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Carlos se presentaba a sí mismo como “Carlos Pozuelo, Sillero por mamá” y era un tipo tan normal que resultaba especial. Jamás escuché a nadie criticar a Carlos y tampoco oí una sola palabra por boca de nadie de la empresa en su contra que señalara algún defecto en él. Carlos no era un dechado de virtudes, sino que carecía de defectos y sus muchas cualidades pasaban inadvertidas porque, simplemente, formaban parte de su forma de ser. Carlos Pozuelo Sillero, por mamá, simplemente era así y tenía el don especial de ganarse a todo el que se le acercara.
Nadie percibía cómo lo hacía, simplemente ocurría de forma natural. A los cuatro días de comenzar una obra se había ganado el cariño y el respeto de todo el personal propio y de los clientes.
Carlos era unos veinte años mayor que yo y había tenido una vida muy intensa. Sus experiencias darían para escribir un libro muy gordo, de muchas páginas, con unas vivencias felices y otras verdaderamente trágicas, pero que él sabía recordar narrándolas con una pátina de buen humor. Nunca consiguieron amargarle o llevarle, como a tantos otros, a ser víctima de un resentimiento que amargara su vida.
En su juventud, había participado en la Guerra Civil como soldado, tan solo un día. Cuando estalló el conflicto, Carlos cumplía su servicio militar en Aviación, en el aeródromo de Cuatro Vientos. Se encontraba de permiso cuando fueron a buscarle a la pensión donde moraba en sus días de asueto, de donde lo sacaron de la cama de la patrona, con la que había intimado hasta tutearse, dándole tiempo exclusivamente para vestirse, trasladándole de inmediato a Cuatro Vientos para subirle como ayudante en un biplaza pilotado por un capitán que desde Cuatro Vientos debía dirigirse a algún lugar del norte.
Según contaba Carlos, les ametrallaron a la altura de San Rafael, tras cruzar la sierra de Guadarrama, lo que les obligó a hacer un aterrizaje forzoso, cayendo cerca de un grupo de soldados. El capitán vestía un mono azul y al descender del aparato, nada más poner los pies en el suelo, sin mediar palabra, uno de los componentes del grupo le descerrajó un tiro de máuser en la frente dejándolo seco, justificando la bestialidad con el argumento de haberle confundido con un miliciano.
Por fortuna, Carlos no vestía mono sino uniforme, y en lugar de apiolarlo con otro disparo le apresaron y ahí terminó su particular guerra.
Para nuestro amigo, la guerra había durado un día, pero un día que se transformó en casi tres años de prisión con tres penas de muerte a sus espaldas, adjudicadas, según decía, por un error administrativo, por una confusión en unos documentos con los que le acusaban de haber cometido crímenes en los que no había tenido nada que ver. Así vivió casi tres años, librando cada día de ser fusilado, hasta que se aclaró el equívoco y fue puesto en libertad. Tres penas de muerte y tres años de talego por un día de guerra y sin pegar un tiro.
SE ENCONTRABA DE PERMISO CUANDO FUERON A BUSCARLE A LA PENSIÓN DONDE MORABA EN SUS DÍAS DE ASUETO, DE DONDE LO SACARON DE LA CAMA DE LA PATRONA, CON LA QUE HABÍA INTIMADO HASTA TUTEARSE, DÁNDOLE TIEMPO EXCLUSIVAMENTE PARA VESTIRSE.
Con unos mínimos estudios, pero dotado de una envidiable inteligencia natural y un interés y facilidad para el aprendizaje poco comunes, desarrolló varios oficios, entre ellos el de artillero, que ejerció algún tiempo en alguna empresa, antes de recalar como encargado en Cavosa.
Cavosa nació como filial de la entonces Holman Ibérica y Unión Española de Explosivos, dedicada a trabajos de excavación en roca con explosivos. Cavosa había abierto una delegación en las Islas Afortunadas, contratando la apertura de un camino de acceso a una antigua cantera, La Jurada, en la isla de Tenerife, cantera que había sido explotada años atrás para la extracción de roca para la construcción del puerto y Carlos Pozuelo fue destinado a la isla como encargado de aquella obra.
El trabajo se llevaba a cabo con un vagón de perforación de orugas que manejaban dos hermanos aborígenes, Rafael y Ernesto Betancourt. Ambos eran dos chavales muy jovencitos y bastante inocentes, con muy poco mundo, que habían salido de su pueblo para ir a trabajar a Cavosa. Para ellos, Carlos era un dios godo y para Carlos, Rafael y Ernesto eran dos críos, como dos hijos, y como tal los trataba. Ellos trataban a Carlos como “señor Carlos”, mientras que Carlos les llamaba Ernestito y Rafaelito, respectivamente.
Carlos contaba una anécdota sobre ellos que, de alguna manera, aparte de divertida, daría una pista del porqué del gran éxito que Carlos tenía entre las mujeres. Se encontraban reunidos en el tajo, por parte de Cavosa, el jefe de obra, un facultativo de minas, un tal Juan Blas, Carlos Pozuelo, Ernestito y Rafaelito y dos o tres personas más, directivos, representantes de la propiedad, para comentar las incidencias del trabajo.
Carlos aprovechó un momento en el que la conversación se centraba en Juan Blas para hacer un pequeño aparte y descargar la vejiga detrás de una piedra cercana, con la que quedaba a cubierto de la vista del grupo, pero no del oído. En esas estaba cuando Ernestito se asomó con curiosidad a ver qué era lo que se encontraba haciendo el señor Carlos. Espantado, se volvió de nuevo hacia el grupo exclamando a voces ante el estupor de todos los presentes:
—¡Hala... hala...! ¡Vaya cacho polla que tiene el señor Carlos...! ¡Qué gorda y qué larga!
—¡Pero, Ernestito, por Dios! –exclamó Carlos, avergonzado, bajo la mirada de todos los presentes–. Pero, pero... ¿qué estás diciendo?
—Pues eso, señor Carlos –insistía Ernestito–, que la tiene usted muy grande...
Uno de los trabajos contratados por Cavosa en las Islas Afortunadas fue la demolición mediante voladura de una chimenea de una antigua central eléctrica de Unelco, cuando la empresa daba sus primeros pasos en el uso de los explosivos en las demoliciones.
Y allí se encontró nuestro amigo Carlos, aportando toda su ciencia y buen hacer para llevar a feliz término el derribo mediante una voladura controlada, calificativo sobrante, ya que toda voladura debe ser debidamente controlada, porque una voladura descontrolada suele dar lugar a algún desastre.
Se estudió sesudamente la ubicación de las perforaciones que debían ejecutarse en la base de la chimenea, fijando el diámetro y profundidad de los barrenos, que serían perforados por martillos neumáticos Holman accionados por un compresor, también de la marca Holman, y serían cargados con explosivos y detonadores de Unión Española de Explosivos, cumpliendo el objetivo lógico, como filial de ambas, de utilizar sus fabricados en sus trabajos.
Se cumplió religiosamente con el diseño proyectado, marcando los barrenos con absoluta precisión, controlando su dirección y profundidad al milímetro, preparando las cargas en fracciones de cartuchos espaciados y unidos a cordón detonante... Todo para que la voladura resultara perfecta, pues esta se iba a convertir en un auténtico espectáculo gratuito, del que muchos curiosos, tanto aborígenes como foráneos, querrían disfrutar en primera fila.
La carga de cada barreno se había diseñado conformándola mediante pequeñas fracciones de cartuchos, espaciadas entre sí a una distancia constante para repartir la cantidad de explosivo en la longitud adecuada de los barrenos, evitando su concentración puntual, uniendo los fragmentos mediante cordón detonante, cebando los extremos de este con los correspondientes detonadores eléctricos de tiempo asegurando la continuidad de la detonación.
Mientras se realizaban estas operaciones, los curiosos se iban acumulando en el entorno de la central, a la menor distancia que les permitía la cerca perimetral del recinto.
Mientras tanto, en el interior y próximos a la chimenea, concurrían periodistas, personal de la propia central e invitados al evento, entre los que se encontraban algunos gerifaltes de Unelco, procedentes de sus oficinas centrales, dispuestos a no perderse ni un fotograma de aquella película.
Tras los preceptivos avisos, que entonces eran dados mediante toques de corneta, Carlos comenzó a girar la manivela del generador del explosor hasta alcanzar su máximo nivel de carga y pulsó el botón de disparo esperando sentir bajo sus pies la vibración transmitida por el suelo y en sus oídos el sonido de la detonación, como el pistoletazo que daría comienzo al derrumbe de la gran chimenea.
XXX En esas estaba cuando Ernestito se asomó con curiosidad a ver qué era lo que se encontraba haciendo el señor Carlos. Espantado, se volvió de nuevo hacia el grupo exclamando a voces ante el estupor de todos los presentes: —¡Hala... hala...! ¡Vaya cacho polla que tiene el señor Carlos...!
Pero solo se escuchó un “¡prrrrrt!”, el petardeo de quinientas cuarenta milésimas de segundo de duración correspondiente a las explosiones de los detonadores de micro-retardo, mientras la arena del retacado salió despedida de los barrenos como si cada uno de ellos emitiera un ruidoso regüeldo, provocado por una sobredosis de fabada, y en la chimenea no apareció ni una fisura; ni se movió.
En ese momento comenzó el revuelo entre los espectadores asistentes al evento, defraudados por tener que regresar a sus hogares sin haber disfrutado del espectáculo, cancelado de momento.
De inmediato, el responsable de Unelco se dirigió hacia Carlos, pretendiendo conocer cuál era el motivo de aquel estrepitoso fallo, cuando aquel trabajo había sido adjudicado a la que se decía y se vendía como la empresa más cualificada y experimentada en los trabajos con explosivos de la península, islas y ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. Era la propaganda que Carlos había hecho antes, durante y después de la contratación de la demolición de la chimenea.
Tras revisar los barrenos se comprobó que los detonadores habían explotado, pero su detonación no había iniciado el cordón detonante y, en consecuencia, este no había iniciado las cargas explosivas.
El fallo se achacó entonces a los detonadores, sin mayor análisis, por lo que después de retirar los retacados se decidió demorar el evento hasta el día siguiente, colocando una nueva serie de detonadores, usando las mismas cargas.
Preparado de nuevo el espectáculo, con la presencia de las fuerzas vivas y tras los preceptivos toques de corneta, por segunda vez se produjo el “¡prrrrrt!”. El segundo gatillazo que provocó que el gran gerifalte de Unelco comenzara a proferir improperios contra Cavosa y su gente, dirigidos a Carlos.
—¿Y ustedes dicen ser la mejor empresa de voladuras? –decía el tipo–. Ustedes no tienen ni idea. Esto es un auténtico desastre. Nos están haciendo ustedes perder el tiempo y son unos inútiles...
—Oiga usted, caballero, no le consiento estos comentarios –le cortó Carlos indignado–, porque sepa usted que en Cavosa, de otra cosa no sabremos, pero de explosivos... –miró Carlos a su alrededor asimilando el desastre, terminando la frase– pero, pero... de explosivos... tampoco.
Al final, tras una concienzuda investigación se supo que el cordón detonante suministrado no era tal, sino un inerte, una imitación con alma de azúcar en lugar de pentrita, que se había fabricado para usarse como muestra en una feria, junto con otras imitaciones de cartuchos y otros accesorios, también inertes.
Unión Española de Explosivos (UEE) ofreció a sus clientes de forma gratuita cursos para la formación de artilleros como parte de su servicio de asistencia técnica, encomendando su impartición a Rio Blast, y para ello fabricaron una serie de partidas de inertes de sus productos (cartuchos de diferentes formatos, detonadores eléctricos y ordinarios, mecha lenta, cordones detonantes de diferente gramaje...). Para mayor comodidad en el transporte de esas muestras, en Rio Blast confeccionamos una serie de maletines con compartimentos donde éstas se colocaban muy bien ordenaditas. Nosotros llamábamos a aquellos maletines “Maletines de Artilleros de la señorita Pepis”, porque en aquel entonces una empresa de juguetes fabricaba diferentes maletines que contenían variados corotos para sus muñecas y a todos ellos los denominaba “Maletín (tal o cual, en función del contenido) de la señorita Pepis”.
XXXX Oiga usted, caballero, no le consiento estos comentarios –le cortó Carlos indignado–, porque sepa usted que en Cavosa, de otra cosa no sabremos, pero de explosivos... –miró Carlos a su alrededor asimilando el desastre, terminando la frase– pero, pero... de explosivos... tampoco.
Surgió la impartición de un curso para la formación de artilleros en Bilbao y allá se desplazó un ingeniero de Rio Blast provisto de su pequeño equipaje y uno de los maletines de la señorita Pepis, encontrándose, por primera vez, con el arco y la cinta de control de equipajes en Barajas al dirigirse a la sala de embarque.
Siguiendo las instrucciones del vigilante, Ignacio, que así se llamaba el muchacho, depositó su equipaje y el maletín de los inertes sobre la cinta y pasó bajo el arco. Observó entonces que en aquella pantalla que unos instantes antes miraba atentamente otro vigilante jurado, y tras él un guardia civil, aparecían nítidamente todos los elementos que contenía.
¡Hostias! –pensó aterrorizada la criaturita–. ¡Me la he cargao! Igual con suerte no me pegan dos tiros directamente, pero esta noche la paso en los sótanos de una comisaría, hasta que se aclare que lo que llevo ahí son inertes... y me llevan esposao por detrás... ¡Huy, la puta, la que se va a liar!
Nada de eso ocurría; nadie se alarmaba y el muchacho miró a su alrededor esperando encontrarse a todos los uniformados encañonándole con sus armas, pero nada de eso ocurría sino que todos aquellos vigilantes dirigían su vista a otro lugar.
Todas las miradas se centraban en una exuberante rubia que lucía su atractivo cuerpo cubierto con escasa tela. Peinaba la chiquilla una larga melena y un escote con visión de montera y canalillo de sus turgentes glándulas mamarias, liberadas del opresor sujetador, y una minifalda que apenas cubría una pequeña parte de sus magníficas regiones fémur femorales (vulgo muslos), que se prolongaban en unas extremidades inferiores largas y torneadas, montadas sobre unos zapatos con un tacón de aguja que las realzaba. En efecto, todos los muchachos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, así como vigilantes, paisanos, militares y gentes del clero, antes de subir al avión ya volaban con su imaginación, estimulada por aquellas vistas espectaculares.
Aquel maletín pasó por los rayos X sin que ninguno de aquellos controladores observara su contenido.
—¿Estamos seguros? –se preguntaba Ignacio, que era el único que miraba la pantalla.
Se preguntará el lector, cómo se apañó el muchacho a su vuelta con el maletín. No lo retornó a la oficina. Lo dejó en la fábrica de UEE de Galdácano para usarlo en futuros cursos para evitar el control, porque no era posible que se repitiera la coincidencia de una mujer como aquella mientras se pasara el maletín por el control y se decidió dejar un Maletín de Artillero de la señorita Pepis en cada delegación de UEE para evitar su transporte en esos viajes.
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas