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Actualidad

14 Abril 2019

El abonado. Esteban Langa Fuentes

Árbol

Al terminar la carrera me incorporé a la plantilla de Unión Española de Explosivos. Allí disfruté de un periodo de formación antes de comenzar a ser rentable para la empresa. Me destinaron en primer lugar a su fábrica de Galdácano, donde me colocaron bajo el pupilaje de un Ingeniero de Minas llamado Carlos Iceta. Carlos era entonces jefe de fabricación de detonadores, ejerciendo también como subdirector de la fábrica. Fue una de las personas verdaderamente excepcionales que, contadas con los dedos de una mano, tuve la gran suerte de que se cruzara en la vereda de mi azarosa vida. Vasco, noble, sano, extrovertido, directo y sin recodos. Carlos ejercía de vasco y disfrutaba bromeando con los que denominaba “estos de Madrid”, aunque sus puyas se aceptaban sin enfado, pues eran divertidas hasta para los propios “picados” por el ingenio y el humor con el que las engrasaba.

En cierta ocasión conseguí ganarle una apuesta en la que se empeñó por pura cabezonada, porque no tenía sentido jugarla. Jamás se la cobré. Así podía bromear con él recordándole su derrota en la puja, lo que a él también le divertía y contaba a los cuatro vientos.

—Txomin, oye, ya sabes que este de Madrid me ganó una apuesta, pues.
—Anda, l’hostia, Carlos, pero si estos de Madrid no saben, pues.
—No sabrán, pero este me jodió. Me ganó una comida, oye.

El asunto fue que durante ese periodo formativo, yo venía a Madrid todos los fines de semana, pues mi novia vivía y trabajaba en la capital. A la ida ya iba calentito cruzando Somosierra. Al regreso también, porque iba pensando en la vuelta del fin de semana siguiente. No había autopista ni autovía y el viaje era una aventura, pero en aquella ocasión iba para cuatro días; era un puente del Pilar.

Carlos me preguntó discretamente:

—¿Qué, a Madrid a meter mano a la novia, pues?
—Mano y lo demás. Voy a casarme, pero el lunes ya estoy aquí de vuelta.

Se volvió a su ayudante, Txomin.

—Mira, Txomin lo que dice este, pues –le dijo a Txomin entre risotadas–. Que va a casarse a Madrid, que se casa y se vuelve pa acá echando viruta; al día siguiente, oye.
—¿Qué te apuestas? –le solté con una sonrisa.
—Ya me jugaba yo una cena si casar harías, pues.
—Carlos, no apuestes que pierdes. Que voy a Madrid, me caso y vuelvo.
—¿Tú estás loco? ¿Cómo vas a casar y volver al día siguiente? Si volverías al día siguiente, tu mujer te mata.
—Pues haciéndolo. Voy, me caso y vuelvo. O sea, mejor no apuestes. Pero Carlos no se arredraba por nada.
—Anda, l’hostia, claro que apuesto, oye, ¿pero, cómo hostias te vas a casar, pues?

El lunes me presenté con el libro de familia cumplimentado. Carlos no salía de su asombro. Hojeaba el libro y me miraba asombrado, hasta que lo asumió. Contaba luego a todo el mundo, entre risas, que había perdido aquella apuesta porque “estos de Madrid” estábamos medio locos. Creo que disfrutó él más perdiendo que yo ganando.

—Txomin, anda, l’hostia, oye, que este maricón, que se ha casao, pues.
—Cagüendiós, ¿que te ha ganao la apuesta, oye?
—Claro, si es que estos de Madrid están chalaos, oye.
—Pues ya casaría de penalti, pues.
—Pues igual, oye, pero a mí me da lo mismo que casaría o no de penalti; como si casaría de córner. A mí lo que me jode es que este de Madrid me gane la apuesta, pues.

Carlos, aunque vasco, había cursado la carrera en Madrid por lo que podría ser sospechoso de haberse contaminado por su contacto con los “maketos” y tal vez para borrar esa posible sospecha gustaba de gastar bromas a costa de los de “fuera”, y especialmente a costa de los de Madrid.

Su sentido del humor era más que notable. Recuerdo que en las oficinas centrales de la fábrica había un tipo, un administrativo, creo recordar que era el cajero, un tal Oguiza, que no le caía demasiado bien a Carlos. Cabía suponer que el desa pego era mutuo. Por razones de espacio se fueron moviendo los puestos de los distintos ocupantes de la sala donde se concentraba la parte administrativa, y en varias remodelaciones Oguiza fue cambiando de mesa hasta ubicarse en un puesto justo a la entrada del edificio de dirección.

Un día que yo salía de la oficina acompañando a Carlos, justo al pasar delante de la mesa del susodicho administrativo, tras una corta pero sonora risotada, Carlos le espetó:

—Anda, l’hostia, Oguiza, cada vez estás más cerca de la puerta. Otro envite y a la puta calle, pues.

A mí me hizo gracia la cosa, pero Oguiza ni siquiera sonrió.

Carlos Iceta había matrimoniado con una vasca perteneciente a una familia de pura cepa y rancio abolengo y, como consecuencia de aquella unión, se había agenciado un suegro (en aquellos momentos solo padre de su novia) que por la descripción que Carlos hacía de él, yo le imaginaba como un patriarca de serio rostro, algo adusto, magnífica presencia y carácter un tanto áspero, poco propicio para soportar coñas marineras o de tierra adentro; uno de esos patriarcas que cuando habla sube el pan. No le conocí, pero en mi imaginación le dibujaba tocado con una chapela de tal tamaño que delataría su sangre vasca desde muy lejos. No tan grande como la famosa de Manolo el del Bombo (curiosamente natural de un pueblo de la provincia de Ciudad Real y seguidor a ultranza de la selección nacional e hincha del Valencia), pero no de mucho menor diámetro.

Según Carlos Iceta, entre los más amados y vetustos bienes de su futuro suegro se encontraba un milenario árbol ubicado en un terreno de su propiedad, herencia de sus ancestros, por el que sentía más aprecio y respeto que por el de Guernica y que, según narraba, había sido plantado por un antepasado suyo cuya figura se perdía en la noche de los tiempos, o así. El árbol no presentaba un aspecto saludable, lo que causaba en aquel noble vasco gran pesar y tribulación. Temía que se secara.

Carlos había leído algunas publicaciones, artículos y panfletos que mencionaban que el explosivo podía ser usado en la agricultura para la plantación de árboles y/o su abonado. El tema se trataba en aquellos panfletos de forma muy genérica, casi como para que su lectura sirviera tan solo para incrementar la cultura general del lector. La aplicación en la plantación consistía en la apertura de un agujero mediante explosivos para introducir el cepellón del plantón en él. Además, según el artículo, esa voladura esponjaría el terreno y si el explosivo era de los de alto contenido en nitrato amónico, serviría además para que la tierra quedase abonada. También los “petardos” serían de utilidad para el abonado de los árboles existentes. La técnica a seguir en este caso consistiría en perforar un agujero bajo sus raíces e introducir en él una carga explosiva que, al detonar, esponjaría y abonaría la tierra a su alrededor, revitalizando la planta.

En cuanto a los parámetros a tener en cuenta, o sea, los componentes y cantidades de la receta, eran poco concretos. El explosivo debería ser el “adecuado”, la perforación la “idónea”, el número de barrenos “suficiente” y el peso del explosivo el “correcto”. Todo de una concreción y una claridad meridiana. Aquellos textos parecían haber sido escritos por políticos. Carlos los había encontrado entre todo aquel cúmulo de papeles que cuando llegó a UEE, recién salido de la escuela de Madrid, le había facilitado el jefe del laboratorio de la fábrica de Galdácano, Pedro Luis Uriarte, para que fuera “leyendo algo”. Pedro Luis era un pozo de conocimiento. Aunque ya había cruzado la línea de la edad de jubilación, seguía ejerciendo magisterio desde aquel puesto, aunque brillaba en cualquier lugar por su extraordinaria sabiduría sobre cualquier tema relacionado con los explosivos.

Pues bien, con su mejor intención, entre la información que Pedro Luis facilitó a Carlos, cuando este era un chaval, recién terminada la carrera, se encontraban aquellos papeles sobre la aplicación de explosivos en la agricultura. Pedro Luis Uriarte no podía sospechar entonces las consecuencias que aquellos malditos panfletos llegarían a tener.

El árbol se elevó y fue cayendo despacio, despacito, muy despacito, mientras las raíces se iban rompiendo con crujidos, en tanto que a través de la tierra agrietada surgían los gases derivados de la explosión.

Carlos pensó que agradar al padre de la novia le posicionaría favorablemente cara al momento de pedir la mano de la hija y en lugar de suegro tendría un segundo y amoroso “aita” y le propuso revitalizar el arbolito con tamaña tecnología puntera. El padre le respondió educadamente con el tópico de “que no se molestara”, aunque le hubiera apetecido expresarse con un tajante “métete el explosivo por los cojones, pues”; pero Carlos insistió y también la hija, la “alaba”, para demostrar a su padre, el “aita”, lo inteligente que era su novio ingeniero, lo que justificaba su elección para darle nietecitos, que con aquel papá saldrían listísimos. El hombre, presionado por la hija enamorada, aceptó a regañadientes para complacerla, negándose a escuchar la voz interior premonitoria que le prevenía.

—¡Ay, l’hostia, ya verás cómo la jodemos, pues!

Carlos preparó la voladura, dedicando a ello alma y vida, recordando que el explosivo debería ser el “adecuado”, la perforación la “idónea”, el número de barrenos “suficiente” y el peso de explosivo el “correcto”. Y lo hizo bajo la atenta mirada del “aita” y algunos allegados, si bien las facciones del patriarca transmitían más preocupación que esperanza, que sugerían que un mal presentimiento flotaba sobre su cabeza, mientras su “alaba”, sonreía con arrobo a su novio ingeniero.

Y Carlos maniobró luciéndose, recreándose en la faena de la dirección y ejecución de la maniobra, en la suerte, con la que alegraría la entristecida savia de aquel milenario ejemplar que dada su edad discurría con dificultad por sus vasos leños y liberianos. El esponjamiento y el abonado del terreno por la acción del explosivo lograrían el milagro del rejuvenecimiento.

Perforó, cargó y... ¡pum!

La tierra se resquebrajó y ascendió configurando una pequeña montaña sobre la que el árbol se elevó ligeramente, como queriendo escapar de las ataduras del suelo. Luego se inclinó y fue cayendo despacio, despacito, muy despacito, mientras las raíces se iban rompiendo con crujidos, en tanto que a través de la tierra agrietada surgían los gases derivados de la explosión. El árbol giró hasta quedar tumbado en el suelo con el cepellón a la intemperie, del que también emanaban vapores amarillentos.

— ¡Ay va l’hostia! ¡Si lo ha tumbao, pues! –dijo un mirón.
— ¡Cagüendiós! ¡Si hasta las raíces se han prendido! ¡Mira cómo humea, pues! –soltó otro paisano.

Y ni el “aita” ni la “alaba” tenían palabras. Se había jodido el árbol para siempre.

Al llegar a este punto del relato, Carlos interrumpía la narración con sonoras carcajadas, mientras decía que la culpa de todo aquello la había tenido Pedro Luis Uriarte, el sabio de la liebre, por haberle dado los papeles aquellos que le animaron a cometer esa tropelía, y entre las risas generalizadas, incluidas las del mismo Pedro Luis Uriarte cuando estaba presente, los oyentes le preguntábamos como coño consiguió que aquel hombre le aceptara como yerno después del desastre.

Eso no nos lo contó, aunque las debió pasar más que canutas para recuperar su “estatus” frente al patriarca, que ya dudaría de la posible inteligencia de los nietos que entre este y su hija pudieran darle (pues).

Naturalmente, tanto Pedro Luis como Carlos me facilitaron cerros de fotocopias sobre todos los temas sobre explosivos que consideraron convenientes para mi formación y, entre ellos, también diferentes artículos sobre el uso del explosivo en la cosa agraria.

Jamás intenté abonar con explosivos ni una lechuga.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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