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Actualidad

01 May 2025

Los gayumbos de la dictadura. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Aunque los eslips fueron clasificados por los españoles como auténticas mariconadas a su salida al mercado, su uso acabó imponiéndose en la espartana España en sustitución del recio calzoncillo de pata de áspera tela de sarga, aunque este cambio no fue debido a motivos estéticos, sino a razones puramente prácticas.v La primera vez que vi un eslip fue allá por 1955. Yo estudiaba en un colegio de curas, de los Padres Escolapios, en la calle Donoso Cortés, de Madrid. Tenía entonces diez añitos y a mitad de curso se incorporó a mi grupo un alumno extranjero. Debía ser hispano, porque aunque hablaba español lo hacía con un marcado acento sudamericano; o tal vez fuera cubano; o mexicano; o era que tenía alguna deformación en la boca, aunque no debía tratarse de eso, porque también usaba vocablos totalmente novedosos para los aborígenes que formábamos el grupo.

Fue al desnudarnos en el vestuario para asistir a clase de gimnasia cuando la criatura, en su estriptis para vestir su ropa uniformada para esa disciplina, apareció ante nuestros ojos vistiendo una prenda interior que tenía idéntica forma a las bragas que nuestras madres y hermanas colgaban en los tendederos de nuestros hogares y de un tejido de aspecto nada agresivo, mientras todos los demás lucíamos los recios calzoncillos crecederos, de pata ancha, bragueta larga y tela áspera.

—¡Joder! ¿Habéis visto a ese? –decía uno.

—¡Si lleva bragas! ¡Tiene que ser maricón! –decía otro.

—Pero no tiene voz ni gestos de niña –decía otro más.

—Para maricón de verdad, el padre “Bolita”, que mete mano en el confesionario a todo el que puede –espetaba alguno entre el barullo.

Y en efecto, el padre Bolita era maricón, pero el muchacho no. Simplemente ocurría que en su tierra se había acabado con la agresión a los órganos sexuales masculinos con aquellas telas y hechuras de los calzoncillos españoles, pero tuvieron que trascurrir muchos años hasta que nosotros llegamos a aceptar que llevar los componentes del paquete, bolsa escrotal, glande, prepucio, pucio y postpucio mortificados por el rozamiento de aquella áspera tela, sarga o retor moreno, no tenía nada que ver con la hombría ni con la tendencia sexual.

Tener el escroto áspero y escoriado como mano de alicatador o yesista no debería ser un signo de virilidad y por fin los varones llegamos a la conclusión de que cualquiera podía ser muy hombre sin necesidad de lijarse los bajos con aquellos ásperos tejidos.

TUVIERON QUE TRASCURRIR MUCHOS AÑOS HASTA QUE ACEPTAMOS QUE LLEVAR LOS COMPONENTES DEL PAQUETE, BOLSA ESCROTAL, GLANDE, PREPUCIO, PUCIO Y POSTPUCIO MORTIFICADOS POR AQUELLA ÁSPERA TELA NO TENÍA NADA QUE VER CON LA HOMBRÍA NI CON LA TENDENCIA SEXUAL.

Usando eslips de suaves telas se podía ser tan varonil como bujarrón usando calzoncillos de pata y bragueta larga y de tela de arpillera. El paño y el modelo no guardaban relación con la tendencia sexual.

Ocurría, además, que cualquier empalmamiento o trempado sufrido por razón de algún calentón con aquellos calzoncillos de pata, era perfectamente perceptible y casi audible, por los crujidos que producían aquellas telas, y la amplitud de su bragueta era tal que resultaba prácticamente imposible mantener la tranca en su interior, que siempre ocupaba el espacio entre el calzoncillo y el pantalón, colgando lánguidamente entre estas prendas en estado de reposo, pero marcándose de forma ostentosa en el pantalón a la menor excitación. A la mayor excitación la marca era de escándalo. El eslip vino a liberar a los varones de estas servidumbres, pues nos libraba del escoriado de los bajos gracias a la suavidad de sus tejidos, a la vez que reducía las señales exteriores de aquellos levantamientos agresivos de nuestras trancas, que crecían entonces en dirección al ombligo, mantenidas enhiestas en vertical por la presión de aquellas prendas, actuando la hebilla del cinturón como tope de su elongación.

Como españolito de la época, viví y sufrí las servidumbres de los calzoncillos de pata de retor moreno durante mi infancia, pubertad y parte de mi juventud, disfrutando posteriormente, por fin, de su erradicación y su sustitución por el eslip de suave tejido. Durante aquella primera época de mi reprimida existencia tuve, como muchos amigos, gran número de vivencias en las que me vi comprometido por culpa de aquellos recios calzoncillos, pero que con la edad, la memoria ha transformado en chuscas anécdotas. Creo que los de mi generación vivimos la época de mayor frecuencia y actividad trempatoria bajo la atenta y estricta vigilancia, casi inquisitoria, de la santa iglesia católica, respaldada por la dictadura.

Esa etapa es recordada como un tiempo en el que, aunque la religión consideraba que follar era un pecado, los españoles lo considerábamos un milagro, cuya escasez nos llevó a muchos a acabar con las huellas digitales marcadas en nuestros penes de forma casi indeleble, debido a los excesos de la aplicación al miembro viril de episodios de “amor propio”.

Los adolescentes, nos encontrábamos permanentemente amenazados por la tentación con la que el demonio pretendía arrastrarnos a caer en el más grave pecado, que nos podría llevar al infierno de forma fulminante: el sexo en todas sus versiones, tanto practicado, en cualquiera de sus formas, la masturbación o el simple deseo. Pensar el ello y hasta soñarlo o sufrir un trempamiento matinal funcional involuntario, eran motivos para salir echando virutas al confesionario más cercano, ya que si te sorprendía la parca sin confesión, ibas a ver a Pedro Botero ipso facto.

Como a esas edades lo habitual era amanecer con el pirulí en estado de turgencia, y la masturbación era la única manera de calmar nuestros ardores, las colas en los confesionarios de los colegios de curas eran de longitud similar a las que se originaban con las cartillas de racionamiento en los “Ultramarinos”, en los años del hambre.

Las confesiones constituían auténticas entrevistas en las que las preguntas de los curas profundizaban en todas las particularidades del evento. Inquirían todos los detalles de los sueños. Pedían la descripción de los encantos de la vecinita a cuya salud te la habías pelado e incluso requerían detalles del sueño, si se había tratado de un trempamiento por motivos oníricos. Lo único que no recuerdo que preguntara el cura de turno era el número de pulsaciones ni la velocidad y amplitud de las emboladas a las que habías sometido al hermano calvo hasta conseguir el anhelado disfrute. Para mí que aquellas confesiones servían a algunos de esos confesores como eróticos relatos para servirse de ellos como inspiración para acompañar sus episodios de “amor propio”.

No podría decir si por suerte o más bien desgracia, pero creo que mi capacidad de trempamiento se encontraba por encima de la media del reprimido adolescente español porque desde muy pequeño, a la mínima, sin mediar palabra, ni siquiera intención, sino espontáneamente y sin motivo destacable, sin venir a cuento, se me incrementaba la turgencia del miembro viril, provocándome situaciones comprometidas.

Aquello no fue un don, sino una maldición, porque andar todo el día trempando a la primera de cambio y sin mediar motivo, más parecería tratarse de una dolencia de las denominadas “enfermedades raras” que de una cualidad de la que pudiera sentirme orgulloso. Quizá yo no había resultado de buena calidad y desde mi nacimiento tuviera algún defecto de fabricación. Algún problema en alguna neurona o nervio que enviara órdenes por su cuenta a mi muñeco, porque, como si de un “cable pelao” se tratara, allí se producirían contactos ocasionales de forma inesperada, con o sin estímulo.

En mi generación, los varones cumplíamos diferentes etapas en nuestras vidas señaladas por el tipo de pantalón que nos obligaban a vestir. Los “pequeños”, críos hasta aproximadamente los catorce años, vestíamos pantalón corto; pantalones bombachos entre los catorce y los dieciséis y pantalón largo a partir de éstos, pero los calzoncillos eran iguales, aquellos de pata corta y ancha, bragueta larga y tela áspera como la lija, de los que ya hemos hablado con anterioridad.

Tanto era así, que los pantalones de los muy pequeños ni siquiera tenían bragueta y la micción se realizaba sacando la minina por debajo de la pata, minina que siempre se salía de los calzoncillos, quedando cubierta tan sólo por el pantalón. Esto permitía que se refrescara en verano, pero también sufría las bajas temperaturas invernales. En ese estado de cosas, cualquier trempamiento resultaba especialmente vergonzante para el sufridor, porque, por la escasez de tela en la pata del pantalón, podía darse el caso de que algunas posturas llegaran a hacer visible el correspondiente muñeco, asomando al exterior por el bajo de la pata del pantaloncito.

YO ENVIDIABA A MI AMIGO Y A TODOS AQUELLOS QUE, COMO ÉL, GOZABAN DE ESTA CUALIDAD, SIENDO CAPACES DE ALCANZAR UN ORGASMO BAILANDO, PORQUE A MÍ ME RESULTABA IMPOSIBLE DISPARAR LA ESCOPETA.

Sufrí aquellos pantalones conjuntados con aquellos calzoncillos como todos los de mi generación, viviendo situaciones avergonzantes. Algunas me sucedieron con frecuencia en los autobuses, en los que el acolchado de los asientos junto con el traqueteo del vehículo me provocaba intempestivas erecciones, sin venir a cuento. Podría ser que me hiciera contacto el “cable pelao” por los baches, pero ocurría con mucha frecuencia, y en verano, a cuerpo, aquello resultaba un serio problema.

Vivíamos en Madrid, en la calle Vallehermoso, y mi padre tenía una tienda de máquinas de coser en la calle de Juanelo, semiesquina a la Plaza de Cascorro. En muchas ocasiones mis padres me encomendaban algún “mandao” que me obligaba a ir hasta la tienda, a la que se llegaba en dos líneas de autobuses de aquellos de dos pisos. Eran el número 4 y el número 3 que, aunque circulaban por diferentes rutas, tenían parada en las proximidades de mi casa y de la tienda, aunque sus terminales en cada sentido distaban mucho de éstas.

Hasta que no pasé a vestir pantalones largos y aprendí a recolocarme el muñeco de forma disimulada, manteniéndolo agarrado a través del bolsillo del pantalón, como si se tratara del manillar de una bicicleta o el mango de una herramienta de mano, me vi obligado a pasarme de parada en más de una ocasión, llegando a veces hasta la terminal de la línea para tratar de recuperar el estado de calma de aquél, descendiendo del autobús el último y regresando a mi destino a pie.

—Pase usted delante, señora, pase –decía yo–, baje usted primero.

—Muchas gracias, pequeño –respondía la señora–. Qué buena educación tiene este crío; qué majo es –añadía murmurando.

Por lo menos, aquellos empalmes intempestivos me servían para quedar bien ante los mayores.

También mi síndrome trempatorio inoportuno me produjo situaciones complicadas en el diario familiar, porque desde mi más tierna infancia, hasta que mi hermana salió del hogar paterno para amargar la vida a su novio contrayendo matrimonio con él, dormí en habitaciones cuyo uso habitual no era el de dormitorio, sino común, como sala de estar o comedor, donde se habían instalado muebles-cama que, con forma de aparadores, trataban de ocultar el uso de la habitación como dormitorio durante la noche.

Esto me obligaba a levantarme y ponerme en marcha antes de que mis padres y mi hermana comenzaran a brujulear por la casa, pues esa habitación se convertía entonces en un espacio público, privándome de toda intimidad.

Otra opción consistía en permanecer en la cama hasta que la inflamación remitía, pues en ese estado no podía exponerme a las miradas de la familia, que hasta podía encontrase reunida desayunando junto al lecho.

—Venga, no gandulees. Levántate y ven a desayunar, que tu padre ha traído churritos. Mira, mira, están todavía calentitos –me decía mi madre.

—Joder, más calentito estoy yo. Para levantarme la llevo... ¿Churros...? Y yo con una porra –me decía y me hacía el remolón somnoliento, esperando que remitiera la calentura.

Fui creciendo, y con la salida de mi hermana de la casa familiar logré disponer de una habitación privada. Crecí y entré en la pubertad, en la que me esperaban otras situaciones diferentes, pero originadas por la misma lacra; se trataba del baile. En los bailes de los veranos del pueblo, las clásicas verbenas al aire libre de entonces, imperaba el baile “agarrao”, con sus dos variantes. Una era el “agarrao” romántico, en el que las parejas compartían la parte de los cuerpos de cintura para arriba, con el contacto de los mofletes, el “chic to chic” que decían los cursis, representando la pureza de aquel arrumaco, mientras la parte de los cuerpos, de cintura para abajo, no establecían contacto, lo que no evitaba el trempamiento del varón y la humectación del órgano de entre las ingles de la fémina, aunque en ella no se explicitaran los síntomas ni visuales ni sonoros, ya que no era cierto que en estado de excitación, las “almejas” dieran palmas.

La otra variante la constituía el “agarrao” perdulario, erótico sexual, canalla, que combinaba el romántico con el acoplamiento adicional de la parte de cintura para abajo de los danzantes, con especial encaje de la pierna del varón entre las de la fémina. Para extraer el mayor disfrute de la danza, el varón debía colocarse el calvo, previamente, hacia abajo, contra la cara interior de su muslo derecho, para presionar con él la parte interior del muslo derecho de la pareja.

La aceptación o rechazo de la maniobra del varón por parte de la fémina se evidenciaba en su forma de reaccionar, bien evitando el contacto del cilindro echándose hacia atrás, respingando el culo, o bien aceptando el cortejo incrementando su presión contra el cálido boliche.

Aquellas expansiones lúdicas exigían un cuidado y control muy especial si no se quería dar el cante por la persistencia de la turgencia del muñeco, excitado durante el contacto con la pareja durante la danza, si a la finalización de la pieza, este se había escapado por la bragueta de aquellos calzoncillos, quedando tan sólo cubierto por la tela del pantalón veraniego, de liviano paño y hechura holgada.

Si se continuaba con la danza con la misma moza, una postura adecuada con relación al cuerpo de la misma, mientras se esperaba el comienzo de la pieza siguiente, podía evitar que la señal de la tranca excitada quedara expuesta a la vista del respetable, pero si a la finalización de la “pieza” se daba por concluida la danza, el paseíllo desde la pista de baile a la mesa, donde uno podía resguardar su entrepierna de miradas furtivas, resultaba complicado.

Esta circunstancia solía resolverse echando mano al mango a través del bolsillo de los pantalones, derecho o izquierdo, según del lado que el interfecto cargara, caminando con el miembro agarrado, como dije, a modo de manillar, y si era con mano derecha pidiendo a los dioses que no tuvieras que saludar a nadie estrechando su mano, dando entonces libertad al calvo, que haría evidente su excitación con un deplorable espectáculo.

En aquellos bailongos había auténticos virtuosos que preparaban sus paquetes para sus corridas con similar habilidad con la que los matadores de toros preparaban sus “taleguillas” para las suyas, llegando a sujetarse la tranca adosada a la cara interior del muslo derecho con esparadrapo, venda adhesiva o hasta con cinta aislante. Con esa preparación, y tras un periodo previo de calentamiento, muchos de mis amigos alcanzaban el éxtasis o calambreta durante la danza, fundamentalmente con aquellos pasos canallas de los boleros, con esa oscilación que, sin desplazamiento de los pies, sólo con un vaivén de los cuerpos, permitían unos compases concretos.

AQUELLAS EXPANSIONES LÚDICAS EXIGÍAN UN CUIDADO Y CONTROL MUY ESPECIAL SI NO SE QUERÍA DAR EL CANTE POR LA PERSISTENCIA DE LA TURGENCIA DEL MUÑECO.

Uno de ellos, un gran amigo, virtuoso del procedimiento, usaba el sistema del vendaje. Solía vestir pantalones vaqueros negros. Era de gatillo fácil y aunque su atadura escondía sus trempamientos, cada vez que se le disparaba la escopeta en sus “éxtasis” se podía apreciar su elevada producción láctea, equivalente entre los humanos a la de las vacas frisonas entre los bovinos, por los profusos derrames que se evidenciaban a lo largo de la pata de su pantalón y que le llegaban a humectar hasta sus calcetines. Cada vez que se le veía ejecutar aquellos pasos canallas con alguna moza aborigen o foránea apostábamos entre los amigos:

—¡Ya está, el Juliancito. A casita a ducharse y a cambiarse!

—¿Pero Julián, y ahora, a mitad del baile para casa? –le decíamos.

—Ya, pero me voy desahogadito, y luego vuelvo y sigo... Y lo mismo pego otro tiro.

—Joder, pues yo creo que te compensaba traerte al baile una bolsa con ropa. Más que nada para ahorrarte viajes.

—Es igual –respondía–. Mientras voy y vuelvo recargo el trabuco. Es que yo me caliento hasta con la jota.

Yo envidiaba a mi amigo y a todos aquellos que, como él, gozaban de esta cualidad, siendo capaces de alcanzar un orgasmo bailando, porque a mí me resultaba imposible disparar la escopeta y, por mucho que lo intentara, tan sólo obtenía una orquitis como consecuencia del calentón por el trempamiento permanente al arrullo de las lentas melodías de Charles Aznavour, Adamo, Roberto Carlos... y las divas equivalentes y la madre que los parió. Ni con los pasos canallas de los boleros, con el “patrás” y “palante” sin mover los pies, lograba que se produjera el disparo, ni por aburrimiento.

Así fue y así siguió siendo, pero fuera de eso tuve que reconocer que la inclusión en la sociedad masculina española de esos modernos calzoncillos representó para los varones un importante avance en la protección del paquete y preparación para la danza, además de reducir las inoportunas visualizaciones del resultado de nuestras excitaciones.

Todo aquello pasó al olvido. Ya no es preciso ocultar los síntomas de calentura. Hoy se baila “suelto” como modo general, y no hay disimulo sino que se muestran explícitos los rozamientos del sexo de cada bailarín contra cualquiera parte del cuerpo de su pareja de igual o diferente sexo.

Tal vez un día regresen los viejos calzoncillos para evidenciar con mayor claridad los trempamientos de las nuevas generaciones, y que en lugar de avergonzar a los interfectos sean un motivo de orgullo y satisfacción, como solía decir el Campechano, cada vez que algo era de su gusto.

—¡Hay que joderse, qué tiempos nos tocó vivir! –me digo a mí mismo cuando, liberado por la edad de la tiranía de los testículos, veo parejas bailando la lambada o el reguetón. Y uso eslips... aunque ya no me sirven para mucho.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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