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El toro de España, delirios de agosto. Enrique Pampliega
Amanece otro día de agosto, de esos que huelen a alquitrán derretido y a persianas bajadas, y cuando uno pensaba que ya estaba todo visto –desde incendios bíblicos hasta alertas alienígenas–, va y salta la noticia: la Academia Española de Tauromaquia propone levantar un toro de 300 metros de altura. Sí, han leído bien. Un coloso en honor al animal que, nos guste o no, lleva siglos embistiendo en el imaginario de lo español.
Y lo digo con respeto. Porque uno podrá ser más o menos taurino, pero negar que el toro forma parte de nuestra historia, cultura y estética es como negar el sol en agosto. El toro ha sido pintura, escultura, literatura y hasta silueta negra recortada en el horizonte, vigilando autovías como un vigía ancestral. Ahora bien, de ahí a levantar una escultura de 300 metros –más alta que la Torre Eiffel, más desafiante que la Estatua de la Libertad– hay un trecho que exige cierta pausa y la inevitable pregunta: “¿De verdad vamos en serio con esto?”. El proyecto, llamado El Toro de España, no es un capricho ni una ocurrencia veraniega, sino una iniciativa seria, con vocación de icono global.
La intención es clara: mostrar al mundo, sin complejos, uno de nuestros símbolos más reconocibles. En lugar de copiar modelos ajenos, levantar un coloso propio, poderoso, que diga “aquí estamos” con voz de trueno y pitón enhiesto. En un tiempo en que andamos siempre justificándonos, temerosos de ofender o de parecer antiguos, la propuesta es, como mínimo, valiente... o bizarra, según se mire.
El proyecto está en fase de estudio. Madrid ha declinado la oferta –quizá por falta de espacio, quizá por exceso de escrúpulos– y ahora hay varios municipios de Castilla y León que han levantado la mano: Ciudad Rodrigo, Toro, Benavente, Ledesma, Burgos... todos con una tradición taurina a sus espaldas y el terreno suficiente para acoger al coloso.
Naturalmente, no todos lo ven igual. Hay quien lo celebraría con vítores y pasodobles, y quien lo afearía con gesto torcido. Y así somos, por suerte: un país donde la discrepancia no es debilidad, sino rasgo de identidad. Aquí se discute por todo: por un toro, un himno o una tapa de ensaladilla. Y bendita sea la costumbre.
Quizá el secreto esté en el equilibrio. Que el toro gigante no provoque, sino convoque. Que no se alce contra nadie, sino en favor de algo. Que no sea solo hierro y hormigón, sino también memoria, archivo, pedagogía. Que en sus entrañas quepan exposiciones, debate, cultura. Y que se respete al que discrepa, pero también se honre al que lo celebra.
NOS PUEDE PARECER EXCESIVO, INCLUSO CÓMICO… PERO TAMBIÉN PUEDE CONVERTIRSE EN UN NUEVO FARO, UN HITO, ALGO QUE NOS RECUERDE DE DÓNDE VENIMOS. QUE ESTAMOS AQUÍ, QUE NO RENEGAMOS DE LO QUE SOMOS, Y QUE PODEMOS MIRAR AL MUNDO CON LA CABEZA ERGUIDA.
El toro, al fin y al cabo, no es solo animal ni simple símbolo: es una metáfora viva, un emblema con sangre, músculo y memoria. Representa la fuerza, la bravura, ese carácter indómito que, cuando se nos cruza el cable –y se nos cruza a menudo– también nos define como pueblo. No conviene olvidarlo: la Fiesta está reconocida como patrimonio cultural desde 2013, y sigue congregando a millones de fieles que entienden que en esa liturgia antigua hay algo más que arena y sangre. Hay rito. Hay identidad. Hay arte.
Nos puede parecer excesivo, incluso cómico... pero también puede convertirse en un nuevo faro, un hito, algo que nos recuerde de dónde venimos. Que estamos aquí, que no renegamos de lo que somos, y que podemos mirar al mundo con la cabeza erguida, el morro firme y el orgullo por delante.
Y si no sale adelante, tampoco pasa nada. Nos quedará el debate, la sobremesa, el chiste de bar y la portada del Jueves. Pero si un día la mole se levanta, quizá veamos autobuses de turistas japoneses y estadounidenses desembarcando en mitad de Castilla para fotografiarse bajo el vientre del toro, mientras compran abanicos, imanes y embutido.
Sin duda, allá donde eche raíces el coloso, brotarán restaurantes que sabrán estar a su altura, con carta seria y sin concesiones. Rabo de toro guisado como Dios manda, regado con un tinto con cuerpo –no ese vino peleón que se sirve junto a la paella de chiringuito–. Que aprendan lo que es sentarse a la mesa con fundamento: cocido madrileño, tortilla con callos, judiones de La Granja, migas con torreznos, bacalao al pil-pil, fabes con almejas, gachas manchegas, alubias de El Barco con chorizo... Platos que se agarran al alma, no al cartón del menú turístico.
Y entonces alguien dirá, con la boca llena y la servilleta al cuello: “¿Ves? Al final, no era tan mala idea”.
Yo, por mi parte, seguiré leyendo bajo la sombra –no de un toro gigante, sino de una higuera–, esperando la próxima genialidad del verano. Que esto, amigos, apenas empieza. Agosto es largo, la imaginación nacional inagotable, y cuando el calor aprieta y el aire huele a serrín y aceituna, España se convierte en el país más surrealista –y entrañable– del mundo. Y eso, créanme, también es parte de nuestra grandeza.
Enrique Pampliega