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Actualidad

15 May 2020

Una zanja en el agua. Esteban Langa Fuentes

Esteban Langa

Uno de los trabajos de voladura que ejecutamos en Cavosa y se vio rodeado de más complicaciones consistió en la excavación de una zanja que atravesaba el cauce del río Ebro en las cercanías de Miranda de Ebro, como subcontratistas de AGC (siglas de la Unión Temporal de Empresas (UTE) formada por Auxini, Ginés Navarro y Capag).

Como tantos otros, el caso que nos ocupa no se sustrajo a esa constante española de comenzar las obras en el momento más inoportuno y pretender ganar en la ejecución el tiempo perdido en el proyecto y adjudicación. El proyecto, que por sus características debería haberse ejecutado en la época del estío, en la que el caudal del río era mínimo y con una meteo rología favorable, se comenzó en noviembre.

Si en condiciones normales el aumento de caudal del río en esas fechas y el frío significaban unas dificultades importantísimas añadidas a las propias técnicas del trabajo, en este caso se vieron incrementadas por unas lluvias torrenciales que sufrimos durante la ejecución.

AGC colocó como jefe de obra a un ingeniero de caminos con el título aun caliente, que no se había visto en otra. Por fortuna para él, y para nosotros, le acompañaba en la travesía un excelente encargado, honrado, trabajador, experimentado y buen compañero, que tenía claro que para la buena marcha de una obra, el subcontratista debía sentirse navegando en el mismo barco que el contratista principal, remando ambos en la misma dirección.

Era un hombre muy original. Decía que fumaba, manteniendo en la boca constantemente un “Ducados” encendido, mordiendo el filtro, pero sin tragarse el humo. En cada situación complicada, cosa que se daba prácticamente a diario, sentenciaba:

—¡Hay que joderse, todo nos viene de culo menos el aire, que nos viene de frente!

La primera gestión a realizar consistió en confeccionar el Proyecto de Voladuras para la obtención de la autorización de uso de explosivos. Ese fue el primer mal augurio.

La zanja que se pretendía excavar cruzaba el río Ebro y este formaba allí frontera entre las provincias de Burgos y Álava, una línea imaginaria que discurría por el centro del cauce del río, lo que nos obligó a confeccionar dos proyectos de voladuras, uno por cada provincia, conseguir dos autorizaciones, una para cada mitad de la zanja, diligenciar y mantener dos diferentes libros de pedidos y contar con dos comandancias de la Guardia Civil para gestionar la vigilancia en cada transporte, empleando dos diferentes rutas para la entrada del explosivo a la obra. Todo complicado por duplicado.

La perforación se debería realizar mediante un equipo especial, con martillo en cabeza con doble varillaje, adecuado para perforar en roca con recubrimiento suelto y bajo el agua. El procedimiento se conoce como sistema O.D. El equipo iría montado sobre una plataforma flotante amarrada mediante cuatro cabrestantes a cuatro anclajes en las orillas. De esa manera, la plataforma (en nuestro argot pontona) se podría desplazar recogiendo o largando cables y así se posicionaría para perforar cada barreno y se retiraría para cada voladura. El sistema de perforación usado obligaba a cargar cada barreno inmediatamente tras ser perforado, pues la introducción de la carga en estos se hace a través de la tubería que constituye el varillaje exterior. La sistemática de trabajo era la de “barreno perforado–barreno cargado”, y tras perforar y cargar los hechos en una o varias jornadas, realizar su disparo.

Comenzamos la obra con un ingeniero recién incorporado a Cavosa, Miguel Álvarez Arroyo, que procedía de la minería del carbón, sin experiencia en aquella actividad, pero con ingenio y ganas de trabajar de sobra, que se prepararía para ser el futuro jefe de obra. Para la perforación y carga incorporamos dos perforistas, el primero se llamaba Fernando Ramírez, a quien apodábamos cariñosamente “El Ingeniero Fernando” porque decía que “había nacido para dirigir y asesorar”. El otro perforista era un tal Domingo Pérez, y como mecánico contamos con un muchacho apellidado Zaidín, mencionado en otra de estas historias, protagonista de una divertida leyenda.

Comenzamos los trabajos desde la margen izquierda del Ebro, ubicando las casetas de obra cerca de la orilla, pero a bastante más altura que el nivel máximo del río, donde nunca supusimos que podría alcanzar el agua en las crecidas, y donde no solo llegó sino que superó con mucho ese nivel, inundando todas las instalaciones, llegando a alcanzar el agua la altura de las ventanas de las casetas.

La gente de AGC se instaló en el mismo lugar y allí montamos también el parque de maquinaria, taller, casetas de servicios, acopios, etc. Yo tenía previsto permanecer a pie de obra hasta que el trabajo estuviera encarrilado, porque de todos los que formábamos aquel grupo era el único que tenía alguna experiencia práctica en esas labores, y me instalé en un hotel de Miranda de Ebro, con vistas al río.

Comenzamos la perforación en la misma orilla, entre dos aguas, hasta que tuvimos el suficiente calado para botar la plataforma que sostuviera el equipo de perforación, por lo que nuestros primeros pasos los dimos provistos todos de botas de pesca hasta las ingles, como la tropa del capitán Pescanova. En este tipo de voladuras se usan mayores cantidades de explosivo que en las de arranque a cielo abierto, porque tanto el agua como el recubrimiento de arenas o lodos representan una resistencia importante para el arranque y esponjamiento de la roca fragmentada por este, de tal manera que en la primera voladura empleamos una carga más que “sobrada”.

Pero, correspondiendo a que si algo puede salir mal saldrá mal, el nivel de agua descendió y perdimos ese “recubrimiento”, por lo que esa primera voladura proyectó piedras y barro suficiente para abollar y embarrar los techos de las casetas, dejando el campamento como si hubiera sido sometido a un bombardeo. Aquello empezaba bien. Simultáneamente estábamos construyendo la pontona sobre la que montaríamos la perforadora para echarnos al agua y continuar las voladuras en las zonas de mayor profundidad.

La pontona sería artesanal, de diseño, ecológica, construida con los troncos de los chopos que habíamos cortado para disponer de espacio para ubicar las instalaciones, atados con cuerdas y a los que también atamos a su vez unos bidones de gasoil vacíos como flotadores suplementarios. Reciclando.

El invento recordaba la famosa Balsa Muisca, esa usada para las ceremonias de investiduras de los caciques en la laguna de Guatavita, aunque, claro, mucho, muchísimo más cutre. Aquello no alcanzaba ni la categoría de patera.

SI EN CONDICIONES NORMALES EL AUMENTO DE CAUDAL DEL RÍO EN ESAS FECHAS Y EL FRÍO SIGNIFICABAN UNAS DIFICULTADES IMPORTANTÍSIMAS AÑADIDAS A LAS PROPIAS TÉCNICAS DEL TRABAJO, EN ESTE CASO SE VIERON INCREMENTADAS POR UNAS LLUVIAS TORRENCIALES QUE SUFRIMOS DURANTE LA EJECUCIÓN.

Podría decirse con pedantería que al intentar suspenderla con la grúa para situarla en el agua, los momentos flectores transmitidos a los troncos y las tensiones de las cuerdas, muy superiores a las calculadas, produjeron el colapso de la estructura... pero, en realidad no colapsó por los momentos, sino que, simplemente, se descojonó toda, de momento. De inmediato nos pusimos manos a la obra para construir algo menos ecológico pero más resistente y estable, con trabajos de calderería.

Naturalmente, esa segunda estructura funcionó y fue botada sin champán ni madrina, montando sobre ella el equipo de perforación, los tráceles para manejar los cables de posicionado que enganchamos a cuatro árboles de la orilla, el varillaje, las herramientas, etc., así como un medio bidón de chapa para disponer de una hoguera controlada y poder soportar el frío que hacía.

Ubicamos el compresor para el accionamiento de la perforadora en la orilla, cerca de las casetas, suministrando el aire al equipo mediante una manguera de gran longitud. La comunicación entre la pontona y la orilla se llevaba a cabo mediante una barquilla de remos del tamaño de las usadas en el retiro para divertimento de las parejas, de fibra de vidrio, muy ligera; un cascarón.

La lluvia no se hizo esperar y la fecha de comienzo, noviembre, fue la peor elección que las cabezas pensantes de despacho pudieron hacer. El nivel del río había comenzado a crecer.

Iniciamos las primeras perforaciones desde la pontona, a la que, una vez en posición, accedíamos mediante la referida barquita que manejábamos con gran habilidad. No se utilizaban los remos para su desplazamiento, sino que el paisano o paisanos que la usábamos (no cabían más de dos), nos desplazábamos agarrados a los cables de los trácteles desde la orilla donde se encontraban amarrados a los troncos de los árboles, haciendo bastante fuerza para evitar ser arrastrados por la corriente.

El principal usuario de la barca era Zaidín, el mecánico, con sus continuas idas y venidas a la pontona para realizar las reparaciones y operaciones de mantenimiento de equipo, por lo que tuvimos ocasión de ver repetida la escena de este agarrando con ambas manos el cable, mientras la corriente se llevaba la barca aguas abajo, jaleado desde la pontona y orilla por todos los presentes con el correspondiente jolgorio. Zaidín iba estirándose lentamente mientras la barca se le iba escapando de debajo de los pies.

Los dos puntos de apoyo eran sus manos en el cable y los pies en la barca, con todo el cuerpo suspendido sobre el agua, acompañando su lenta pero inexorable pérdida de estabilidad con gemidos que ponían en evidencia su inútil esfuerzo para evitar su inmersión en las gélidas aguas hasta que... ¡choooop! ¡Hombre al río!

Zaidín cayó al agua tantas veces que se decía que debía haber trabado amistad con los peces. El chico nadaba muy mal, como los chuchos, pero era capaz de mantener la cabeza fuera del agua, por lo que al talegazo en plena corriente, seguía el chapoteo en la misma dirección de la barca, dejándose llevar por la corriente, que requería mucho menor esfuerzo que nadar hacia la pontona para agarrarse a ella. El chico iba río abajo hasta “embarrancar” en la siguiente curva del cauce, a donde nos adelantábamos a recibirle para ayudarle a salir del agua y regresar con la barca a cuestas. Zaidín había hecho camino desde la curva hasta la zona de trabajo.

En una ocasión cayó al río en compañía de Domingo Pérez, uno de los maquinistas. Mientras ambos se agarraban al cable y la barca se les iba de los pies, Zaidín gemía como siempre, mientras Domingo lanzaba tremendos cagamentos contra la madre de aquél, haciéndole culpable de la inmersión de la que inexorablemente iban a disfrutar.

En un principio, el trabajo se hacía cargando cada barreno antes de cambiar de posición el equipo, consumiendo el explosivo que llegaba a la obra a diario. Eso daba lugar a una voladura diaria de muy pocos barrenos, con una importante pérdida de tiempo en la retirada de la pontona para la voladura y la vuelta a la posición siguiente, por lo que propusimos reducir los transportes de explosivo aumentando las cantidades de cada envío y perforar y cargar durante varios días, acopiando el explosivo en la pontona, realizando la voladura cuando la cantidad de barrenos a disparar fuera suficientemente significativa para suspender la perforación y mover el equipo.

Tras obtener la conformidad por parte de la “autoridad competente” del sistema, con la condición de disponer en la obra de un vigilante jurado por la noche y que el explosivo se mantuviera siempre sobre la plataforma y esta en mitad del río, nos dispusimos a preparar y disparar voladuras de mayor entidad.

Las lluvias ya habían hecho subir el nivel del río de forma importante, pero aún nos manejábamos. Llevábamos varios días perforando y cargando, a buen ritmo, con lo que dispararíamos un tramo de zanja de casi la mitad de su longitud total, pero en el centro del río. Como aquello sería un espectáculo, nos subimos todos a la pontona desde donde haríamos el disparo, con un explosor que pesaba más de 25 kg.

Para separarnos de la zona a volar, libramos cable de los dos trácteles de aguas arriba, con lo que la pontona descendió aguas abajo, separándonos de la zona de voladura una distancia prudencial.

Sobre la pontona nos encontrábamos Miguel, los perforistas Fernando y Domingo, Zaidín y un servidor, todos por parte de Cavosa, y por parte de AGC, su encargado, el de los “ducados mordidos”. Había overbooking. Allí se hizo otra vez realidad la frase de: “Todo nos viene de culo, menos el aire, que nos viene de frente”.

El agua discurría con normalidad y la pontona oscilaba suavemente mantenida por la tensión de los cables, elevándose y descendiendo por el empuje de la corriente, que tan solo la permitían oscilar con ese movimiento.

El silencio durante la carga del explosor era total. Solamente se escuchaba el susurro del agua al chocar contra la pontona y el ruido de la manivela del explosor que Fernando hacía girar con firmeza: “run, run, run, run, run...”. Terminó de cargar y disparó.

LOS DEMÁS AFLORAMOS A LA SUPERFICIE CUANDO LA PONTONA VOLVIÓ A SALIR A FLOTE TRAS HABER DESCENDIDO HASTA EL FONDO DEL CAUCE AL ESFUMARSE EL AGUA BAJO SUS FLOTADORES. EMERGIMOS COMO EL CAPITÁN AHAB EN MOBY DICK, PERO SIN LLAMAR A NADIE, PORQUE LOS DE LA ORILLA NO HUBIERAN VENIDO A POR NOSOTROS NI A GUANTAZOS, TRAS EL ÉXITO DE LA OPERACIÓN.

Así debió ocurrir cuando a Moisés se le abrieron las aguas del mar Rojo para dejar el paso libre a su personal. La explosión hizo saltar el agua desde el fondo del río, deteniendo la corriente breves instantes, suficientes para darnos cuenta de que el nivel del agua descendía bajo nuestros pies, mientras se elevaba por encima de la zona volada. Con la voladura habíamos detenido el curso unos instantes y teníamos delante una gran masa de agua contenida por la voladura, que se nos vendría encima sin remedio. Todos nos dimos cuenta de la que nos esperaba y cada uno se agarró donde pudo.

Las exclamaciones del personal se repartían entre “¡joder!, ¡ay, la hostia!, ¡huy, la puta!, ¡la madre que lo parió!”, y cosas así. La manta de agua nos barrió, pero aguantamos todos agarrados al equipo de perforación como pudimos. Todos menos Zaidín, a quien el tsunami se lo llevó como siempre, volviendo a salir del río por la misma curva, ya bautizada como “El Meandro de Zaidín”, aunque esta vez hizo gran parte del recorrido sumergido... casi buceando.

Los demás afloramos a la superficie cuando la pontona volvió a salir a flote tras haber descendido hasta el fondo del cauce al esfumarse el agua bajo sus flotadores. Emergimos como el Capitán Ahab en Moby Dick, pero sin llamar a nadie, porque los de la orilla no hubieran venido a por nosotros ni a guantazos, después de ver el éxito de la operación.

Pocos días después de la “apertura” de las aguas del Ebro con aquella voladura, las lluvias torrenciales hicieron su aparición y el nivel del río se elevó unos cuatro metros por encima del habitual en esa época del año.

En Miranda de Ebro se inundaron multitud de bajos y algunos “altos”, y en las zonas más bajas de la ciudad algunos abandonaban sus casas embarcándose por las ventanas. Por muchas calles se circulaba con pequeñas fuerabordas y en la zona de obra el agua llegaba hasta media altura de las copas de los árboles de la ribera.

Una mañana comprobamos al llegar a la obra que los cables de los trácteles se habían roto y la pontona había desaparecido arrastrada por la corriente. Con el temor de que aquella plataforma se encontrase circulando ya por delante del Pilar de Zaragoza, cargada con varias cajas de explosivo, comenzamos su búsqueda angustiados. Por suerte, dimos con ella a muy poca distancia, porque uno de los cables se había enganchado en un árbol y se quedó amarrada en el centro del cauce, mientras se movía en zigzag, oscilando por la fuerza de la corriente, como la cola de una cometa.

Sugerí que para llegar hasta la pontona podríamos meternos con la barquita en el río aguas arriba, dejarnos llevar por la corriente provistos de una cuerda y un gancho y tratar de alcanzarla al paso mediante el lanzamiento de la cuerda con el garfio, esperando que se enganchara en algún trebejo de los que existían en la balsa.

El “ingeniero Fernando” me preguntó con un gesto retador quién sería el guapo que iba a hacer esa operación. Naturalmente, no me quedaba más opción que echarme al ruedo.

—Yo mismo –respondí–. Vosotros bajar por la orilla y desde la pontona os mando un cabo y nos la traemos a tierra.

—Usted no entra solo –respondió inmediatamente–. Vamos juntos. Que estos bajen por la orilla.

El tipo tenía cojones. Siempre recordé aquello. Desde entonces y tras vivir con él otras situaciones complicadas en la obra, siempre que nos encontrábamos en cualquier lugar, a nuestro apretón de manos acompañaba una mirada y sonrisa cómplice.

Preparamos el garfio y la cuerda, nos metimos en el cascarón y remando por el rastrojo inundado cruzamos la línea de chopos de la orilla a la altura de las ramas para situarnos sobre el cauce real del río. La evidencia de la magnitud de la crecida la daba la visión de algunos nidos vacíos a la altura de las narices.

Cuando entramos de lleno a la corriente, el cascarón comenzó a ganar velocidad por momentos. Fernando iba “al timón”, tratando de dirigir aquel corcho hacia la plataforma con los remos. Con la velocidad que habíamos alcanzado, debíamos evitar chocar contra la pontona, pues en ese caso se destrozaría la barquichuela e iríamos directamente al agua. Debíamos pasar cerca de ella, engancharla con el garfio, sobrepasarla y tensar la cuerda para luego acercarnos en contracorriente tirando de esta.

Mientras Fernando trataba de “mantener el rumbo”, yo me preparaba para el lanzamiento del gancho.

—¡Por Dios, aciértele, aciértele! –repetía Fernando–. ¡Mire que si no atina la jodemos, que terminamos con la puta barca en Amposta!

Yo giraba en el aire aquel aparejo como había visto hacer a trovadores y amantes secretos en las películas para “pillar” las almenas de los castillos “por los pelos”, y ascender a ellas con el ánimo de “pillar pelo”.

DE REPENTE, EL SUELO SE CONVIRTIÓ EN UNA ARENA SUELTA QUE SE HUNDÍA BAJO NUESTROS PIES, ENTRANDO EN EL RÍO COMO UNA CASCADA, CON NOSOTROS MONTADOS EN LA CRESTA, YO AGARRANDO O QUIZÁ AGARRADO A LA CORREA DEL TRANSPORTE DEL EXPLOSOR, DIRECTOS HACIA EL AGUA EN LA QUE NOS SUMERGIMOS MONTADOS EN AQUEL TERRAL QUE SE TRAGABA EL RÍO.

Lancé el garfio y por suerte se enganchó en la máquina, la cuerda se tensó, giramos trazando un arco hasta quedar tras la pontona y accedimos a ella. Habíamos perdido bastantes herramientas y una gran parte del varillaje, que habría rodado hasta el agua con los vaivenes. Echamos un cabo a los de la orilla, que consiguieron arrastrarla hasta ella asegurándola.

La riada fue remitiendo y al cabo de unos cuantos días parados pudimos recuperar el equipo, que había quedado encallado al descender el nivel del agua, con un importante esfuerzo y costo, volviéndolo a colocar en posición.

La zona de casetas se recuperó, aunque el caudal del río se mantuvo bastante alto y cada vez que disparábamos una voladura la pontona se retiraba hasta la orilla para evitar nuevos tsunamis y que encima de ella no quedaran ni los gorriones.

Estábamos terminando la segunda mitad de la zanja, cuando por una importante avería en el equipo de perforación tuvimos que parar los trabajos. Teníamos una caja de explosivo sobrante sobre la pontona que con la perspectiva de una paralización de varios días deberíamos destruir. Decidimos hacerla detonar sumergida en el río para evitar que la onda aérea produjera la consiguiente alarma en el entorno.

Nos encargamos de hacerlo Fernando Ramírez y yo. Otra vez juntos, como si nos hubiera sabido a poco la aventura anterior. Escogimos un lugar en la orilla accesible a vehículos para poder transportar allí no solo el explosivo, sino también el pesado explosor. Era un claro en la orilla del río pero a una cota de unos tres metros por encima del nivel del agua y con un talud prácticamente vertical, que sugería que en ese punto habría bastante profundidad. Colocamos un par de detonadores en un cartucho de la caja y la cerramos, introduciéndola en un saco que, atado a una cuerda, fuimos descendiendo hasta el fondo del río, ceñida al talud de la orilla para que el empuje del agua no la arrastrara.

Tuvimos que largar bastante cuerda hasta que notamos que la caja había llegado al fondo, lo que nos tranquilizaba en cuanto a que a esa profundidad el nivel sonoro de la detonación sería muy pequeño y era lo único que podía preocuparnos.

Runrunrunrunrun... esta vez era yo el que daba a la manivela y ¡puuuuuummmm!, disparé.

Noté un ligero movimiento en el suelo. No se trataba de una vibración normal a la que todos estábamos acostumbrados. El suelo se desplazaba.

Estábamos juntos, en cuclillas junto al explosor, pero Fernando no lo notó. Volví la cabeza y vi la grieta tremenda que se abría en el suelo a una distancia de cuatro o cinco metros detrás de nosotros. Al ver mi gesto, Fernando también se volvió y se hizo cargo de la situación.

—¡Joooooderrrrr! –exclamamos a dúo.

Intentamos escapar de allí echando leches, pero solo tuvimos el tiempo justo para echar mano a la correa de transporte del explosor.

De repente, el suelo se convirtió en una arena suelta que se hundía bajo nuestros pies, entrando en el río como una cascada, con nosotros montados en la cresta, yo agarrando o quizá agarrado a la correa del transporte del explosor, directos hacia el agua en la que nos sumergimos montados en aquel terral que se tragaba el río. Por suerte, el derrame no continuó a nuestras espaldas y no nos enterró bajo el agua, de la que emergimos sin saber cómo, después de haber sufrido los revolcones que nos dio la corriente.

Siempre fue un misterio para mí cómo pude salir del río con aquel explosor en la mano, porque ni siquiera fui consciente de haber hecho algún esfuerzo para salvarlo.

La obra continuó. Se incorporó a esta un jefe de obra nuevo que se ocupó de su terminación tras pasar algunos días con Miguel, que le puso al día. Miguel también salió para otra obra y quedaron allí Fernando Domingo, Zaidín y el encargado de los “Ducados”.

Yo los volvería a ver tan solo esporádicamente en mis visitas, sin participar directamente en sus aventuras, que también tuvieron.

Pero cada vez que llegaba a aquel lugar y recordaba todas las penalidades pasadas, me afirmaba en mi convicción de que había que estar un poco loco para que te gustara todo aquello. Definitivamente, yo debía estarlo, igual que todos aquellos que se dejaron allí su ilusión y su piel.

¡Ah!, y Zaidín siguió cayéndose al río,

—¡Coño, Zaidín –le decía Fernando–, es que te caes al río a diario!

—No exageres, Fernando –le corregía Domingo–, solo se cae en días alternos.

Esteban Langa FuentesEsteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas


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