QUE CUANDO TE PILLE TE MATA A HOSTIAS, Y DECÍA UNAS BLASFEMIAS QUE NO VEAS. NO TE LAS REPITO POR NO CONDENARME AL INFIERNO.

Por eso mis padres jamás me largaron a la calle, pues si bien hacía bastantes burradas, jamás volví a casa preñado. Nunca me manifestaron abiertamente el deseo de verme desa parecer del domicilio familiar. Otra cosa era lo que a veces podía leer en sus miradas y sentir con sus sutiles insinuaciones.

—Anda, hijo, que no tengo ganas de que te hagas mayor para que te largues de casa y poder vivir tranquilitos...

—¿Qué quieres decir con eso, papá? ¿Qué insinúas?

—Nada, hijito, nada. Que te queremos mucho...

En la primera ocasión en que volé nuestra cocina no me zurraron, pero en la segunda mi padre me dio de hostias tratando de que no se produjera una tercera voladura. No llegó a matarme, como hubiera hecho el papá de mi amiguito, pero me dio las que quiso; quizá es que me tenía guardadas las que me merecía por la primera vez que reventé el fogón y aprovechó la ocasión para dármelas junto con las que me correspondían por la segunda bestialidad.

Así, consiguió que la “vencida” fuera la segunda, y no la tercera, en contra de lo que reza el dicho popular, reconviniéndome con delicada ternura:

—Y la próxima vez que tengas alguna cosita que explote, te la metes tú en el culito, prendes la mecha y sales corriendo de casa, ¿eh? Echando humito, como el tren.

Yo tomé debida nota de la sutil sugerencia, de que si quería mantener mi vocación pirotécnica debía practicar fuera de las zonas urbanas. Se me cerraban todas las puertas. Pero, como es bien sabido, en España es frecuente llevar la contraria a los progenitores y los hijos de los rojos se convierten en fachas y los de los fachas se apuntan al “rojerío”, y yo, tal vez por eso, dado que mi padre se dedicaba a la venta de máquinas de coser, me hice ingeniero de minas, en la especialidad de Laboreo y Explosivos, por aquello del evidente antagonismo existente entre la Goma 2 y las máquinas de coser Singer.

Estaba predestinado y, aunque en principio, mi trabajo en demoliciones se limitaba a aquellas que se ejecutaran mediante voladura, poco a poco la actividad se fue extendiendo a las demoliciones de todo tipo, tanto a las realizadas por medios manuales como a las ejecutadas por medios mecánicos.

La deformación profesional es un fenómeno real, y yo me di cuenta de ello en cuanto percibí que era incapaz de observar en un edificio cualidad alguna que no fuera de las que podrían aprovecharse para demolerlo por cualquier procedimiento.

—Esteban, mira qué edificio más curioso. ¿A que es muy bonita esa fachada?

—Este, a mano –pensaba yo–. Andamiaje exterior... un encargado con dos cuadrillas, un par de compresores 350 con tres martillos de 30 kilos, y tres picadores, una cargadora Bobcat... Tres meses y me lo cepillaba...

Invariablemente, se me iba la cabeza.

—Sí, es muy bonito. Precioso –respondía para guardar las formas, pero mi cerebro maquinaba sobre la mejor forma de cargármelo.

—¿Has visto cómo ha crecido Benidorm? Es la ciudad de los rascacielos.

—¿Que si lo he visto? Sí, claro. Ha crecido con unas construcciones altísimas. Muy esbeltas –respondía, mientras interiormente me decía a mí mismo: ¡Joder, y cómo están para demolerlos por voladura! Ideales. Cuatro cargas en la planta baja y completos al suelo. Un compresor, seis tíos y pim, pam, pum. Fácil y barato.

—¿Y qué te parece el Museo del Prado? Precioso, ¿no? Es un edificio de 1819. ¡Mira qué belleza!

—Precioso –y ahí me venía a la mente: un par de equipos Hitachi 400 con pinza y martillo y me duraba dos meses. En dos meses el solar limpito.

LA DEFORMACIÓN PROFESIONAL ES UN FENÓMENO REAL, Y YO ME DI CUENTA DE ELLO EN CUANTO PERCIBÍ QUE ERA INCAPAZ DE OBSERVAR EN UN EDIFICIO CUALIDAD ALGUNA QUE NO FUERA DE LAS QUE PODRÍAN APROVECHARSE PARA DEMOLERLO POR CUALQUIER PROCEDIMIENTO.

Era indiscutible que la forma de demolición que más llamaba mi atención, la que marcaba mi especialidad, era la del empleo de explosivos. Prescindiendo de falsa modestia, parece que fui una figura de relevancia en ese campo en España.

Pero, ciertamente, nadie es profeta en su tierra, y aunque se decía en este mundillo que yo era el mejor en este campo, escuché en cierta ocasión a mi primera mujer, mientras hablaba por teléfono con una amiga, responder a su pregunta sobre mis andanzas:

—¿Mi marido? –repetía mi mujer la pregunta de su amiga–. Pues, como siempre, hija, por ahí ¡pegando pedos! Supe en aquel momento que mi matrimonio había fracasado.

Por fortuna, mis hijos tenían una mejor opinión sobre mi trabajo, pero aquella respuesta me dejó meridianamente claro que ante el elevado concepto que mi mujer tenía con respecto a mi persona, nuestra separación estaba sentenciada.

Tras ello, rehíce mi vida con una segunda pareja, mi actual mujer. Era divorciada y contaba con dos hijas de su primer matrimonio. En ese caso disfruté de su consideración, aunque no de la de sus hijas, una de las cuales, al ser preguntada en el colegio sobre la profesión del compañero de su madre, respondió:

—Ingeniero petardero –espetó la criatura.

Pero aquello no mermaba mi afición y reconozco que, de la misma manera que la visión de una fémina sexi me provocaba ensoñaciones eróticas, los edificios me han provocado siempre importantes fantasías demoledoras.

Soy consciente de que esto es de psiquiatra, pero me resulta más cómodo y barato contárselo a ustedes que confesárselo a un loquero tumbado en un diván. Además, hoy, jubilado y viejo, ya no resulto peligroso. No vale la pena curarme... y además, igual soy incurable.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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