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Parece que cada individuo de cualquier colectivo presenta unas características generales que comparte con el resto de los miembros del “rebaño”, aunque, a la vez, posee unos rasgos particulares que son la seña de su individualidad. Eso se extiende a los colectivos profesionales y, por ende, a los que nos hemos dedicado a una actividad relacionada con las voladuras, ya sea en el campo de la minería, obras públicas o en las demoliciones. Dedicado a esta actividad en sus diferentes versiones desde mi incorporación a la masa productiva a la terminación de mi carrera, he tenido ocasión de compartir mi pena y alegría, trabajo y descanso, éxito y fracaso, con algunos compañeros, unos ejemplares inolvidables por la originalidad de su comportamiento.
Uno de estos especímenes era un tal Carreras, un barrenista que pertenecía a la plantilla de Cavosa y con el que tuve un contacto directo en la excavación que llevamos a cabo para la construcción de la segunda fase de la central nuclear de Ascó, ubicada junto al pueblo de ese nombre en la provincia de Tarragona y al lado del Ebro, del que tomaría el agua para su refrigeración.
Carreras era un extraordinario barrenista y artillero, que contaba también con fama de hábil pescador. Pero Carreras no capturaba sus piezas mediante el empleo de artes piscatorias, sino a mano, a pulmón, en ríos de importante caudal, mar o lagos y lagunas y sin neoprenos que le protegieran del frio, ni aletas, ni gafas, ni tuba... Carreras pescaba a pelo, como Tarzán, aunque a veces ni siquiera con taparrabos o bañador, ni en mangas de calzoncillos, sino que se sumergía directamente en “mangas de pelotas”. No llegué a ser testigo de ninguno de sus épicos lances, pero contaban los que tuvieron la fortuna de presenciarlos que el tipo solía situarse sobre algún lugar prominente al borde de la masa de agua objeto de su acción desde el que, tras lanzar un berrido al viento (como Tarzán), se arrojaba de cabeza al agua desa pareciendo bajo su superficie. Cuando los espectadores empezaban a intranquilizarse, pensando en dirigirse al cuartel de la Benemérita, como las muñecas de Famosa se dirigían al Portal, para denunciar su desaparición y que los de verde comenzaran a buscar el cadáver, Carreras surgía de las aguas bruscamente, cual misil, exhibiendo en su mano, asido por las agallas, algún pescado de gran tamaño (a veces dos, uno en cada mano), que en ocasiones eran anguilas de diámetro similar al de manguera de bombero.
Carreras era chaparro pero fornido. Usaba gafas con cristales que se aproximaban a los denominados “culo de vaso”. Era oficial de primera, barrenista y artillero y manejaba un vagón de perforación sobre orugas, superando al resto de barrenistas en metraje en cada jornada y cargaba los tiros con seguridad y destreza, aunque las dos características que diferenciaban a Carreras del resto del equipo eran sus gafas y sus espantadas.
«JODER, ¿HABÉIS VISTO A CARRERAS? —EXCLAMABA ALGUNO—. PERO SI CON LA MIERDA QUE TIENE EN LAS GAFAS ES PARA QUE LLEVARA UN PERRO GUÍA. NO TIÉ QUE VER NI LA PERFORADORA».
En aquella época la perforación se realizaba “a polvo”, es decir, sin adición al aire de barrido de ningún tipo de producto humidificante ni empleo de captadores del polvo situados en la boca de los barrenos. Toda la protección personal consistía en la habilidad del perforista para colocar el vagón de tal manera que el viento desplazara el polvo alejándolo de su necesaria posición a los mandos de la máquina, porque las mascarillas eran usadas como barboquejo. En el caso de Carreras, por algún fenómeno inexplicable, sus gafas se colmataban de polvo, que él no limpiaba. La capa era tal que no se le veían los ojos, aunque él veía nítidamente su entorno y aquello no le impedía el desarrollo de su actividad.
—Joder, ¿habéis visto a Carreras? –exclamaba alguno–. Pero si con la mierda que tiene en las gafas es para que llevara un perro guía. No tié que ver ni la perforadora.
—Pues el tío ve perfectamente –aclaraban los que le conocían–. Así es capaz de enhebrar una aguja.
Otra de sus características era que de vez en cuando le afectaba alguna ventolera y desaparecía de la obra varios días.
—Manuel –preguntaba el jefe de obra a alguno de sus compañeros de pensión–, ¿habéis visto a Carreras? Hoy no ha venido. ¿Sabes si es que está enfermo?
—¡Qué va! –respondía el interpelado–. ¡Es que le ha dao el “siroco” y se ha pirao! Ya sabe usted que cuando le da... Pero ya aparecerá, no se preocupe. Ya sabe que cuando se zumba...
—Este se habrá ido a anguilas al Ebro –apostillaba algún espontáneo que había escuchado la conversación.
Por suerte la obra contaba con personal para sustituirle como barrenista de su vagón perforador, hasta que al cabo de algunos días apareciera como si nada hubiera ocurrido, sin dar explicación alguna sobre los motivos de su ausencia.
A pesar de que mi puesto se encontraba en Madrid, mi lugar de residencia, me pasaba la vida viajando para visitar cada una de las obras de mi responsabilidad, en las que estaba más o menos tiempo en función de las necesidades de cada una de ellas, y la importancia de aquella excavación me obligaba a permanecer en ella largos periodos.
En una de esas estancias prolongadas en la que Carreras había desaparecido, regresaba desde la obra al hotel en el que me había afincado en el pueblo de Flix, cuando me detuve en una gasolinera a repostar. Otro coche se detuvo al otro lado del mismo surtidor en el que yo cargaba. Estaba atento al boquerel y no me percaté de que Carreras era su conductor hasta que no escuché una voz conocida.
—¡Coño, señor Langa, ¿usted por aquí?!
Era Carreras y, como siempre, con las gafas totalmente cubiertas de polvo, pero en esta ocasión llevaban mierda como para tener que llevar bastón y perro guía para desplazarse. No me explicaba cómo me había reconocido, sino cómo me había podido ver a través de aquellos cristales. Para matarse en la carretera...
—¡Coño, Carreras! –respondí–. ¡Qué coincidencia! Es que ya sabes que tenemos una obra aquí, en Ascó y ahí andamos.
—Ya, ya –respondió Carreras–. Cualquier día me paso por allí. —Cuando quieras, hombre –le dije con una sonrisa–. Ya sabes que allí me tienes.
—Pues, eso –remató mientras se metía en su coche para marcharse–. Y de todas maneras, a ver si nos vemos por el pueblo y nos tomamos unos “cacharros”.
—Eso está hecho, Carreras –respondí.
Había regresado a Madrid y recibí una llamada del jefe de obra. Carreras había aparecido en el tajo agarrando una perforadora en el primer relevo, como si nada hubiera ocurrido.
—¿Qué coño hacemos con él? –me preguntó.
—Nada, déjalo –dije–. Descuéntale los días que ha faltado y punto. Es el “siroco” que le da de vez en cuando. Nada más.
Cuando trabajaba en Río Blast tuve la ocasión de contar con otro tipo muy especial. Se trataba de un muchacho al que apodábamos Mazinguer. Mazinguer Z era un robot que protagonizaba una serie televisiva de dibujos animados que la “caja tonta” emitió en España a finales de los 70.
El robot pertenecía al bando de los buenos y, como todo superhéroe que se preciase, vestía calzoncillos sin bragueta sobre los pantalones. Era enorme, cuadrado, como una mala bestia que excitado, y al grito de “¡puños fuera!”, sacudía unos guantazos a los malos con potencia superior a la de la coz de un macho mular de los que se usaban para arrastrar los cañones en la guerra del catorce.
YO CREÍA QUE ESTABA ECHÁNDOLES GASOIL CON LA MANGUERA DEL CAMIÓN CUBA PORQUE EL CONDUCTOR SE HABÍA IDO A DESAYUNAR, Y RESULTA QUE NO, QUE ESTABA MEANDO Y LO QUE TENÍA AGARRAO ERA LA VERGA.
Parece que en el pueblo de Cabra del Camp, en la provincia de Tarragona, existe una estatua que representa a esta bestia parda justiciera. Por su similitud, una escultura enorme, levantada a la entrada al pueblo de Puertollano, como monumento a los mineros, fue bautizada por los naturales del lugar con el apodo de Mazinguer Z.
Resultaba sorprendente que los episodios consecutivos fueran protagonizados por los mismos “malos” de episodios anteriores, después de la manta de bofetadas que les había sacudido el Mazinguer Z. Debía ser que les iba la marcha y los guantazos de los capítulos previos les habían sabido a poco y repetían una y otra vez, aunque en cada capítulo Mazinguer les fundía hasta las soldaduras, dejándolos para el achatarrado.
Como es bien sabido (o debería serlo para todos los que puedan encontrarse dispuestos a llevar a cabo una demolición por voladura), una de las actividades más importantes consiste en efectuar las demoliciones previas para la eliminación de aquellos elementos constructivos que, aunque en teoría no se consideren portantes, pueden interferir en el resultado de la voladura, entre los cuales los más destacables son todos los tabiques de distribución, que se solían demoler a base de maza. Echarse una jornada al coleto tumbando tabiques con un marro de quince kilos constituía un trabajo de los más duros, que requería además de gran fuerza física una gran resistencia. Por eso no era frecuente encontrar voluntarios para blandir la cachiporra, calentándola a base de tumbar tabiques. Pero un buen día ocurrió algo insólito, pues se incorporó a la empresa un muchacho, un peón al que, como nuevo en la plaza, se le encomendó la tarea de demoler a porra la tabiquería de distribución del bajo de un edificio. Y debió ser que, con aquello de que del roce nace el cariño, se convirtió en un enamorado del marro y disfrutaba tumbando lo que se le pusiera por delante a base de unos bestiales mazazos que repartía incansable.
Sólo había que facilitarle la porra y darle paso franco al interior del edificio en cuestión, pero sin olvidar marcarle previa y claramente los tabiques a demoler, diferenciándolos inequívocamente de los muros de carga, que eran intocables, porque en alguna ocasión se fajó a mazazos con alguno de ellos con el consiguiente riesgo de producir la inestabilidad del edificio, pudiendo echarlo abajo sin necesidad de voladura, por lo que decidimos marcarle con señales pintadas con espray los tabiques a tumbar, antes de permitirle agarrar el marro.
—Mira, Mazinguer, tú le atizas solamente a los tabiques que tienes marcaos con pinturita roja, esos que tienen la cruz coloradita –le instruía el jefe de obra–. No le atices a los otros ni a los pilares ni a nada que no esté marcado, no la vayas a joder y tires tú solito el edificio con todos nosotros dentro.
Y es que aquel mastodonte era como el conejito de Duracel, que tumbaba a mazazos todo lo que pillaba por delante. Mazinguer y la porra formaban una simbiosis. Eran inseparables. Sus camaradas huían de esa herramienta, pero aquel tipo disfrutaba con ella convirtiendo en grava todo lo que se le pusiera por delante, como el Terminator de rasillas, rasillones y ladrillos de hueco sencillo o doble; y el Pladur... a patadas. Al acercarse a alguna obra, podía intuirse desde lejos la presencia activa de Mazinguer en ella por el retumbar de los mazazos y el ruido de los tabiques reducidos a escombro, derramándose sobre el piso.
—¿Qué, ya anda Mazinguer dándole al marro?
—Por ahí anda. Ya lo oye usted.
—Ya, ya. Es que se le oye desde dos paradas de autobús.
—Podíamos hacerle perforista y darle un curso de artillero para que sacara la cartilla, ¿no?
—Que no, que no. Que ya se lo hemos propuesto y dice que no, que a él lo que le gusta es darle al marro.
Aquel tipo era el “motor de alubias” de mayor rendimiento nunca visto. Pero un buen día se despidió sin más.
—¿Por qué se ha ido Mazin guer? –pregunté al encargado.
—No ha dicho nada –respondió–, pero lo mismo es que ha encontrado trabajo en otra empresa donde usen porras más grandes.
—O no le ponen trabas y puede tirar también los muros de carga con el marro.
En aquella época nuestro personal era de étnica surtida: españoles, marroquíes, sudamericanos de diferentes países (peruanos, ecuatorianos y dominicanos) y algunos de color procedentes de Senegal. Contábamos en nuestra nómina con un par de estos últimos, entre los que se daba una curiosa coincidencia: uno decía llamarse Magassa Mamadou y el otro, Mamadou Magassa, aunque no tenían parentesco alguno.
Según me comentaba un encargado, a uno de ellos (no recuerdo a cuál) se le veía con frecuencia acompañado de algunas hembras de bandera, mujeres impresionantes, ya fueran foráneas o aborígenes, blancas o de color, morenas, rubias o castañas, todas jóvenes y con unos tipazos impresionantes. Las chicas cambiaban con frecuencia y era muy común verlas en el entorno de la obra, aguardando impacientes su salida del tajo.
—Joer, ¿habéis visto a “Blancanieves”? –preguntaba algún operario por el muchacho, al que los compañeros, con gran despliegue de ingenio, habían colocado aquel original apodo.
—¿Que si le he visto? –respondía otro–. Menuda chorba le estaba esperando. Cuando ha salido de la obra ha tirao con ella calle abajo y la tía iba que se lo comía.
—Pero si es que el cabrón cambia de gachí cada quince días, y todas están igual de buenas.
—Coñó, ¿qué les dará?
Efectivamente, todos los compañeros se preguntaban qué tendría el moreno para, siendo a primera vista un tipo muy poco agraciado, tener ese éxito con las féminas. Hasta que un buen día se desveló el arcano, cuando un encargado se acercó hasta las casetas de obra a por unas barrenas. Junto a éstas se encontraban un par de compresores y aparcado al lado de ellos el camión cuba que suministraba el gasoil para éstos y para toda la maquinaria de la obra, mientras su conductor se había marchado a desayunar a un bar cercano. Cuando el encargado regresó al tajo con un par de barrenas nuevas en la mano, confirmó lo que muchos daban ya por sabido.
—¡Joder! –decía el sorprendido encargado–, he ido pa las casetas a por barrenas y he visto al morenito que estaba entre los compresores. Yo creía que estaba echándoles gasoil con la manguera del camión cuba, porque el conductor se había ido a desayunar, y resulta que no, que estaba meando y lo que tenía agarrao era la verga. ¡Nos ha jodido, así triunfa el tío!
Con la duda aclarada sobre la cualidad en la que residía el atractivo del moreno, se acabaron las especulaciones, aunque la envidia hizo mella en el colectivo.
Otro operario, un tal Andrés, oficial de primera, era otro de los célebres e inolvidables personas con las que tuve la fortuna de compartir penas, alegrías, fatigas y descansos, éxitos y fracasos en las demoliciones. El tipo era enorme, con una estatura de casi dos metros y unas espaldas de un metro.
Lucía una cabellera espesa y larga en forma de cola de caballo y una tupida barba negra que le cubría gran parte del pecho y le llegaba por debajo de la cintura, que le valió el apodo de El Barbas. Su aspecto recordaba al del actor Tom Baker en su papel de Rasputín en la película Nicolás y Alexandra, aunque su mirada nada tenía que ver con la endiablada de aquél personaje, sino que la mirada de Andrés transmitía afabilidad.
—Andrés es muy buena persona y muy pacífico –comentaba uno en una ocasión con otros compañeros.
—¡Nos ha jodío! –saltó uno de ellos–, es que con esa humanidad, si fuera mala persona y camorrista habría que llevarlo atao.
Todo en su fisonomía era proporcionado y, en consecuencia, sus manos estaban conformadas a la misma escala. Era un gigante con una fuerza tremenda que contrastaba con la sorprendente delicadeza que exigía su hobby: la cría de pajarillos, actividad que parecía poco apropiada para aquellas manos. A Andrés y a mí nos unía una cierta empatía y entre ambos existía complicidad. Durante los trabajos que llevamos a cabo, donde él intervino, se dieron muchas ocasiones en las que frente a algún problema concreto, surgido de forma imprevista, con una simple mirada yo sabía lo que pensaba Andrés al respecto y él lo que pensaba yo. Era muy fácil trabajar con él. Andrés era capaz de manejar un martillo rompedor de treinta kilos con una de sus enormes manos y al mismo tiempo medicar a una cría de jilguero manteniéndole el pico abierto para hacerle tragar una dosis de medicamento. Hasta cuando tenía que sacrificar algún polluelo, lo hacía con extrema delicadeza. Andrés acompañaba con el gesto la descripción de cómo les partía el cuello para que no sufrieran. Enfrentaba los dedos pulgar e índice de cada mano, unidos, realizando luego el pequeño giro que imprimiría en sentido opuesto a cada una de ellas, como lo haría para partir un mondadientes.
ANDRÉS SE DIRIGIÓ A ÉL CON VOZ CONCILIADORA Y MIRADA BEATÍFICA: «MIRA, MANUEL, LA PRÓXIMA NOCHE QUE VUELVAS A APARECER POR AQUÍ MONTANDO GRESCA, TE PARTO EL CUELLO».
En aquella ocasión nos encontrábamos en Almería, donde el Ayuntamiento nos había adjudicada la demolición por voladura del Edificio Trino. Parte de los operarios, entre los que se encontraba Andrés, habían alquilado un piso para ubicarse durante la ejecución del trabajo, por la economía que representaba el reparto del costo de la renta entre varios, frente al de la estancia en un hotel o pensión, pero el inconveniente de la vida en comandita no tardó en hacer su aparición.
Uno de los habitantes del piso, afecto al pirriaque de cualquier añada, color o graduación, cogió la costumbre de dilapidar los ahorros que le producía la convivencia con sus compañeros en la ingesta de bebidas espirituosas, que gustaba libar en baretos, chigres y putiferios de bajo nivel, arribando al piso a altas horas de la noche borracho, y a veces también mamado, profiriendo berridos, cánticos y anatemas, con los que despertaba a sus compañeros, además de a otros vecinos.
Las quejas, amonestaciones y amenazas de unos y otros no hacían mella en el escandaloso beodo. Hasta que una madrugada, mientras el borrachín se hallaba en el fragor del vociferío, entonando cantos regionales a grito pelado, se le apareció Andrés, surgiendo de la oscuridad del pasillo de la vivienda como un fantasma en mangas de calzoncillos. La sola impresión de tomar conciencia de la musculatura que Andrés mostraba en paños menores con su cabellera al viento, liberada la coleta, y aquella barba que sobrepasaba la cinturilla de sus calzoncillos, en los que se marcaba un paquete acorde con su anatomía, sirvió para que al beodo se le truncara la voz y se le congelara el canto. Andrés se dirigió a él con voz conciliadora y mirada beatífica:
—Mira, Manuel, la próxima noche que vuelvas a aparecer por aquí montando gresca te parto el cuello.
Sus palabras debieron impresionar a Manuel, pero tanto más debió hacerlo el gesto con el que Andrés las acompañó, que fue el mismo con el que partía el cuello de los pájaros que tenía que sacrificar, porque Andrés unió los dedos pulgar e índice de cada una de sus enormes manos conformando dos pinzas, que enfrentó aproximándolas a la cara del cantor, realizando luego el mismo giro que imprimiría en sentido opuesto a cada una, asimilando a Manuel a una avecilla cantora.
Durante el tiempo que duró aquella obra, nadie volvió a ver a Manuel borracho. Decían que no volvió ni a oler la cerveza; es más, ni siquiera llegó a oler a ella.
—¿Qué, Manuel? –le animaban los compañeros al final de la jornada–. ¿Vienes a tomar unas birritas?
—No, ya no bebo –respondía–. Lo he dejao, me sentaba mal.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas