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La Mina Fe era propiedad ENUSA (Empresa Nacional del Uranio Sociedad Anónima) y estaba situada en Saelices el Chico, un pueblo cercano a Ciudad Rodrigo, en la provincia de Salamanca. Se trataba de una explotación a cielo abierto situada junto al río Águeda, que comprendía tanto la mina, de la que se extraía el mineral mediante perforación y voladura, la planta de molienda de este y la de lixiviación para la obtención del concentrado de uranio. ENUSA era un importante consumidor de explosivos y su proveedor era Unión Explosivos Río Tinto, por lo que esta distinguía a su cliente con una atención especial, prestándole todo el asesoramiento técnico que pudiera requerir para el empleo de sus productos y diseño de voladuras, como parte de su servicio gratuito de postventa, con el que se pretendía fidelizar a los usuarios a la marca.
Entonces yo era el director de Río Blast, la ingeniería de Unión Explosivos Río Tinto, encargada de ocuparnos de estos trabajos. Ello nos hizo mantener durante bastante tiempo una estrecha colaboración con la mina, tratando de mejorar la calidad de las voladuras, ensayando nuevos explosivos, modificando esquemas y secuencias de encendido, etc.
Mantuvimos un primer encuentro con los técnicos de ENUSA para tratar de plantear la sistemática que seguiríamos para desarrollar nuestros trabajos. En aquella entrevista me reencontré con Segundo González Briones, compañero de carrera y otras fatigas, y conocí a otros notables que tuvieron una importante participación en las aventuras y desventuras que vivimos posteriormente.
Pero el personaje más relevante de la mina era un viejo Facultativo de Minas, Leoncio García, que gozaba de un tremendo poder por haber sido y ser hombre de confianza de un alto cargo de la organización que se encontraba al máximo nivel, muy por encima de cualquiera de los que constituían el organigrama de aquella explotación. Este alto cargo saludaba con gran alborozo a Leoncio y lo distinguía con efusivos y profusos abrazos en sus visitas a Saelices, haciéndolo a la vista de todo el elenco de técnicos y directivos de la mina, superiores de Leoncio. Solía hacer además frecuentes apartes con él, dejando claro con ello que gozaba de su amistad y confianza. Leoncio conocía su poder sobre sus jefes y lo ejercía continuamente, pero con gran sutileza, guardando las formas.
En las reuniones en las que participaba, Leoncio solamente sugería, pero sabía que sus sugerencias eran siempre consideradas y aplaudidas. Las exponía con prudente y pausada voz y las manos entrelazadas sobre el regazo con gesto humilde. Si bien los subalternos se dirigían a todos los jefes con el tratamiento de “señor”, Leoncio era el único que era destacado con el de “don”. Allí fue siempre para todos don Leoncio.
De aquella primera reunión salió una relación de posibles colaboraciones que Unión Explosivos Río Tinto podría ofrecer a ENUSA a través de su filial Río Blast. Los dos trabajos más destacables que llevamos a cabo fueron un estudio de vibraciones y unos ensayos para tratar de mejorar la fragmentación en las voladuras. Durante todos los trabajos y cuando no contábamos con la presencia de don Leoncio, su espíritu sobrevolaba nuestras cabezas, materializado en los miedos de sus adoctrinados seguidores.
Aunque Leoncio era un buen profesional y contaba con la aureola de ser el más experto en explosivos de su organización, abusaba de su fama hábilmente, magnificando todo aquello relativo a la seguridad en la manipulación de estos. Establecía normas que obligaba a cumplir a rajatabla a todo el personal directo de la mina, exacerbando las recomendaciones de seguridad de cualquier tipo, muchas de ellas absurdas, que convertía en exigencias extremas a las que todo el mundo debía someterse, como si de mandatos divinos se tratara. Naturalmente, en todas las actuaciones que llevamos a cabo en la mina contábamos con la colaboración de sus adoctrinados perforistas y artilleros y cada movimiento de cualquier tipo que se nos ocurriera hacer, que no se realizara en la forma y manera prescrita por don Leoncio, constituía para ellos una flagrante transgresión de la seguridad, calificable como acto temerario.
—¡Pero por Dios, señor Langa! ¡¿Qué hace usted?! –exclamaba aterrorizado el artillero, cuyo nombre no recuerdo, pero al que llamaremos Anselmo–. ¡Cómo se le ocurre a usted tocar esa caja de explosivo así, sin más! ¡Antes hay que ir allí, a la entrada de la mina, a descargarse previamente de la electricidad estática en aquella toma de tierra! ¡Son órdenes de don Leoncio!
La toma de tierra era la clásica pica de cobre clavada en el suelo en un pocillo con sal que estaba a trescientos metros de allí.
—Mira Anselmo –le decía yo entonces, armado de paciencia–, con la humedad provocada por la manta de agua que nos ha caído encima y el tiempo que llevamos arrastrando el culo por el suelo, ya nos hemos descargado hasta de la lujuria. Además, eso no es para los explosivos, eso sería en todo caso como prevención en el empleo de detonadores eléctricos, pero no para los que nosotros vamos a usar, que son especiales, de alta insensibilidad.
—¡Que no, que no! –insistía Anselmo–. ¡Que don Leoncio nos lo tiene dicho! Que tenemos que llegarnos hasta allí, hasta la pica y agarrarnos a ella un rato, y luego ya venimos aquí y tocamos el explosivo. Que si no, nos la cargamos. ¡Uy, uy, uy! Como se entere don Leoncio...
Me costó convencerle, pero con mis dotes de persuasión y una explicación técnica entendió.
EN LAS REUNIONES EN LAS QUE PARTICIPABA, LEONCIO SOLAMENTE SUGERÍA, PERO SABÍA QUE SUS SUGERENCIAS ERAN SIEMPRE CONSIDERADAS Y APLAUDIDAS. LAS EXPONÍA CON PRUDENTE Y PAUSADA VOZ Y LAS MANOS ENTRELAZADAS SOBRE EL REGAZO CON GESTO HUMILDE.
—Mira Anselmo –le expliqué pacientemente–, verás, es que yo como soy de la empresa que fabrica los explosivos, los cartuchos me conocen y me llevo muy bien con ellos. A mí me respetan y no me explotan en la mano. Pero a vosotros no os conocen y tenéis que hacer las cosas tal y como dice don Leoncio.
—¡Qué cachondo es usted, señor Langa! –respondía Anselmo, dejándome un ratito tranquilo.
Uno de los trabajos más significativos que realizamos fue la confección de un estudio para evaluar el nivel de las vibraciones producidas por las voladuras en el entorno. Con ello se definirían las cargas máximas de explosivo que podrían contener los barrenos y su secuencia de disparo en las voladuras, para que la vibración producida por estas en el entorno no alcanzara niveles perjudiciales para las edificaciones existentes en los pueblos y cortijos de los alrededores.
El estudio, como todos los de este tipo, se llevaría a cabo disparando barrenos de ensayo, con diferentes cargas explosivas y registrando las vibraciones producidas por ellos, en diferentes puntos del entorno. De los resultados obtenidos, y tras su tratamiento mediante el oportuno cálculo, se podían diseñar los parámetros de las futuras voladuras, para asegurar su inocuidad para las estructuras del entorno, al no superar un límite de vibraciones prefijado.
La operativa se basaba en perforar un determinado número de barrenos en puntos localizados de la explotación, donde se llevarían a cabo posteriormente los ensayos, preferentemente en fechas festivas para no interferir con la actividad cotidiana de la mina. En el trabajo participaron cuatro operarios de la mina, el artillero, el bueno de Anselmo y dos ayudantes para transportar los explosivos hasta los barrenos de ensayo y realizar la carga de estos, mientras que por parte de Rio Blast éramos tres los participantes.
Mientras yo me ocupaba de coordinar la carga de los barrenos y realizaba personalmente su disparo, mis dos compañeros registraban las vibraciones producidas con los correspondientes sismógrafos. Don Leoncio, al no poder estar presente en toda la operativa, encomendó a un tal Enrique García, un joven ingeniero de ENUSA, que se nos pegara durante todo el trabajo, para actuar como su chivato. Enrique era un hombre que vivía aterrorizado. Mientras yo me entendía perfectamente con el artillero y los ayudantes, a los que me había ganado entre bromas y veras, Enrique era irreductible. No cesaba de expresar sus miedos, todos los que don Leoncio había conseguido meterle en el cuerpo con sus absurdas prescripciones.
—¡Cuidado con esa caja! ¡Pero, cómo estás utilizando un cuchillo de acero! ¡¿Qué hacéis?! ¡¿Cómo dejáis caer los cartuchos en los barrenos?! ¡Eso es peligrosísimo! ¡¿Cómo eres capaz de tocar el explosivo sin haberte descargado a tierra?! ¡No podemos usar radioteléfonos con detonadores eléctricos cerca!
No callaba un momento. Afloraban todos sus temores y era como una mosca cojonera, consiguiendo ser un estorbo en el trabajo, en lugar de un colaborador. Yo pretendía quitármelo de encima, pero Enrique no se movía de nuestro lado. Lo teníamos allí clavado permanentemente, mientras se justificaba diciendo que cumplía órdenes directas de don Leoncio.
Cargábamos un barreno, coordinábamos a través de los radioteléfonos con los de los equipos de medida y disparábamos. Ellos entonces registraban la señal. Así íbamos detonando uno tras otro todos los barrenos preparados para las pruebas, seguidos de cerca por el infatigable y aterrorizado Enrique.
Yo accionaba el explosor en todos los casos para coordinar la detonación de las cargas con los aparatos de registro. Utilizaba un explosor “Beethoven” de la mina. Estos equipos funcionan combinando un generador y un condensador. El generador se acciona mediante una manivela. Este proporciona la energía eléctrica necesaria para cargar el condensador. Los detonadores eléctricos se conectan a los bornes del explosor, o lo que es igual, a las placas del condensador. Al accionar el mecanismo de disparo el condensador se descarga a través del circuito conectado, iniciando los detonadores.
EL CONDENSADOR DEL EQUIPO DIO ELECTRONES DE SOBRA PARA TODO LO QUE ESTABA CONECTADO A ÉL, ES DECIR, PARA LOS DETONADORES Y PARA MÍ. ÉRAMOS DOS CIRCUITOS PUESTOS EN PARALELO Y HUBO CORRIENTE ELÉCTRICA PARA AMBOS Y EN ALTA TENSIÓN.
La tensión producida en los bornes de la máquina alcanza 1500 voltios. Esa tensión sería mortal si se aplicara sobre cualquier persona, si no fuera porque el tiempo del paso de la corriente es muy pequeño, tan solo el de la duración de la descarga del condensador, unas milésimas de segundo.
Terminamos la serie de disparos y mientras los operarios recogían los equipos de registro me dispuse a destruir los detonadores que nos habían sobrado, operación que haría solo. Era ya casi anochecido y le pedí a Enrique que me llevase en su todoterreno a la zona donde habíamos dejado preparado un agujero para enterrarlos y destruirlos disparándolos, después de conformar con ellos un mazo con una pequeña carga de explosivo dentro del conjunto que actuase como multiplicador, asegurando así la explosión de todos.
—¡Pero... pero... es casi de noche! –Enrique continuó expresando sus miedos–. ¡No podemos disparar estos detonadores casi de noche...! ¡Dice don Leoncio que solo se puede disparar con luz del día!
Era un absurdo tras otro con unas normas que nada tenían que ver con las específicas oficiales para estas labores. Ni el Reglamento de Explosivos, ni las ITC´s sobre su manejo contemplaban la necesidad de realizar aquellas inútiles acciones. Con paciencia infinita, claridad y extrema delicadeza expliqué a Enrique cuál era la situación:
—¡Enrique: me tienes ya hasta los cojones! –le dije educadamente–. Te puedes ir a tomar por el culo con o sin recomendación de don Leoncio –continué cariñosamente–. Lárgate de aquí y déjame solo de una puta vez porque, por ley, hay que destruir los sobrantes y vamos a hacerlo o te lo llevas tú a tu casa y los guardas en la nevera o pasas por la de don Leoncio y os los repartís entre los dos.
Con estas insinuaciones logré por fin que se callara la boca y salió de najas a esconderse tras el coche. Enterré la carga, conecté la línea al explosor y me retiré unos cuantos pasos para disparar. Enrique comenzó entonces a llamarme de nuevo.
—¡Esteban, por Dios, ponte a cubierto! –gritaba histérico–. ¡Estás muy cerca! ¡Es muy peligroso...! ¡don Leoncio dice que...!
Pensé en atizarle con el explosor en la boca, a ver si de esa manera podía detener su verborrea, pero conseguí contenerme. Luego, ya más calmado podría estrangularlo.
Descompuesto por las voces de Enrique, comencé a girar la manivela observando impaciente el movimiento de la aguja del indicador de carga. El explosor estaba apoyado en el suelo y para mantenerlo en posición estable lo sujetaba con la mano izquierda mientras accionaba el generador con la derecha. La izquierda la había situado sobre los bornes de la máquina, sujetándola durante la carga. Los terminales se encontraban desnudos y mi mano estaba haciendo contacto entre ambos.
El run, run, run, run del ruido del giro del generador se mezclaba con las voces de Enrique que seguía en su línea, hasta que, alcanzada por fin la carga, apreté histérico el botón de disparo, sin haber retirado la mano izquierda de los bornes. Naturalmente, el condensador del equipo dio electrones de sobra para todo lo que estaba conectado a él, es decir, para los detonadores y para mí. Éramos dos circuitos puestos en paralelo y hubo corriente eléctrica para ambos y en alta tensión; nada de miserias. Menos mal que por el sistema de descarga del aparato, el calambre duraba muy poquito tiempo, lo que me permite poder relatar ahora esta desdichada aventura. Los detonadores explosionaron, mientras simultáneamente yo recibía un calambrazo brutal. Salté como si me hubieran impulsado con un muelle. Levité. Mi brazo izquierdo salió disparado hacia arriba quedándoseme bloqueado en la misma postura del saludo que Hitler dirigía a sus tropas cuando pasaba revista, con el antebrazo en vertical, pero no con la mano extendida, sino bloqueada, como una garra, en la misma forma en la que sujetaba el explosor. Supongo que ofrecería una imagen como si me dispusiera a arañar a alguien.
—¡Hostias! –me asaltó el pánico al pensar que mi extremidad se quedara bloqueada en esa postura. ¿Me iba a quedar así para siempre?
Aterrorizado, me bajaba el brazo una y otra vez agarrándome la mano agarrotada con la derecha forzando hacia abajo el brazo izquierdo, pero cuando llevaba aquella hasta mi cintura y la soltaba, el brazo volvía a la posición original como accionado por un resorte, quedando de nuevo como para lanzar un zarpazo. Enrique era el culpable y ahora, para estrangularlo, iba a disponer tan solo de la mano derecha. ¿O tal vez con la cantidad de carga eléctrica, un montón de culombios que me había tragado, podría electrocutarlo agarrándole de los cuernos? Venía ya hacia mí y me observaba con extrañeza viéndome hacer aquellos gestos.
ENRIQUE ERA EL CULPABLE Y AHORA, PARA ESTRANGULARLO, IBA A DISPONER TAN SOLO DE LA MANO DERECHA. ¿O TAL VEZ CON LA CANTIDAD DE CULOMBIOS QUE ME HABÍA TRAGADO PODRÍA ELECTROCUTARLO AGARRÁNDOLE DE LOS CUERNOS?
Dando vueltas a mi alrededor, sin atreverse a tocarme, preguntaba insistentemente por lo ocurrido. Tenía miedo al contacto físico con mi cuerpo por si todavía me quedaba carga residual y se acababa llevando él otro chorro de electrones. Pero en aquellos momentos yo no era capaz de ocuparme de algo más que de tratar de recomponer mi brazo.
Mientras regresábamos a las oficinas, ya vacías, había recuperado la movilidad del brazo, pero me quedaba un hormigueo en los dedos que trataba de mitigar chupándomelos con fruición. Rendido ante la insistente presión de Enrique, entre chupetón y relamido de los dedos, le conté lo ocurrido.
—¡Joder, joder, Esteban! –se lamentaba Enrique–, si ya decía yo que se estaba haciendo de noche... Si cuando don Leoncio dice...
—¡Coño, Enrique! –le dije de nuevo haciendo gala de mi exquisita educación–, no me toques más las pelotas con la puta noche y con don Leoncio de los cojones. Aquí no tiene nada que ver la noche, tengo la culpa yo por poner la mano en los bornes de mierda del explosor al disparar, pero también vosotros, incluido don Leoncio, por tener el explosor con los bornes desnudos, que debéis haber sustituido por alguna razón, quizá porque se rompieron los originales, porque de fábrica vienen protegidos, justo para que esto no ocurra. De modo que mejor te callas, a ver si voy a hablar yo también de vuestra seguridad.
Enrique se la envainó, lo que quería decir que mi sutil parlamento había dado en el blanco. Relaté lo ocurrido a mis compañeros que se ocupan del registro con los sismógrafos.
—¡Coño, pues te ha debido gustar el calambrazo –decían–, porque viéndote como te chupabas los dedos...!
Naturalmente, esto provocó el cachondeo generalizado, al que me incorporé al haber superado el susto. El evento se filtró a todo el grupo, lo que motivó el choteo inmisericorde de Anselmo, el artillero.
—¡Qué, señor Langa –decía el mariconazo–, hoy se irá usted a descargarse a la pica de don Leoncio, ¿no?! Igual tiene usted que tirarse allí una horita agarrado, porque dicen que ha pillao usted más carga eléctrica que una batería Tudor. Igual hoy no nos hace falta el explosor porque puede usted sacar la voladura agarrando los cables con las manos.
Tenía gracia el muy cabrón.
—Anselmo, macho –yo le seguí el rollo–, en la empresa me llamarán el “iluminao”, no por las ideas sino por lo que luzco de noche. Si sigo así me voy a poner intermitentes en las orejas para avisar de los desvíos cuando vaya por carretera. ¡Ven “pa’cá”, cabronazo, que te dé un abrazo...!
—¡Una leche, le toco yo a usted! ¡Ni me arrimo! –contestaba entre risas.
Y al final acabamos todos de jolgorio.
Todavía no se conocían los Táser en España, pero yo ya había probado algo parecido. Era un privilegiado. .
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas