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Está claro que entre los diferentes sistemas que pueden utilizarse para la demolición de estructuras, el de voladura es considerado popularmente como el que presenta mayores riesgos, lo cual no sólo es absolutamente falso sino que, en verdad, podría decirse todo lo contrario.
Pero es cierto que en cuanto cualquier ciudadano, el paisano de la calle (y no digo ciudadano de a pie, puesto que da igual que camine o viaje en cualquier vehículo), escucha la palabra voladura, se echa las manos a la cabeza y piensa en desastres, explosiones brutales incontroladas que producirán terribles proyecciones y destrozos de todo tipo en el entorno.
Puede que sea esta idea la que se puede formar cualquiera a través de las imágenes televisivas de esos atentados terroristas brutales. Puede pensarse que en la demolición de un edificio con explosivo los efectos pueden ser similares.
Esta creencia se extiende también entre algunas autoridades administrativas, que pese a ser incompetentes en esta materia, porque carecen de conocimientos sobre ella, la Administración les considera, en cambio, competentes para permitir o vetar el uso de explosivos en estos trabajos.
Algunos “administradores” consideran que la popularidad del evento puede redundar en beneficio propio, si saben adquirir suficiente protagonismo en él, naturalmente siempre que el resultado sea satisfactorio. Son aquellos que tienen una fe ciega en la capacidad técnica de la empresa que ejecutará la demolición, han tenido experiencias anteriores, propias y/o ajenas, con las que han comprobado la inocuidad del procedimiento o sufren un ataque de egolatría inconsciente, tal que, sin evaluar la capacidad del ejecutor del trabajo, no prevén que un fallo del procedimiento que dé lugar a algún accidente se volverá invariablemente contra ellos. En este caso se trata de tipos inconscientes irredentos.
Otros, sin experiencias anteriores y con previsora desconfianza o con malas experiencias, desechan directamente el sistema de voladura. Esos cautos “administradores” temen verse personalmente involucrados en problemas por autorizar, por promover, por crear, por hacer, en resumen, por facultar alguna acción que facilite el proceso, mientras que el inmovilismo defendido mediante trabas, silencios e inacción no le producirán quebranto alguno y entienden que dificultar una autorización no les provocará problemas, y digo dificultar, que no “denegar”, mientras que la autorización puede crearles situaciones difíciles.
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Y es que las solicitudes de autorizaciones para la realización de voladuras de cualquier tipo generan siempre inquietud en los encargados de otorgarlas, pero aquellas que se refieren a las demoliciones de edificaciones en ciudad generan mucha más intranquilidad, contando además con que la supuesta responsabilidad de los administradores se extiende a muchos más actores, personajes y personajillos o al menos así lo perciben ellos.
Porque, aparte de las delegaciones del Gobierno, direcciones provinciales de Industria, Intervención de Armas de la Guardia Civil y los servicios de Minas de las Comunidades Autónomas correspondientes, que son los actores responsables de la información favorable o desfavorable para autorizar el evento, meterían también la cuchara en este caso las alcaldías, con las concejalías de Seguridad y de Urbanismo, la policía nacional, la policía local, Protección Civil... y hasta los vecinos de las edificaciones del entorno, porque todos se sienten afectados y el evento les puede producir consecuencias ya deseables o indeseables.
Hagamos un ejercicio de imaginación analizando los íntimos pensamientos que pueden darse en las mentes de algunos a los que va a afectar esa demolición por voladura, aunque no sean los responsables de la concesión de su autorización.
Supongamos un escenario en el que se desarrolla una partida de cartas, una timba de mus, por ejemplo, en la que cuatro satisfechos comensales juegan tras haber disfrutado de una abundante y sabrosa comida, regada con un buen pirriaque, en una ciudad cualquiera de nuestra piel de toro, en un conocido restaurante-bar frecuentado por los más notables del lugar.
En la justa forman pareja (casi estable por la costumbre) el alcalde y el comandante de puesto de la Guardia Civil, mientras el jefe de la policía municipal y el delegado de protección civil conforman la pareja rival. Acompañan el juego con cubatas de ron añejo, gin-tonic, algún orujo y pacharán. Son felices, viven tranquilos y no tienen problemas que les hagan perder el sueño.
Imaginemos ahora que en ese momento se produce mi entrada en escena con una copia de mi proyecto de demolición por voladura bajo el brazo, cuyo original acabo de presentar en la delegación o subdelegación del Gobierno, junto con las instancias correspondientes para la tramitación de su autorización.
—Buenas tardes, señores. Verán, es que en la delegación del Gobierno me han indicado que estarían ustedes aquí y he aprovechado para informarles que nos han encargado la demolición por voladura del antiguo hospital de la ciudad, el que está en la calle principal esquina a la plaza que...
—¿Voladura? ¿Aquí? –piensa el alcalde–. Pero... pero... ¿Me van a joder estos? ¡La madre que los parió! Yo estoy aquí tan tranquilo, vivo feliz sin problemas y ahora me aparecen estos a tocarme las pelotas con los petardos. Vamos a ver cómo me los quito de encima. Que se vayan a poner los cartuchos en el culo de su padre.
El comandante de puesto piensa de igual manera.
—¡Me cago en la madre que los parió! Me vine del País Vasco por los atentaos y ahora me van a joder estos con el problema del explosivo aquí. Que si vigilancia, que si transportes. ¡Hay que joderse! ¡Ya podían tirar el edificio con los cuernos de su padre! Les podían dar por retambufa a todos.
—¡Vaya por Dios! –masculla para sus adentros el de la policía municipal–. Ahora se forma el cristo. Vigilancia, cortes de tráfico, protestas de los vecinos. ¡Ya están tocándome los cojones!
Todos lo piensan así, pero no lo expresan verbalmente con ese léxico porque son unos tipos educados (no como yo) y son muy correctos en su parla pública, aunque en privado se permitan mayores licencias groseras y cuando hablan para sí mismos profieran blasfemias, juramentos, reniegos y cagamentos de toda índole. Como todo el mundo, y si no, al menos como la mayoría del mundo.
El de protección civil en cambio, atisba en el evento una posibilidad de lucimiento y protagonismo. Es el único que no pone pegas y a la hora de la verdad pretenderá estar presente en primera línea metiendo la nariz en todas partes para presumir entre sus convecinos de la importancia de su misión, importancia que se hará más notoria y justificada si ocurre algún percance que le obligue a intervenir.
Naturalmente nada de esto ocurre cuando la demolición se ejecuta por medios mecánicos, simplemente porque ninguno de estos próceres tendrá nada que ver en el asunto, salvo el alcalde, pero una licencia de derribo sin petardos no representa para el edil responsabilidad alguna.
Por ello, es posible que estos “afectados colaterales” traten por todos los medios de boicotear el sistema poniendo todas las trabas posibles para evitar su aplicación.
Pero también, dentro de “las autoridades competentes”, las responsables de conceder la autorización o vetar el procedimiento, existen auténticos especialistas en impedirlo (que no denegarlo). Algunos son auténticos habilidosos en no mojarse ni buceando en cueros y simplemente ponen trabas, pero no deniegan nada, porque denegar una autorización permite el establecimiento de un recurso, pero chotear al administrado con demoras y papeleos no permite ninguna defensa al “toreado”, y putear al administrado es toreo de salón frente a cuernos inofensivos y la experiencia demuestra que hay muchos funcionarios expertos en el arte de aburrir al administrado.
Tuve ocasión de sufrir en mis carnes una actuación especial de ese tipo en el intento de obtener la autorización para realizar la demolición por voladura de la chimenea de la antigua fábrica de Celofán de Burgos.
Uno de los funcionarios de la Comunidad de Castilla y León que tenía que informar el Proyecto de Voladuras, se dedicó a requerir “estudios complementarios”, llegando a exigir la confección de uno evaluando el riesgo que podría representar para el entorno los posibles hollines que podrían desprenderse en la caída de la chimenea, así como la demostración de que las vibraciones producidas, tanto por la voladura en sí como por el impacto de la chimenea contra el suelo en su caída no producirían daños a las estructuras del entorno. Uno tras otro realicé los correspondientes estudios que justificaban mediante números lo que la experiencia evidenciaba: no existían riesgos.
Aburrido y en vista de que mi cliente no comprendía lo que estaba ocurriendo, creyendo que el problema se debía a mi incapacidad para confeccionar un proyecto correcto, telefoneé al funcionario para esclarecer la situación. Teniendo la potestad de denegar la autorización y entendiendo que eso era lo que de alguna manera pretendía, le rogué que informara el proyecto en ese sentido, desfavorablemente, terminando con una carrera de obstáculos que no tenía fin y que me estaba dejando ante mi cliente como un imbécil incapaz de llevar a cabo aquel trabajo.
—Mira, podemos terminar con este asunto. Tienes la potestad de realizar un informe desfavorable con el que me denegarán la autorización y habremos terminado.
Mi cliente lo entenderá, no se llevará a cabo la voladura y no perdemos dinero ni tiempo, ni tú, ni yo, ni el cliente. La respuesta de aquel tipo confirmaba su talla.
—De eso nada. Yo no voy a informar el proyecto desfavorablemente. Simplemente te voy a pedir papeles y más papeles hasta que te aburras.
Durante mi vida había escuchado de todo en boca de los administradores tratando de escurrir el bulto, pero esta era la primera vez que alguien me había respondido descaradamente con este cinismo.
Con ello me quedaba claro que mientras una autorización dependiera de aquel tipo, yo no conseguiría nunca hacer una demolición por voladura en Burgos, ni la de la caseta de un perro. Me sentí liberado para expresarle mis sentimientos, que en tantas ocasiones había tenido que contener sin exteriorizar. Podía hacerlo sin cortapisa ni muro ni valladar alguno pero, por supuesto, con el mayor respeto y consideración: —Verás, cacho cabrón –le dije, educadamente–, ya no te voy a hacer un papel más, o sea, que ya me he aburrido y desde ahora se los vas a pedir a tu puta madre. Pero ten en cuenta que si me ves venir en Burgos por la acera por la que circules, cambies a la de enfrente y de dirección echando leches y te metas donde yo no pueda verte, porque si me cruzo contigo me voy a ir derecho a por ti y te voy a meter un “mantecao”, sólo uno, que vas a tener que mirar el carnet de identidad cuando te despiertes para saber quién coño eres.
—¿Me estás amenazando? –me preguntó.
Debía ser un poco retrasado, porque después de mi precisa y conciliadora plática aquella pregunta estaba fuera de lugar.
—Pues claro, gilipollas –le aclaré, cariñosamente–. ¿Es que no se me entiende? Si quieres te hago un plano para que te hagas mejor idea de por dónde te va a venir el guantazo que te voy a meter si te encuentro.
Podía hacer aquella oferta a aquel desgraciado, porque no tenía nada que ver en la demolición de todas las instalaciones restantes de la fábrica, sino que su competencia se ceñía exclusivamente al uso de explosivos en la demolición de la chimenea, y ofrecerle una hostia, dada la situación, no afectaba para nada al trabajo en general. Tan sólo habría que demoler la chimenea por medios mecánicos, lo que le costaría una fortuna a la empresa adjudicataria de la demolición de toda la fábrica. Me facilitaba también el ofrecimiento de la agresión la circunstancia de que aquel comemierdas era bajito y enclenque.
No me crucé jamás con él. Nunca sabré si de verdad le hubiera atizado si me lo hubiera echado a la cara. Él tampoco, pero seguro que durante algún tiempo caminó más atento a los viandantes con los que se cruzaba por las calles de Burgos. Y yo me sentí liberado de mis frustraciones anteriores en las que no pude expresar mis sentimientos.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas