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Siempre he defendido, en contra de la opinión de algunos, que las demoliciones por voladura generan muchos menos problemas que las manuales o mecánicas, siempre que se apliquen a las estructuras idóneas y sean llevadas a cabo por empresas competentes con personal especializado, pero nunca por espontáneos aficionados.
Un ejemplo de la veracidad de esta declaración de principio la constituyó la demolición de una fábrica de Harino Panadera en Bilbao, que constaba de diferentes estructuras de distintas características constructivas, algunas de ellas idóneas para demolerlas por voladura.
Estas formaban un complejo industrial en el que se procesaba el grano de trigo hasta convertirlo en harina, que la empresa suministraba a otras industrias como materia prima, aunque también la empleaba en sus propios fabricados. La factoría contaba con todos los equipos necesarios para realizar el proceso completo: silos para acopio del grano, almacén de otras materias precisas para sus productos, cadena de equipos de molienda y cribas, mezcladoras, amasadoras, secaderos, hornos... Todo.
La fábrica había sido adquirida por una empresa inmobiliaria que planeaba su demolición y la construcción posterior de una serie de edificaciones, que constituirían una moderna urbanización, aprovechando la edificabilidad más elevada que fuera aceptada por el Ayuntamiento en la zona.
Para ello precisaban obtener dos licencias municipales: una de demolición y otra de construcción, y para ello necesitaban confeccionar dos proyectos, uno por cada una de las actividades, la destructiva y la constructiva. Mientras los proyectos de edificación han de confeccionarse con un importante detalle y son únicos para cada caso, las constructoras suelen usar unos proyectos de demolición genéricos para obtener la licencia de demolición. Suelen ser copias de copias de otras copias... y casi siempre contemplan la demolición realizada manualmente. Esos proyectos carecen de valor alguno para la ejecución. Son “mero papel” para cubrir un trámite legal, sirviendo tan sólo como valoración para calcular las tasas municipales de la obra. Se trata de cubrir el trámite y pagar la “cuota”. Tras ello, la demolición se suele realizar con una sistemática que no tiene nada que ver con ese proyecto y puede ejecutarse manualmente, por medios mecánicos o por voladura.
EL AYUNTAMIENTO IMPUSO UNA SERIE DE PRESCRIPCIONES Y CONDICIONANTES A LA OBRA CON LAS QUE DESCABALÓ EL PROGRAMA INICIAL. LA PRIMERA QUE SUFRIMOS FUE PROHIBIRNOS REALIZAR LA DEMOLICIÓN POR VOLADURA DE EDIFICIOS.
En el caso de pretender ejecutar la demolición por voladura, la obtención del permiso para el uso de explosivos requiere la confección de otro proyecto (en el que el Ayuntamiento de turno no tendría, en principio, ninguna competencia). La concesión de esa autorización depende del Delegado o Subdelegado del Gobierno en la provincia donde se realiza la demolición, previo informes favorables de la Dirección Provincial de Industria, los Servicios de Minas de la correspondiente Comunidad Autónoma y la Intervención de Armas de la Guardia Civil.
Pero, aún con todos los trámites cumplidos con resultado favorable, si el Ayuntamiento no está de acuerdo en que la demolición se realice mediante voladura, anulará la licencia de derribo otorgada, argumentando que el proyecto original presentado por la constructora para obtener aquella, no contemplaba ese sistema de demolición, sino que planteaba otro diferente.
Este es el subterfugio legal por el que los Ayuntamientos son al final los que permiten o vetan la aplicación del sistema; son éstos quienes tienen la última palabra, por lo que es conveniente conocer si son proclives a aceptar la voladura como procedimiento de demolición antes de embarcarse en el proyecto y las gestiones para conseguir la autorización del uso de explosivos, evitando una pérdida de tiempo y dinero si el Ayuntamiento no admite el sistema.
Con independencia de las pequeñas construcciones accesorias, el conjunto de edificaciones del complejo del que hablamos se podía dividir en tres tipos: un primer edificio, el principal, que identificaremos en adelante como “edificio de fabricación”, con estructura de hormigón armado, relativamente moderno, que contenía todos los equipos para la fabricación de productos finales terminados: mezcladoras, amasadoras, moldeadoras, secadores y hornos. Por su altura y el tipo de estructura, era adecuado para ser demolido por voladura. Previamente a su demolición, fuese cual fuese el sistema que se aplicara, debería realizarse la retirada del amianto de los aislamientos de los hornos de cocción y su posterior desmontaje, junto con todo el resto de maquinaria y equipos para su achatarramiento.
El segundo edificio, que denominaremos de “molienda” (creo recordar que era de cinco plantas), resultaba también apropiado para su demolición por voladura. De planta rectangular, estrecho y de aquella altura, tenía una esbeltez ideal para usar ese sistema de demolición, con una mínima cantidad de barrenos y explosivo. Cada planta contenía una línea de molienda exactamente igual, idéntica, formada por varias máquinas en cadena. En cada planta, el trigo entraba por un extremo saliendo la harina por el otro. Todo era idéntico en todas las plantas; vista una, vistas todas.
El tercer edificio comprendía los talleres y oficinas. Creo recordar que era de cuatro alturas, y se encontraba situado en la vertical del túnel del ferrocarril de vía estrecha (FEVE) que realizaba el trayecto Bilbao-Santander. Su trazado discurría subterráneamente desde su origen en el centro de Bilbao, hasta el borde oeste de la parcela, que coincidía con una de las fachadas de ese edificio, justo en la vertical sobre la boca del túnel.
Habíamos planteado nuestra oferta considerando que las demoliciones de la estructura principal, la de molienda y la de talleres se llevarían a cabo mediante voladura, y el resto se demolería manualmente y con medios mecánicos.
Durante todo el proceso, desde la preparación de nuestra oferta hasta la finalización de los trabajos, mantuve el contacto con tres elementos claves de la propiedad. Uno era un arquitecto que trabajaba como independiente para la inmobiliaria, aunque prácticamente lo hacía a tiempo completo. No recuerdo su nombre. Tal vez fuera Eduardo, por lo que aquí le bautizaré así. Otros eran dos directivos de la inmobiliaria, uno llamado Valeriano, un tipo bastante alto, y otro de corta estatura, un tal Alejandro.
Eduardo, era natural de Logroño, y Alejandro y Valeriano, vascos. Al trío se incorporó Ramón, un amigo de los tres, también vasco de pura cepa, propietario de una empresa especializada en la recuperación y tratamiento de residuos, que se ocuparía de realizar ese trabajo, con posterioridad a la demolición de cada estructura.
La afinidad de mi carácter con el de los clientes y Ramón dio lugar a una sincera amistad con todos ellos, y casi desde el primer día formamos un grupo donde reinaba la colaboración. Todos éramos muy extrovertidos y con un gran sentido del humor, sintiéndonos en el mismo barco, remando en la misma dirección.
La empresa de Ramón era la encargada del achatarramiento de los equipos y la retirada de todos los residuos peligrosos que pudieran encontrarse, incluido el material aislante de los hornos de cocción, constituido fundamentalmente por amianto, mientras que Detecsa realizaría la demolición, de cuya dirección yo era el responsable. Evidentemente nuestras actividades se solapaban en el tiempo, por lo que era fundamental mantener una adecuada coordinación entre ambos.
El Ayuntamiento impuso una serie de prescripciones y condicionantes a la obra con las que descabaló el programa inicial. La primera que sufrimos fue prohibirnos realizar la demolición por voladura de ningún edificio. Pude constatar entonces la tremenda dificultad que supone la demostración de la evidencia. Constatar que una sábana blanca es blanca, es fácil; basta con mirarla, pero demostrarlo matemáticamente sería tal vez imposible y un concejal utilizó esta realidad para imposibilitar la utilización de la voladura en la demolición, poniendo todo tipo de trabas al sistema, planteando numerosas dudas sobre la seguridad en su aplicación, que fuimos desmontando una tras otra. El último escollo planteado para desautorizar el sistema fue que, según él, la “onda explosiva” rompería los cristales de todos los edificios del entorno. Deberíamos demostrarle “matemáticamente” que no sería así.
«¡CAGÜENLOSTIA, MUSEO DE LOS COJONES, PUES! SUBES A QUINTA PLANTA Y VES: TOLVA, CINTA, MOLINO, CRIBA... LUEGO YA BAJAS A CUARTA Y VES LO MISMO, CAGÜENDIÓS, OTRA VEZ TOLVA, CINTA, MOLINO, CRIBA, Y LUEGO A CUARTA IGUAL VERÍAS»,
El tipo imaginaba que la demolición por voladura podría equivaler al bombardeo de Guernica, del que tal vez hubiera tenido noticia por alguno de sus bisabuelos, aunque omitiera hablarle del sufrido en Cabra.
El sinnúmero de demoliciones por voladura que se llevaban realizadas en España a esa fecha evidenciaba que las roturas de cristales, cuando se producían, eran debidas a alguna pedrada y nunca a la “onda expansiva”, al encontrase el explosivo confinado dentro de barrenos perforados en los elementos estructurales a romper. Esa era la evidencia. Esa experiencia avalaba que su fingido temor era tan sólo la excusa para revocar ese sistema. En un aparte, todos, castellanos y vascos, expresábamos nuestras quejas y lamentos cada cual con su peculiar parla.
—Pero coño, si es evidente –decía yo–. Estamos hartos de volar en ciudad, sin que se rompa un jodío cristal, si no es puntualmente por alguna pedrada. Pero por la onda aérea no se rompe un solo vidrio, aunque esté a un metro de distancia. Lo sabe tó dios.
—¡Andalostia! Ya, pero éste ya querría que se lo demostrarías tú con fórmulas y eso, pues –espetaba uno de aquellos vascos.
—La madre que lo parió. Está claro que el tío está tratando de tumbar el sistema. Que da igual; que demostremos lo que demostremos, no nos van a dejar volar, porque esto es simplemente tratar de aburrirnos –insistía yo.
—Sí, pero ya lo intentarías tú, pues.
Haces números de esos raros de la hostia y ya justificarías, oye –comentaba otro aborigen.
—Pero, coño, yo creo que sería mejor pagarle a este porculero un viaje a Valencia para presenciar una “mascletá” en primera fila y que vea si se rompen o no los cristales de las casas de la Plaza del Caudillo –proponía yo.
—¡Andalostia! Si mentarías a éste el Caudillo, un patatús de cojones le daría, oye –advertía el primero.
—¡Pues mejor, hostia! A ver si igual así se le aparecería Franco y reventaría, pues –remataba el otro.
Seguir el juego era ridículo porque el tipo sólo trataba de marear la perdiz, y yo atiborrarla a biodramina buscando justificación, por lo que me apliqué en desempolvar apuntes y rebuscar en libros de física usados durante mi época de estudiante. Aplicando hasta cálculo integral, reviviendo viejas pesadillas que ya había conseguido olvidar sin tratamiento psiquiátrico, planteé la demostración físico-matemática por la cual, sobre el papel, la onda aérea producida por la traca, no podría romper un solo cristal del entorno. No sirvió de nada y tuvimos que descartar la demolición por voladura.
En el caso del edificio de molienda, las peregrinas ideas de los ediles alcanzaron aún mayores cotas de extravagancia, demostrando la gran generosidad de la que hacen gala los administradores cuando se trata de gastar el dinero de los administrados. La ocurrencia de una de aquellas mentes preclaras fue la de exigir a la inmobiliaria que se conservase el edificio de molienda como museo, para poder inmortalizar el portentoso proceso de conversión del trigo en harina con el empleo de aquella vieja maquinaria
El edificio se encontraba prácticamente en estado de ruina, por lo que a la pérdida de superficie edificable que implicaba no demolerlo, se sumaría el coste preciso para estabilizarlo, porque se “caía a cachos”, con los forjados medio hundidos, los pilares agrietados, las vigas fisuradas... Una ruina.
Sería un museo con cinco plantas, en cada una de las cuales se encontrarían las mismas máquinas en exactamente la misma posición, repitiéndose la misma cadena, porque en cada piso se llevaban a cabo las mismas operaciones con el trigo. Se trataba de cinco líneas idénticas.
—¡Cagüenlostia, museo de los cojones, pues! Subes a quinta planta y ves: tolva, cinta, molino, criba... Luego ya bajas a cuarta y ves lo mismo, cagüendios, otra vez tolva, cinta, molino, criba, y luego a cuarta igual verías, y luego lo mismo tolva, molinos, cribas. ¡Andalostia!, así verías hasta la baja. Ya sales tú de allí hasta los cojones de ver tolva, cinta, molino, y criba. Oye, igual tol rato, hostia.
Las oficinas de la inmobiliaria se encontraban muy cerca de la obra, en tan vetusto como elegante edificio. Alejandro, Valeriano y Eduardo tenían asignadas sus plazas de aparcamiento en el sótano, pero una de ellas resultaba un tanto peculiar. Eduardo me la mostró en una ocasión.
En el aparcamiento se encontraban los tres coches. Dos ocupaban unas plazas que podríamos llamar “normales”. Las traseras de los coches situadas contra el muro perimetral del párking y los morros libres, en disposición de iniciar la marcha sin realizar maniobra alguna. Estos eran los coches de Valeriano y Alejandro. Entre ambos se encontraba el coche de Eduardo. Hasta ahí todo hubiera sido normal, pero el morro de ese coche tenía delante un pilar de hormigón de la estructura.
«LA MADRE QUE LO PARIÓ. ESTÁ CLARO QUE EL TÍO ESTÁ TRATANDO DE TUMBAR EL SISTEMA. QUE DA IGUAL; QUE DEMOSTREMOS LO QUE DEMOSTREMOS, NO NOS VAN A DEJAR VOLAR, PORQUE ESTO ES SIMPLEMENTE TRATAR DE ABURRIRNOS», DECÍA YO.
—¿Coño, y esta plaza? –pregunté–. ¿De quién es?
—Mía –saltó Eduardo como un muelle–. De Bilbao tenían que ser éstos.
Mira toda la distribución. Han pintao las plazas en el suelo pasándose los pilares por los cojones. En mi pueblo las plazas van entre pilares, pero aquí a cada tres les toca pilar... y a tomar por culo.
—¿Pero cómo entras y sales? —pregunté.
—Pues a base de maniobras y llegando el primero, antes que estos dos cabrones, y saliendo el último –respondió Eduardo–. Ya te he dicho que son de Bilbao, oye.
Alejandro y Valeriano se cachondeaban a gusto.
—Así tiene que hacer la jornada completa –decían
—¿Y si tienes que hacer alguna gestión usando el coche? –pregunté de nuevo.
—Se lleva uno nuestro, pues –aclaró Alejandro.
—O en taxi, oye –intervino Valeriano.
—O andando, ¿no te jode? –sentenció Eduardo.
Comenzamos las demoliciones en las zonas donde no existían residuos que hubiera que retirar previamente, mientras los muchachos de Ramón comenzaban la retirada de amianto de los hornos. Su cuadrilla constaba de varios tipos de diferente anatomía, capitaneados por un tipo bajito, regordete, que lucía en todo momento una alegría crónica reflejada en su cara. Le vinieran las cosas de frente o de culo, Gordito (que así le bautizaremos) mantenía siempre una mirada alegre y una sonrisa de beatífica felicidad. (Continuará)
Esteban Langa Fuentes
Ingeniero de Minas